Letras
Parecía un blues

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La estructura publicitaria resultaba tenebrosa sin cartel, un sepulcro de corredor oxidado por el viento de noches como la que era. Aparqué y permanecí dentro del coche, mirando la ciudad, seis millones de sueños callados entre innumerables puntos de luz.

No sabía qué hacer, no quería volver a casa. Por el momento, aquel polígono abandonado parecía un buen lugar. Podía llorar si me venía en gana sin miedo ni vergüenza, alejado de la urbana incertidumbre, mientras se escapaban algunos copos de nieve.

Pensé en el puente colgante de la bahía, yendo y viniendo como el reloj de un mago; antes no era tan importante, sólo una máquina que nos trasladaba de un lado a otro de la ciudad. Y pensé en el hecho de no haberlo pisado desde entonces, en las veces que había estado frente a él, sentado en un banco viendo pasar la gente de un lado a otro, la plataforma cargando los coches, los conductores con las manos al volante y el motor apagado, las ventanillas bajadas, cuatro minutos para fumar un cigarro mirando el agua a través del suelo, dibujo en hierro de miles de rombos.

A Miriam le fascinaba, sus ojos y sus manos se llenaban de vértigo al observar que flotábamos sobre el agua. Y a Marta y a mí nos fascinaba que ella fuera feliz cada mañana con todo aquello, que se olvidara de la ansiedad que le provocaba el colegio y riera como si le estuviéramos regalando... regalando qué, quién sabe.

El suelo se estaba cubriendo de blanco. Encendí un cigarrillo que no me apetecía fumar, tan solo para ocultar tras algún acto, para despistar con algún ruido, el repentino pensamiento de no recordar qué le emocionaba a mi hija. Me pregunté, sabiendo que no sabría contestar, qué deseaba Miriam, qué soñaba Miriam, qué la emocionaba aparte de cruzar el río colgada de un puente. No recordaba si mi hija seguía creyendo en los reyes magos o si le quedaban dientes de leche. Pensé en las veces que había pasado a su cuarto repleto de juguetes y no había sido capaz de recordar cuál fue el regalo de su último cumpleaños. Y también intenté recordar la última palabra que le dirigí, qué fue lo que le dije.

 

A las afueras de la ciudad no se escuchaban los graznidos de las gaviotas, sólo los aviones llegando al aeropuerto, y el viento haciendo temblar los cristales del coche.

El ruido de las gaviotas a las seis de la mañana podía acabar con los nervios de cualquiera. Nunca me gustaron, no tienen cuello, son como una patata blanca alargada con ojos negrísimos, una lombriz gorda con pico, siempre me parecieron un ave de mal augurio. Marta se burlaba diciendo que había que ser un desalmado para odiar a las gaviotas, que era síntoma de sociópata, y reía (rió), qué sería lo siguiente, ¿destripar niños con piruleta?, ¿abandonar al perro en vacaciones?, decía (dijo), mantén en secreto tu odio por las gaviotas, acabarás encerrado en régimen especial, y después preguntaba (preguntó) con ironía, ¿Gandhi era un activista político o un pasivista político?”. Y yo decía (dije), no lo sé, depende de qué pensara de las gaviotas.

Recordaba aquella conversación como si la hubiéramos mantenido centenares de veces, como si cada vez que yo maldecía sobre los pájaros de mal augurio Marta hubiera dicho aquellas palabras; pero solo ocurrió una vez, un momento que estaba dentro de mí, desplazándose cual grito de una pared a otra del gran cañón. Malditas lombrices con pico... Uhhh... despierta el atracador de huchas, asesino de cerditos de cerámica..., tenía (tuvo) gracia.

Uno recuerda a los seres queridos de esa manera, brochazos que toman forma desde lejos; al menos, así lo hago yo. Doy un paso hacia atrás, otro paso, y otro, hasta que nada sucede a mi espalda.

Aquella noche eso era todo lo que quería hacer, mirar la ciudad de lejos y pensar en los seres queridos, los breves momentos que mi memoria había retenido, pasar hojas de un testamento lleno de borrones. Sufría por no haber compartido con Marta cuanto estaba en mí. Aquella noche que nevaba, sufría por aquello y por todo. Sufría porque deseaba cosas imposibles.

 

Y volví a pensar lo extraño que era morir a las siete de la tarde, de entre todos los difuntos familiares o públicos no recordaba a ninguno que lo hubiera hecho a esa hora. La muerte llegaba por la mañana o en la noche, y la tarde era un picnic o una ventana. Sólo mi mujer y mi hija habían muerto a las siete de la tarde, tendrían un crepúsculo intacto para ellas solas.

Un avión apareció por debajo de la luna, lo seguí con la mirada. Unos años antes no me hubiera importado el viento helado ni la nieve comenzando a cuajar sobre la tierra, hubiera salido del coche y pasado el rato lanzando piedras contra los hierros del viejo cartel publicitario, escuchando los golpes en la quietud de la noche, compitiendo por un trofeo imaginario. Ya no era así. Pulsé el botón del dial y busqué alguna emisora con buena música, una sola canción que me gustara antes de regresar a casa. Era tarde, las ondas se llenaban de pirados y de actores amateur. Había pasado la franja de las historias de terror, era el turno de los anuncios de cajas de seguridad, de adelgazantes, nombres de gente en busca y captura. A las afueras de la ciudad se cogían tantas emisoras que las señales se mezclaban. Di con un par de cadenas musicales, pero no ponían lo que buscaba; continué con paciencia, arriba y abajo, como un alucinado a la búsqueda de señales extraterrestres. Solo deseaba escuchar un buen tema antes de ir a casa. Y al fin di con él.

El cantante susurraba por encima del piano, tenía una voz ambigua de contralto, suave y profunda. Martilleaba el teclado en cuarta y quinta octavas, acompañado discretamente por la batería y por una trompeta que adquiría protagonismo en el estribillo. Era una buena canción, nunca antes la había escuchado. Subí el volumen, la música estaba consiguiendo lo que no había logrado en todo el día, que mi mente quedara casi en blanco; pero entonces distinguí la figura de un hombre a pocos metros, que se acercaba, destruyendo el único momento satisfactorio del día. El tipo daba tumbos no demasiado bruscos, borracho como una cuba. Cómo demonios habría llegado hasta allí, me pregunté. Pasó junto a la ventanilla del copiloto, lanzándome una mirada breve y torpe sin interés. Se detuvo junto a la rueda trasera, se desabrochó el pantalón y se puso a mear, como un perro. Yo solo quería escuchar una canción antes de volver a casa y tener que cruzar el túnel donde mi hija y mi mujer habían muerto, y en cambio...

Abrí la puerta, salí y me eché encima de él, del hombre que estaba meando sobre mi coche; le di un puñetazo, sin mediar palabra, cayó al suelo y le pateé con tanta fuerza como fui capaz, en el estómago, las piernas y la cara, y lancé más puñetazos.

Por un momento, tuve la sensación de estar dentro del coche, viendo a través del cristal cómo pegaba a un tipo que no conocía de nada, mientras escuchaba aquella canción con piano y trompeta que parecía un blues, y sin dejar de pensar en las cosas y los seres perdidos.