Artículos y reportajes
Tomás González
El jardín de Tomás

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Portada en la revista Arcadia, con entradilla comprometedora: una de las novelas más hermosas de la literatura colombiana. Idéntico trato en Gaceta, suplemento de El País, de Cali. Extensos reportajes en Elmalpensante, El Tiempo, El Espectador y los dos medios impresos al principio aludidos. Capítulos dados a conocer en primicia por el antes diario de los Cano, hoy de los Santodomingo. Elogiosas reseñas de William Ospina, Juan David Correa, Luis Fernando Afanador, Patricia Lara y Carolina Sanín, publicadas con pocos días de distancia. En resumen, la prensa cultural colombiana quedó estupefacta frente a La luz difícil, el más reciente libro de Tomás González. Una nutrida lluvia de adjetivos ha merecido la novela hasta el punto de equipararla —ya se sabe que la peor crítica es la comparación— con Cien años de soledad o La nieve del almirante. Ante esa avalancha de zalemas leí el texto con prevención. Y, una vez concluida la visita a la finquita de La Mesa, guiado por la paciente Montblanc de David, afamado pintor antioqueño recluso en un paraíso construido a un paso del precipicio, le doy en parte la razón al coro pero anotando que la espuma del entusiasmo se explica de manera sencilla: los turiferarios no conocen la obra de Tomás González. La han leído superficialmente, a lo sumo. La luz difícil es una muestra de virtuosismo capaz de explorar los recodos de la relación del hombre con la muerte. Sin embargo, y este es el soporte de mi afirmación, esa limpieza idiomática sumada a una mirada sensible está presente en todas sus novelas. El drama de la lenta caída en la nada no es menos potente en Primero estaba el mar (1983) o Los caballitos del diablo (2003), sólo para mencionar las narraciones protagonizadas por los hermanos de David.

“La luz difícil”, de Tomás González
La luz difícil
Tomás González
2011
Alfaguara
132 páginas
Novela

Su fascinación por el instante supremo en el cual las cosas pierden su nombre y son borradas como si nunca hubiesen sido, Tomás González la glosa en un fragmento de la historia en comento: me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y comienza a ser otra vez inhumano y nuevo. En Primero estaba el mar, de camino al caserío cercano a la finca comprada en el golfo de Urabá, J. pasa por un pequeño cementerio. A renglón seguido, el narrador omnisciente apunta: La manera alegre como la vegetación trepaba sobre las cruces y lápidas y se metía entre las grietas del cemento, la visión de los cangrejos asomándose desde los túneles cavados entre las tumbas… le dieron a J. la impresión del triunfo permanente de la vida sobre la muerte. Al final J. entiende dicha comunión al saberse parte de un proceso por completo ajeno a su voluntad. No en vano el mar fue y será un símil afortunado de la muerte. Por su parte, en Los caballitos del diablo la correspondencia queda patente a modo de carrera de relevos. El asesinato del hermano mayor no disminuye la exuberancia de la naturaleza, fértil gracias precisamente a la descomposición. En una prosa contenida, de palabras trabajadas con la paciencia del jardinero, refulgen frases inmersas en el espíritu del haikú: El hermano mayor se terminó de podrir en su bóveda de un pueblo del Valle del Cauca y los guayabos dieron varias cosechas que los pájaros hicieron desaparecer como entre parpadeos. Esa tensión resultante de la velocidad de las formas, todas transitorias, encuentra cauce en la aceptación contemplativa de un poema de Manglares: qué hacer con estas formas / que no se cansan de pasar de lo terrible / a lo muy bello, de lo horripilante a lo sereno. Hela ahí: la clave de la tensa hermosura de su escritura.

La progresiva pérdida de visión de David, asumida con la natural tranquilidad frente a lo inevitable, me trajo a la memoria una frase de Jorge Luis Borges: la ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Con las últimas luces de sus ojos, David escribe en grandes letras. Consciente del efecto acrisolador de los recuerdos, relata las reacciones familiares ante la decisión de Jacobo, el hijo mayor de su unión con Sara, de ponerle punto final al intenso dolor producto de un accidente automovilístico. La presentación de esos hechos viene acompañada de la cotidianidad de David en la finquita de La Mesa en compañía de Ángela, la dama de llaves. Desde su primera irrupción en la novelística de Tomás González —en Los caballitos del diablo el hermano menor de J. y del innominado protagonista se llama igual y es aficionado a la pintura— David ha madurado en grado equivalente a la poética narrativa de su autor. Luego de la discreta aparición de Abraham entre bandidos (2010), La luz difícil confirma el pálpito sembrado en Primero estaba el mar: Tomás González es un excelente novelista y lo mejor de su trabajo, me gusta pensar así, está a la vuelta de la esquina.