Letras
El recital en el manicomio

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No sabíamos que la colisión y nuestros huesos en el umbral
romperían el maleficio (...)

Luis Enrique Belmonte

Nos invitaron a leer poemas en la plaza central de un manicomio en la periferia de la gran ciudad. El director del hospital psiquiátrico era un gran entusiasta de la poesía y amigo de un grupo de poetas que hacían vida literaria en el centro de la ciudad: Ismael Anzola, Ximena Echeverri, Lucas Valenzuela, Alejo Pérez Blanco... entre otros.

Los poetas aceptaron, no sin cierta aprensión acerca del recinto donde se leería. La cita era para la mañana de un jueves.

En la mañana de ese jueves nos bajamos de un taxi volkswagen Escarabajo, los cuatro poetas. Reíamos de las condiciones del vehículo: tapicería de piel de tigre, el panel de controles revestido con una tela de peluche, en el retrovisor unos dados fluorescentes, grandes, y ante la humildad del carromato, un equipo de DVD incorporado en el sector centro inferior del tablero del taxi, con una pantalla que reprodujo, durante todo el viaje, una película pornográfica, interracial, dos afroamericanos pinchaban incansablemente a una asiática de pocos senos y grandes alaridos, y todo ello en un ostentoso sonido estereofónico de seis amplificadores. El taxista llevaba la indumentaria de un bailarín de los años setenta, serio, callado, e indudablemente disfrutando que los poetas viéramos (y sobre todo escucháramos) la porno.

—Señor, ¿cuánto le debemos por el viajecito? —pregunté.

—Son diez tablitas, nada más, tigre... diez tablitas que no enriquecen ni empobrecen a nadie.

Tigre. Nunca me habían tratado de tigre. Además, no hubiera discutido esa tarifa. El manicomio quedaba a las afueras.

—¡Poetas! —gritó el director del hospital desde la ventana de su despacho, en un quinto piso. El viento le movía la bata blanca y la cabellera más larga de cómo la llevaría otro tipo de médico—. ¡Poetas! ¡Subid por el lecho de flores, poetas! ¡He dejado un sendero que guíe a la poesía! —gritaba el director del psiquiátrico, en clave histriónica, como declamando una invitación a ingresar a su manicomio.

Al encontrarnos, en el lobby de su despacho, quinto piso, no dejé de notar la decoración: alfombra alta, muy tupida, de color naranja con bordes marrones (años setenta, finales), muebles verde manzana —tapicería original— con marrón oscuro dibujando rombos entrelazados; un calendario oficial, que dejaba en evidencia la labor del gobierno dentro del hospital, un afiche viejo y deteriorado de Charlie Chaplin asomado por una pared con el chico (Jackie Coogan), de la película The Kid; otro afiche de esos terroríficos, que aparecen rostros de niños en la mitad de la flor de un girasol, o de una margarita. Y, en el umbral del despacho, nuestro amigo, el psiquiatra, amigo de los poetas, entusiasta de la poesía, con los brazos abiertos, el rostro absolutamente marcado por una larga, amplia y prieta sonrisa, sus pequeños anteojillos resbalando lentamente por la nariz, el rostro levemente ladeado mientras nos miraba un poco desorbitado, extremadamente expectante, anfitrión, emocionado, conmovido:

—¡Poetas! Mis poetas queridos... “poetas... torres de Dios”... qué encantadora jornada la que nos espera hoy. ¡Leer poesía, declamarla a plena voz en el centro de este gran recinto! ¡Hogar accidental de uno que otro como nosotros! —miré a Ximena, que era nuestro centro de juicio, y, con la cabeza gacha, miraba el piso, disimulando la risa que le ocasionaba esta escena global. Giré la cabeza y Lucas estaba vibrando, estremecido con las palabras de bienvenida del psiquiatra, reivindicado como poeta, alzaba el puño como dirigido por las entonaciones de la marcha y pompa en el discurso de nuestro anfitrión; Ismael estaba tomando agua de uno de esos filtros que dispensan pequeños conitos de cartón, que en el segundo trago están vencidos por el agua y se deshacen entre las manos como si éstas fueran las garras de un oso triturando un salmón.

—¡Psssssst! —silbo a Ismael para que me trajera un conito con agua, mientras el médico psiquiatra nos indicaba cómo y dónde haríamos el recital.

—¡Poetas! Leeremos aquí —estábamos en el patio central del manicomio. Una fuente en pleno funcionamiento era como el omphalos del lugar, una yerba y una jardinería muy cuidada daba el espacio para las sillas de los oyentes (enfermeros, personal administrativo, guardias y camilleros), la mesa donde nos sentaríamos los poetas, como si fuéramos a dar una rueda de prensa sobre la utilidad de la lectura en pacientes psiquiátricos, soportaba varios botellines de agua mineral, una mitad con gas, la otra natural, unos vasos de plástico y una resma de hojas de media carta, contenían —fotocopiadas— las invitaciones para el recital: “El Hospital Psiquiátrico ‘Batalla de la Independencia’ y su personal administrativo, tiene el gusto de invitarle al recital de poesía ‘Poesía para tod@s’ que tendrá lugar en la plaza central de nuestra institución el próximo jueves 10 de octubre, a las 11 de la mañana. ¡Asiste!”. El dibujo que colocaron en la mitad de la invitación, era un hombre amarrado por una camisa de fuerza pero con un gorrito al estilo de la época medieval, coronado con una larga pluma. Me parecía un poco ofensivo, en ambas direcciones, claro.

Mientras nos sentábamos empezaba a llegar la gente, se notaba que acompañan a los funcionarios del hospital sus esposas e hijos, e incluso algún otro familiar, como un primo o una cuñada. Se acomodaban en sus sillas de plástico, vestidas con una tela blanca al estilo bodas, bautizos, primera comunión, quince años.

La poeta Ximena arregla las hojas donde estaban sus textos, el poeta Ismael encendía un cigarro, camuflado por la fuente, vamos, escondido, pero yo lo veía claramente; el poeta Lucas reconoció a alguien del público y entabló una conversación de esas que te ponen al tanto de los últimos veinticinco años de la vida del último lugar de tu infancia donde viviste: todos murieron y donde estaba el caserío, el río, los árboles de guayaba y la pradera —en la que tocaste por primera vez unos senos de mujer—, ahora pasaba una autopista interestatal. Bien, mis compañeros juglares estaban en lo suyo, yo apenas dudaba si leería un poema nuevo o uno inédito, y mientras cavilaba al respecto sacudí la cabeza hacia arriba, arrugando un poco los ojos ante la luminosidad del sol, y me di cuenta, impresionado, que toda la estructura interna de ocho pisos que nos daba cobijo eran las habitaciones de los pacientes psiquiátricos, quienes tenían un palco privilegiado para el recital, pues sólo bastaba con que se asomaran a la pequeña ventana que cada uno tenía (arrimando un banco, un taburete o una pequeña caja, o cualquier cosa que los elevara treinta centímetros) con vista al patio central, a la fuente, y seríamos el foco de atención en aquella media mañana que apenas comenzaba. Ya había un buen montón de pacientes asomados, les notaba ansiosos, se acercaban y alejaban de la ventana, sujetados a la reja de metal del marco de la tragaluz, una y otra vez, un poco inquietos de que, fuese lo que fuese aquello —nuestro acto—, no iniciara aún.

El director del hospital se me acercó por la espalda, con dos tímidos toques en el hombro llamó mi atención, era más alto que yo, pero se encorvaba de tal manera que se situaba a mi altura; con sus manos agarradas, formando un puño de veinte dedos prietos me dice:

—Poeta, le tengo una grata sorpresa debajo de la mesa. Venga conmigo, agáchese.

Agachado, bajo y paso la cabeza por el pliegue del mantel de la mesa, veo tres botellas de whisky término medio, de esos que adornarían la mesa de un oficinista, pero estropearían la mesa del gerente; de esos whiskys que engañan a un bebedor de tequila o grappa, pero no a uno de ron. Esa es la complicación del whisky: muchas claves sociales se esconden en su consumo, desde el ya clásico nuevorriquismo hasta la vetusta y aburrida burguesía vieja de las pequeñas ciudades. Pero qué va, estábamos en un manicomio, y esas claves aquí, se desintegraban..., esas claves y casi todas.

Eran tres botellas de un whisky nueve años que a mí en particular me gusta, el J&B: siempre que se sirve, pareciera que está muy suavizado con agua, su color es poco ambarino, más transparentado; a lo largo de la botella de este J&B tienes la idea de que te estás cuidando la bebida, cuando la verdad es que uno tras otro vienen tan cargados como los aviones Mitsubishi A6M3 “Zero” antes de dar con un USS acorazado... un kamikaze de un blended digno y económico.

Dice el psiquiatra, con complicidad y sí, con sabiduría también:

—Poeta, para que carburen como deben carburar, lo único es que deben servirse discretamente bajo la mesa. El personal no debe notarlo, y menos que menos —y echa un vistazo hacia arriba, haciendo una mirada periscópica de 360 grados, para luego ratificar señalando con los dedos— nuestros huéspedes. Sería una descortesía —y, dando medio giro, empieza a aplaudir declamando en voz muy alta trozos de poemas de memoria:

“Antes que llamara y la carne me abriese,
que mis líquidas manos golpearan en el vientre,
yo, que era entonces informe como el agua
que formaba el Jordán junto a mi casa
era hermano de la hija de Mnetha
y hermana del gusano que gestaba la vida...”.

Riendo a carcajadas, proseguía —dándonos una señal de nerviosismo y ansiedad— aplaudiendo y declamando de memoria:

“Si las puertas de la percepción se depurasen,
todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito.
Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver
todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”.

—¡Infinitos poetas! ¡Somos infinitos poetas! ¡Ajá! ¿¡¿Quién comienza, poetas?!? —gritaba, y volvía a cantar versos de memoria: “¡Los profetas describen lo que vieron en visiones... con sus órganos imaginativos e inmortales!”.

Y tras esos versos, súbitamente, los pacientes empezaban a gritar arriba, en sus celdas-habitaciones... aullaban y golpeaban las rejas de sus pequeñas ventanas, haciendo un ruido estruendoso, como si hubiera entrado una gran rata a una jaula con cientos de cacatúas y guacamayas. Gritaban:

—¡Dale poeta, dale un coñazo con tus versos de poeta! ¡Dale no joda otro poema! ¡Coño de tu madre poeta, empieza ya a leer tus poemas!

Y otros locos de la parte frontal le respondían a los anteriores:

—¡Poeta, la madre que te parió! ¡Aaaaauuu! —como un lobo, aullaban y chillaban como lobos y perros.

El médico aplaudía embebido y calentado por su propia risa, brincaba, subía los puños como un boxeador victorioso, al final de la pelea.

—¡Ja! Ahora sí, ahora sí, ahora sí... a leer poesía, poetas. ¡Tú! —me señaló—, comienza con algo tuyo —y los locos arriba aullaban y daban alaridos aupando a que me parara y leyera en un atril improvisado.

Comencé a leer algo mío, inédito, no me daba la voz, no se entendía nada, de seguro. No le podía dar la entonación que me gusta, no lograba la tensión dramática que justamente ese texto requería. Al final opté por recortar el poema y sentarme como si lo hubiera leído completo.

—¡No, no, no, no y no!... ¡así no! —me increpó duramente el director del hospital—. Así no —y se halaba suavemente la carnosidad de su puntiaguda quijada—. Así —dijo:

“¡Huid! Parecen exclamar las nubes
a los múltiples ecos de su temor.
¡Huid! ¡Huid! ¡Sugieren los latidos de los deshabitados!...”.

—¿Ah? ¿Ah? ¿Qué tal, pardillo?

Debo decir que, un poco humillado, me agaché debajo de la mesa para beber un trago de whisky y soportar la humillación de todo el manicomio que me pitaba, para luego dar vítores y graznidos de aprobación al médico del psiquiátrico.

La poeta Ximena, solidaria con mi estrellada, pues tuvo el valor de leer después de mí, ante un público ciertamente difícil, se levantó de su mesa y cogió los pliegos de los poemas seleccionados que leería, pero inteligentemente los volvió a dejar en su exacto lugar, aclaró su garganta, quitó el improvisado atril del medio, para darse ella misma como un auditorio íntimo y propio, y con un gesto de suma autoridad poética, empezó a recitar de memoria:

“En la celda, en lo sólido, también
se acurrucan los rincones.
Arreglo los desnudos que se ajan,
se doblan, se harapan.
Apéome del caballo jadeante, bufando
líneas de bofetadas y de horizontes;
espumoso pie contra tres cascos.
Y le ayudo: ¡Anda, animal!
Se tomaría menos, siempre menos, de lo
que me tocase erogar,
en la celda, en lo líquido.
El compañero de prisión comía el trigo
de las lomas, con mi propia cuchara,
cuando, a la mesa de mis padres, niño,
me quedaba dormido masticando.
Le soplo al otro:
Vuelve, sal por la otra esquina;
¡apura... aprisa... apronta!”.

Al término de su intervención rítmica, con autóritas poética, Ximena se sentó, y los internos gritaban, aullaban de felicidad. Tal vez percibieron que ese poema no era otra cosa que un guiño para ellos, para su inexplicable encierro, para que jugaran a una posible libertad mientras durmieran. Para que se sintieran más animales libres que presos hombres.

El director del hospital, pletórico, brincaba sobre una silla, daba vítores a la poeta. Noté que cuando saltaba, se le veían los zapatos y no tenía medias en los pies, ni cinturón. La bata, en teoría blanca, tenía un color marfil, y en los bolsillos tenía varios lapiceros, una revista o algo parecido enrollado como un papiro, un plátano, una lupa, el carnet que decía que era el director, con su foto: mucho más joven, con otro aspecto menos, por decir algo, demente.

Pasaron a leer los demás poetas, ya avisados de cómo debería ser el proceso de lectura, de declamación. Lucas leyó textos pequeños, Ismael algo de memoria, fumaba ahora sin pudor, al frente del atril improvisado. Todos parecían haber conseguido bravura, coraje, en la fuente de los espíritus, debajo de la mesa, largos y claros ambarinos tragos de J&B. Tanto que al rato me asomé para recargar mi dosis, para la siguiente declamación, y ya no había nada que exprimirle a las botellas clandestinas.

Al cabo de unas horas, todos declamábamos. Era un desenfreno de poemas. Nada era suficiente: de memoria, antiguos versos de la adolescencia, cantares improvisados, y hasta dísticos espontáneos, escritos ahí mismo. Un exceso que nos permitimos gracias a la condena festiva-dionisíaca.

Cuando empezaba a subir la intensidad de todo —uno de los poetas flotaba en la fuente, sin camisa ni zapatos, escupiendo agua hacia arriba, como si él mismo fuera un surtidor de agua—, los locos empezaron a mandarnos a callar, nos arrojaban lencería incendiada, papeles prendidos en fuego, trozos de cerámica, pedazos de madera: “¡Cállense-váyanse poetas-largo de aquí-dejen dormir..!”. Otro gritó desgarradamente: “¡Ni siquiera son buenos poetas! ¡No joda! ¡A la mismísima mierda!”.

Salimos corriendo de la zona de la fuente, donde nos exponíamos como objetivos de la artillería de los locos.

Borrachos, subimos a un taxi. En la entrada principal se despedía con la mano nuestro anfitrión; a su espalda se veía el resplandor de un fuego, como si lo dejáramos en medio de las llamas después de un bombardeo. Igualmente parecía que huíamos de su reino; un reino anclado en la frondosidad, en la lujuria de la locura.

—Hoy día está muy jodido saber quién no está loco —dijo el chofer del taxi, al vernos en ese estado y saliendo de aquel edificio. Inmutado, sin ni siquiera dirigirnos una segunda mirada, condujo dando golpecitos al volante, como a ritmo con la radio. Es que ni siquiera esperaba una respuesta nuestra.