Letras
Abstinencia emocional

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Se arrodilló frente a mí y rebuscó en su bolsillo. Yo suspiré de forma lenta y pausada, como para analizar los movimientos que estaba presenciando. Parpadeé dos o tres veces seguidas y mis ojos parecían no humedecerse. Me mordí el labio inferior y cambié el peso de mi cuerpo para el pie derecho. El tacón del pie derecho, para ser exactos. Entonces le vi la cara, abrumado, nervioso, urgente. Me di cuenta de que no quería estar allí, de pie, expectante. Que no quería ser la mujer a la que le estaban a punto de proponer algo que nunca había deseado. Ni siquiera me lo había planteado; jamás. Todo aquel tinglado romántico me parecía antinatural, obsceno, anticuado. Cavilé un segundo más, mientras él rebuscaba ahora en el otro bolsillo y los nervios hacían que su frente resplandeciera de impaciencia. Pensé en las posibilidades reales de atajar lo que se me venía encima; podía salir corriendo, o podía empujarle del hombro y que perdiera el equilibrio, haciendo que su mente se ocupase momentáneamente de otros asuntos. Nada. No serviría de nada. Me miré los pies un instante y descubrí una mancha blancuzca en la punta de mis zapatos de cuero. Pobre de mí, ya tenían su uso. “Cumplieron con la patria”, habría dicho mi padre, y yo hubiese movido la cabeza con una sonrisa burlona. Entonces me decidí. Recuperé el equilibrio en ambas piernas y me agaché para ponerme a su altura. Él me miró sorprendido pero le robé la palabra. Estas cosas más vale hacerlas a quemarropa, no sea que el arrepentimiento nos cosquillee la nuca a los pocos segundos. Así que crucé los brazos sobre mis rodillas y le hablé con franqueza, después de todo para eso había invertido mis mañanas y mis ahorros en la terapia de los jueves. Encontrar un buen psicoanalista a estas alturas es complicado. Hay mucho cuenta musa necesitado de dinero. A mi amiga Carlota, por ejemplo, después de cuatro años de terapia y habiéndose creído curada de no sé qué síntomas prenatales, le dijeron que su terapeuta no estaba siquiera licenciado, y que en realidad se había matriculado en la carrera de derecho hacía años. Que lo de la psicología le había llegado de mayor con varios cursillos online. Entonces Carlota sufrió un colapso irreversible y a la porra la terapia, la curación y la libertad. Ahora estaba en la cárcel por haber intentado atropellar a su terapeuta. El mío es un profesional. El diagnóstico fue el acertado.

Observé cómo sacaba la mitad de una cajita forrada en terciopelo de su bolsillo, y al verme allí agachada se detuvo, volviéndola a ocultar.

—No querés hacer esto, vos —mantuve la calma y la elocuencia. Tardó varios segundos, pero reaccionó cauteloso.

—¿Ah, no?

—No. Y te conozco muy bien. Mirá... Lo mejor que podemos hacer es olvidarnos de esto y seguir con lo que estábamos. O no seguir, pero de esto ni hablar. Mi psicoanalista me recomendó honestidad. Y a vos no te puedo engañar, somos amigos. O más que amigos... —arqueó las cejas—. La cuestión es que sufro de una nueva patología, todavía poco definida que viene a ser algo así como no estar preparada para asumir retos o cambios relacionados con las emociones. Una de estas enfermedades autoinmunes del siglo veintiuno, ¿sabés? Parece ser que ahora es cada vez más frecuente en mujeres jóvenes o de mediana edad. Porque antes se daba fundamentalmente en hombres. Es decir, si yo estuve acostumbrada desde siempre a salir con tipos distintos, a pasarme los fines de semana durmiendo hasta las tantas, sin ocuparme de la casa, las cosas, ni siquiera de mí misma sin remordimiento alguno... eso no puedo cambiarlo. No puedo ponerme ahora a compartir la existencia con una sola persona. No puedo negarle al resto de hombres que pasan por mi vida la posibilidad de conocernos, de salir, de estar... ¡Ojo! No es que no quiera, a mí me encantaría, vos me encantás, pero esta patología no me deja. Supongo que tiene cura o se puede superar, no sé. Hará falta tiempo y tratamiento. No es que tenga miedo de comprometerme contigo y crea que no voy a poder suplir las expectativas que depositarías en mí si nos mudamos juntos y nos casamos. No es que no sea capaz de quererte y arriesgarme a tener algo bueno, serio y positivo en la vida, nada que ver. Es sólo que no es el momento, no sé, no tengo ganas. No hablo yo, habla mi síndrome ahora. Siento que todavía hay cosas por llegar y que no me apetece cambiar. Pero tranquilo, que estoy medicada y seguro que esto se pasa en un par de años. Bueno, al menos eso espero, ¿me estoy explicando..? ¿Entendés por lo que estoy pasando? —los dos todavía en cuclillas nos miramos. Entonces, se puso de pie y yo le seguí el gesto con movimientos pausados. Sonrió cansado, y posó una mano en mi hombro, preocupado.

—¡Vos!... ¿Hablas de inmadurez, miedo al compromiso y frivolidad..?

—¡Increíble, lo sabés! Son los mismos síntomas... Hacételo mirar, ¿eh?