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Truco

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I

Todo pasó demasiado rápido. La puerta que se abrió, saltando la cerradura por la patada; los milicos que entraron corriendo y sin dejar de gritar nos rodearon. A nadie le dio por decir ni mu, todos sentados alrededor de la mesa con los brazos en alto como si fuera un asalto. Pero era una redada y el único nabo que abrió la boca fui yo, porque estaba cebando mate y del sobresalto me volqué un chorro de agua caliente en la mano: solté el mate y una puteada que sonó más fuerte que los gritos de los milicos. Y justo al lado mío estaba el más joven y nervioso de todos. El culatazo del FAL suspendió todo, quedó la nada.

Un instante, unas horas después —la muerte debe ser eso, un instante sin orillas— me desperté con la cara ardiendo. El bigote Fernández había estado cacheteándome con ganas, según me dijeron me repetía “despertate, gordo pelotudo” casi con lágrimas. Por supuesto que siempre lo negó.

—¿Despertaste, gordo?

—No, Bigote, todavía sigo durmiendo. ¿Anotaste la chapa? —la cabeza me aullaba de dolor, pero para adentro. Tenía un chichón tan grande que para tocarlo tenía que extender el brazo.

—Sólo a vos se te ocurre gritar “la puta que los parió” cuando entran veinte milicos armados a guerra.

—Dije “que lo parió”, en singular —me defendí—, no les gritaba a ellos, me quemé la mano y grité por eso.

—Andá a enseñarle gramática al pendejo que te partió la cabeza.

Recién ahí me miré la mano, no notaba la quemadura, pero estaba toda ampollada. También me di cuenta de que no estábamos en celdas, parecían barracones, y había mucha gente ahí. Dos milicos con fusiles mirando desde la puerta del barracón hacían guardia firmes pero con evidente aburrimiento en las caras.

Vino otro detenido, que no conocía, no era del sindicato nuestro. Pero al mirar era evidente que había gente de todos lados. Como si nos fueran a coleccionar.

—Estamos en el FUSNA. Parece que violamos las medidas —me dijo, como quien dice parece que para el clásico Espárrago no juega.

—Parece que nos violamos a la hija del jefe de la armada, a las medidas no creo que las defiendan tanto.

—Pacheco quiere dejar un mensaje claro: no va a permitir reuniones.

—¡No jodas! ¿En serio?

El tipo ya me estaba pudriendo. Demasiado verso. De pronto soltó, pero raro, como si siguiera un libreto:

—¿Yo a vos no te conozco del Partido?

Se me prendió una luz de alarma. Confirmado, mucha conversa para estar en cana.

—Sí. Del partido Aguada y Goes, yo era el que te rompió la cara por preguntar mucho, ¿te acordás?

Nos separaron entre ocho. En eso un sargento (después tuve tiempo de saberme las insignias) gritó mi nombre y como si hubiera estado ensayado nos soltamos todos. Los milicos de guardia, que ya habían empezado a apostar, chocaron los talones en un solo clap, seco, que limpió las paredes.

Me levantaron dos del piso y me dejé llevar a una oficina cerrada, monacal, amoblada sólo por una mesa y dos sillas. Una la ocupaba un ropero con forma de hombre, con la mayor cantidad de pecas en una cara que vi en mi vida, tantas que ni siquiera tenía sentido contarlas. La otra silla, de espaldas a la puerta, me estaba destinada, según el gesto del ropero pecoso.

Ni bien me senté, el tipo preguntó:

—¿Nombre?

Me pareció pelotuda la pregunta, más considerando el arresto y que me llamaran por el apellido.

De todas maneras el sentido común me decía que respondiera bien. Lástima que nunca tuve sentido común.

—Fuenteovejuna, señor.

El tipo, contra lo que yo esperaba, sonrió, sacó del bolsillo de la camisa un paquete de Camel y me convidó.

—Sosa, ni Lope de Vega lo salva de esta.

Se le notaba el acento yanqui, era grandote, rubio y cortado con media americana; pero lo que terminó de confirmar el cuadro fueron los cigarrillos. Acepté, claro, y cuando prendió el mío y uno para él me inspeccionó con ojos azules y fríos. Sentí un estremecimiento en la nuca.

Abrió una carpeta con papeles escritos en inglés, de la que sacó un legajo con una foto mía. Creo que lo hizo más para demostrarme que parte de mi historia estaba en su poder que para sacar datos.

—¿Cuánto hace que está afiliado al PCU, Sosa?

—¿Para qué me lo pregunta? Tiene todo anotado ahí.

—No todo. No sabemos quién es su contacto en la embajada soviética.

—Ningún contacto. No conozco a nadie de la embajada. Sólo voy a levantar la Sputnik y revistas de ajedrez.

Lo peor es que era verdad, iba sólo porque conseguía revistas gratis... y algún libro de Marx, pero nada más.

El yanqui sonrió. No creo que fuera gran jugador de póker, porque tenía todas las cartas y lo demostraba. Yo no juego póker, pero soy bastante bueno en el truco, que es mucho más difícil.

—Sosa, usted tiene familia. Una linda familia.

Hijo de mil putas, gringo de mierda. La familia no se toca. Pero no me iba a torcer; toda la furia, todo el dolor se convirtió en mi cara en una sonrisa.

—¿Te animás a amenazar a mi familia? ¿Sabés quién soy y te animás a meterte con mi mujer y mi hijo? ¿Cuál te creés que fue mi única condición a los rusos? La familia no se toca. ¿O la tuya sí?

Estaba payando, claro. Tiré una falta envido con veinte, no tenía nada, pero él creía que sí. Por eso, para que saltaran mis cartas sacó el smith and wesson de la sobaquera y me lo calzó arriba de los ojos. Justo al lado del chichón. Amartilló. Casi me cago. No sentí más el dolor del golpe ni la quemadura en la mano.

Entonces reí, con ganas, de verdad, como si me hiciera gracia tener el caño horadando mi frente, prometiendo una bala que se moría de ganas de salir. Como si el yanqui no estuviera pensando que en el peor de los casos era un comunista menos y tendría que llenar algunos papeles más. Como si no estuviera pensando en su familia.

Pero lo que el personal file del gringo no decía era que siempre que me entraba miedo o nerviosismo me daba por reír. En los velorios ni te digo, era el más puteado.

El tipo dudó, la presión del caño se aflojó. Se notaba clarito que él tampoco tenía cartas. Me había subido la apuesta con un par de nueves y se pensó que por lo menos tenía full.

—¿Vas a tirar o no? Pensalo.

Falta envido y truco.

Finalmente el gringo sacó el arma de mi cara, la guardó en la sobaquera, me miró un segundo, y mientras seguramente pensaba sonofabich, me dijo:

—El contacto en la embajada y te suelto.

—No hay negocio. Tarde o temprano me van a soltar. Ahora vos sabés quién soy yo. Ya está. Mientras dejen quieta a mi familia, yo no me meto. ¿No basta?

—Veremos.

Hizo una seña a mi espalda y apareció de la nada un milico grandote. Todo el tiempo lo tuve a mi espalda. Menos mal que no me miró las cartas...

 

II

Dos semanas después estábamos en un hotel. El Hotel Clarín, como decían los milicos de acá, en medio del cuartel de Treinta y Tres. Para lo que podía ser, estábamos de fiesta. Al otro día íbamos a recibir las primeras visitas. Supe que Olga, mi esposa, había dado vuelta cielo y tierra para sacarme. Junto a la mujer del Bigote eran terribles. No lo podía creer cuando me enteré que fueron a la embajada rusa...

Esa tarde había truco de cuatro. El Bigote y yo contra el sargento y el cabo. Lo lindo era, como cada vez que juega una pareja de Montevideo contra otra del interior, que cada pareja no conocía las señas de la pareja rival, entonces se podía jugar a cara limpia y no había que andar disimulando tanto las muecas. Claro que el Bigote a veces exageraba y parecía que se hubiera agarrado parálisis facial.

Mientras barajaba el sargento, que estaba sentado a mi izquierda, me dijo:

—Che, gordo, mirá que mañana hay requisa, después de la visita.

—Gracias por el dato. ¿Te doy la radio?

—Mejor.

El Bigote entornó los ojos. La mano venía para él y apretó las cartas.

—Allá por el Olimar venía navegando un piojo, con flor de tajo en el ojo y guitarra pa’ cantar.

El sargento no se quedó atrás, pero ni el cabo ni yo cantábamos. Eso sí, yo tenía el perico.

—A estos me los mandaron a cantar del Olimar, vinieron a guitarrear: ¡flor de chasco se llevaron!

Toda nuestra, pensé, el Bigote tenía el dos y la perica. Treinta y siete. Había que ver la liga.

—Con flor envido.

—Contra flor al resto.

Era partido. Yo ni idea de la liga.

—Quiero, cuarenta y tres —el Bigote casi se pone a juntar los porotos, tenía el dos, la perica y un seis. Ganábamos seguro.

—Cuarenta y cuatro —dijo el sargento y puso arriba de la mesa el cuatro, el cinco y un siete—. No siempre miente un milico cuartelero.

 

III

Pasé esa noche mal. Soñé que en la fila de los familiares veía a Olga y al enano, que se soltaba de la madre y corría hacia mí. En mitad del patio mi hijo caía acribillado por la metralla del guardia de la torre, que era el yanqui del FUSNA.

Me desperté con un grito mudo, tardé en reconocerme en la barraca y convencerme de que era sólo una pesadilla.

Al otro día, pese a que sabía que estaba despierto, me costó asumirlo, porque todo era igual a mi sueño. La fila, los familiares, hasta el vestido de mi esposa. Casi me muero cuando veo que Marcelo se separa de su madre y corre hacia mí. Miré enseguida a la torre, pero el guardia fumaba tranquilo, sin levantar su fusil. Marcelo llegó de su carrera y se me tiró en los brazos. Creo que nunca, ni antes ni después, abracé tan fuerte a mi hijo. Volví a agradecer, después de mucho, al Dios de mi infancia.

Eso sí, nunca más jugué al truco.