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Banquete de Burjasot
Banquete de Burjasot.
Lex dura lex
Destilando Galdós

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El año pasado, aunque muy brevemente, volvió a reabrirse un viejo debate, el de la pena de muerte, debido a la ejecución de un reo en los Estados Unidos de América. La noticia apenas si mereció la atención de los medios informativos, más preocupados por la marcha de los partidos de fútbol, la famosa liga, por las declaraciones de algún que otro entrenador, o por el robo de fotos en el móvil de una actriz. Temas tan interesantes como importantes, como se puede ver.

Alegan algunas personas, y no les falta razón, que no es posible estar debatiendo todo el día sobre el mismo asunto. El debate sobre la pena de muerte es, posiblemente, tan viejo como el hombre. El fútbol, por el contrario, no; el fútbol es más joven, muchísimo más joven. Tal vez sea por eso por lo que los medios no se cansan nunca de ofrecer detalles y más detalles sobre el mismo. Tantos que ni un filósofo, historiador o pensador, van a poder contar, nunca, con el espacio y el tiempo que se dedica a este magno deporte. No hace falta que digamos, olvidando su juventud, por qué sucede esto: todos sabemos que al público hay que hablarle en necio. ¿Se imagina alguien, por otra parte, un periódico donde se hablara de La República de Platón? Se podría establecer, en un artículo, un paralelismo entre el legislador clásico y el actual; entre lo que proponía Sócrates, y el punto al que hemos llegado con todas nuestras tecnologías y enormes corrupciones. O se podría hablar de las leyes y de su relatividad. Sería todo excesivamente indigesto. Además, la misión del periódico no es esa: es informar.

Se nos ha informado, pues, de que el reo no quiso aceptar la última cena que los humanos ofrecen, como último detalle, al condenado a muerte. Es todo un gesto, una declaración de principios, y más teniendo en cuenta que, al parecer, se trata de una cena opípara.

No hay vez, por otra parte, que no se hable de la pena de muerte que no nos venga a la mente un famoso cuan desconocido episodio de don Benito Pérez Galdós. A lo largo de los Episodios nacionales son muchas, por supuesto, las ejecuciones capitales a las que asistimos. Sabido es que durante la guerra de la Independencia, y, sobre todo, durante las guerras carlistas, noveladas por Galdós, fusilar al enemigo, dejarlo morir de hambre, alancearlo o matarlo a bayonetazos, se convirtió en el deporte nacional, llevado a su paroxismo en el famoso banquete de Burjasot. Verdadero o no, mientras unos comían y bebían sin freno, los otros fusilaban con igual delirio a pocos metros de las mesas del banquete. Por supuesto a los reos, aquí no se tenía para cenas, y eran muchos los condenados, se le daban, a veces, los consuelos espirituales y nada más. Y se los mataba desnudos: había que aprovechar la ropa.

De varias formas, y desde distintos puntos de vista, como siempre, aunque sin cargar las tintas, don Benito nos hace asistir a varias ejecuciones capitales, y a las horas que les preceden. No falta, por supuesto, el sentido del humor, aunque sea, como toca, un humor negro. Así Montes de Oca, en el episodio homónimo, pide, como militar que es, poder mandar él mismo al pelotón que lo tiene que fusilar,

y con tal afán lo pedía, que hubo de acceder Alesón, recordando que había no pocos ejemplos de esta tolerancia en la rica historia del fusilamiento nacional. Pero al propio tiempo que la autoridad militar asentía, protestaba la eclesiástica: el sacerdote declaró con grave acento que el dar la víctima las voces de mando en acto de tal naturaleza, era contrario a los principios religiosos. La muerte en esta forma consumada era un suicidio, y por ningún caso la autorizaba.1

Lo importante, pues, no es la muerte, sino, sobre todo, cómo se lleva a cabo ésta. La Iglesia, ya se sabe, condena el suicidio. Durante una época hasta negó la tierra santa a los suicidas, que eran enterrados fuera del cementerio. No por eso, ni por el mandamiento dimanado directamente de Dios, no matarás, es contraria a la pena de muerte. Quizás sea porque el hijo de Aquél fue ejecutado. No se suicidó.

Evidentemente pocos reos aceptarían tener que ser ellos mismos quienes apretaran el gatillo de una pistola, o revólver, apoyado contra su cabeza el cañón, o metido en la boca, para cumplir con las disposiciones de la ley. Se sabe que a algún que otro reo hubo que subirlo a empujones al cadalso, haciendo este último viaje con muy poca elegancia. No todos, desde luego, tienen los redaños que tuvo el padre de don Pablos cuando accede a la horca:

Puso él un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volvióse a la justicia, y dijo que mandase aderezar aquél para otro, que no todos tenían su hígado. No sabré encarecer cuán bien pareció a todos.

Sentóse arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: “Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo”. Hízose así; encomendóme que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir.2

Como es sabido, Riego, el héroe de Cabezas de san Juan, fue al patíbulo llorando y arrastrándose, pidiendo perdón y clamando clemencia. Fernando VII, el Narizotas, debió partirse de risa cuando le contaron el espectáculo dado por el general liberal, quien quería hacer de él un rey parlamentario y constitucional.

Hay que tener en cuenta que las ejecuciones, en aquel momento, eran públicas; y tenían, por lo tanto, un marcado tono didáctico.3 Evidentemente la actitud de Riego favorecía el didactismo de la pena capital. A ello cabe añadir la parafernalia que conllevaba. Así lo verá años después un impagable viajero que tuvo el valor de caminar por España entre 1836 y 1840. Este hombre fue George Borrow, autor de La Biblia en España, libro digno de leerse. Así nos cuenta un par de ejecuciones en Madrid en 1836:

En España a los criminales no se les cuelga como se hace en Inglaterra, ni se les guillotina como en Francia, sino que los estrangulan sobre un entarimado de madera. Los sientan en una suerte de silla que tiene en el respaldo un palo al que está fijado un collar de hierro con tornillo. Este collar de hierro sirve para agarrotar el cuello del prisionero, y a cierta señal dada es atornillado más y más mediante la rosca hasta que el reo deja de existir. Después de estar aguardando largo tiempo entre la compacta multitud, apareció el primero de los convictos. Iba a grupas de un asno y llevaba sobre la cabeza afeitada un picudo sombrero de color rojo. Entre las manos sostenía un pergamino en el que algo había escrito, creo que era la confesión de su delito. Dos sacerdotes conducían al animal por el ronzal; otros dos iban a ambos lados entonando letanías, de las que se distinguían las palabras paz y sosiegos divinos, porque el culpable se había reconciliado con la Iglesia y se había confesado y había recibido la absolución junto con la promesa de entrar en el cielo. No daba la menor muestra de temor, por contrario, se apeó del asno y fue conducido por su propio pie al cadalso, donde le sentaron en la silla y le pusieron el collar fatal en torno al cuello. Seguidamente, uno de los sacerdotes inició en voz alta el Credo y el reo fue repitiendo sus palabras. De improviso, el verdugo que permanecía detrás de él comenzó a hacer girar el tornillo, que tenía una fuerza prodigiosa, y el infeliz casi inmediatamente fue cadáver. Pero el sacerdote, al tiempo que la rosca iba girando, comenzó a gritar: “Pax et misericordia et tranquillitas”, y su voz se hacía cada vez más fuerte hasta llegar a recibir el eco en los altos muros de Madrid. Luego, inclinándose, acercó su boca al oído del reo hablando todavía a gritos como si quisiera correr en pos del espíritu en su ruta hacia la eternidad, para darle alientos. El efecto fue colosal. Yo mismo llegué a emocionarme, hasta el punto de gritar involuntariamente: “Misericordia”.4

Este protagonismo del clero, capaz de conseguir el perdón divino hasta para un crimen, explica el enfado de los padres Alelí y Salmón cuando asisten, en capilla, al reo don Patricio Sarmiento. Éste cree en Dios, pero no en ellos: “Yo soy enemigo del instituto que representan esos frailunos trajes. Faltaría a mi conciencia si dijese otra cosa; yo aborrezco ahora la institución como la aborrecí toda mi vida, por creerla altamente perniciosa al bien público”.5

Tampoco se arrepiente del “crimen” del que se le acusa, del cual es totalmente inocente, y por el que van a acabar con su vida. Los frailes no pueden soportar lo que ellos entienden que es orgullo, falta de humildad y de contrición. Y se convierten en sus torturadores morales: le niegan la absolución, le niegan la comunión, y le niegan todo cuanto pueden negarle. Don Patricio, un loco inocente, lejano pariente de don Quijote, ya nos había advertido antes que “los hombres de mi temple sucumben, pero no se humillan”.6

Estando en capilla, y por todos los medios a sus alcances, los dos frailes intentarán acabar con su resistencia, con su temple, antes de salir camino de la horca. No lo lograrán, aunque transformarán las últimas horas del reo en un verdadero tormento, en algo peor que la propia ejecución:

Lo más cruel y repugnante que existe después de la pena de muerte es el ceremonial que la precede y la lúgubre antesala del cadalso, con sus cuarenta y ocho mortales horas de capilla. Casi más horrenda que la horca misma es aquella larga espera y agonía entre la vida y la muerte, durante la cual exponen la víctima a la compasión pública, como a la pública curiosidad los animales raros. La Ley, que hasta entonces se ha mostrado severa, muéstrase ahora ferozmente burlona, permitiendo al reo la compañía de parientes y amigos y dándole de comer a qué quieres boca. Algún condenado de clase humilde prueba en esos días platos y delicadas confituras, cuyo sabor no conocía.7

Si esas cuarenta y ocho horas eran mortales, ya nos podemos figurar lo que debe de ser estar en el corredor de la muerte durante días, meses e incluso años. Y desde luego ha sido todo un gesto por parte del reo renunciar a esa opípara última cena. A la justicia no le ha sentado nada bien ese desprecio, como a los frailes no les sentó bien el rechazo que de ellos hizo don Patricio Sarmiento. La justicia, por supuesto, ha tomado cartas en el asunto, y con la excusa de la crisis económica, ha decidido que no hay dinero para semejantes gollerías. Ya no habrá más opíparas cenas para los condenados a muerte. No es ese el problema, desde luego. El problema sigue siendo es si es justo o no quitarle la vida a una persona.

Tantos son los bachilleres, tantos son los pareceres. Hay, por supuesto, defensores y detractores de la pena de muerte. En tiempos de guerra se condecora a quien más mata, y en tiempos de paz según quien es el asesino, se lo condena o se echa tierra sobre el asunto. La ley será muy dura, pero no es tonta: sabe a quién condena y a quién absuelve. Un ladrón de poca monta puede ser condenado, y un político corrupto cuenta con el respaldo de todo su partido y de algún que otro juez tal vez por temor a perder prebendas. Nada nuevo bajo el sol. A uno de los siete sabios de Grecia, a Anacarsis, ya se le atribuye esta pequeña reflexión:

A este filósofo se le atribuye aquel dicho tan notable que dice: Que las leyes son semejantes a las telas de araña, en las cuales los animales pequeñitos y flacos quedan trabados y presos y los grandes y recios las rompen y se van. Y así es que las leyes en los pobres y flacos se ejecutan y por los grandes y poderosos comúnmente son quebrantadas.8

La muerte es irreversible. Y solamente la tortura es peor que la condena a muerte. Pero toda condena a muerte conlleva la tortura de la espera. Una y otra cosa a veces no huelen más que a venganza, al deseo de obtener reos, cabezas de turco, y a perversidad. Y “¿Qué interés, ni qué enseñanza, ni qué ejemplo ofrecen esas muestras de la perversidad humana?”.9 Y la perversidad se centuplica cuando hay dudas sobre la culpabilidad. Sit tibi terra levis.

 

Notas

  1. Benito Pérez Galdós, Montes de Oca, cap. XXIX.
  2. Francisco de Quevedo y Villegas, La vida del buscón llamado don Pablos, cap. VII.
  3. Para más información véase Vicente Adelantado Soriano “La pena de muerte como espectáculo de masas en la Valencia del Quinientos”, en Estudios sobre teatro medieval, Universitat de València, 2008, pp. 15-24.
  4. George Borrow, La Biblia en España, traducción Elena García Ortiz. Ediciones B. Barcelona, 2008, pp. 169-171.
  5. Benito Pérez Galdós, El terror de 1824, cap. XXV.
  6. B. Pérez Galdós, El terror de 1824, cap. II.
  7. B. Pérez Galdós, El terror de 1824, cap. V.
  8. Erasmo de Rotterdam, Apotegmas de sabiduría antigua, edición de Miguel Morey, Barcelona, 1998, p. 175.
  9. B. Pérez Galdós, El terror de 1824, cap. V.