Entrevistas
Seamus Heaney
El doble regreso al mito y la infancia

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Seamus Heaney. Fotografía: Geray Sweeney
La infancia es la hora del mito. Todo ocurre ahí, todo se sabe de antemano.

I

—Usted tiene buen número de poemas de infancia, en los cuales conviven las voces de la naturaleza, las voces de la guerra, las voces familiares. ¿Podría contarnos cómo surgieron en su vida y en su escritura y cómo se las ha ingeniado para otorgarle a cada una de ellas un lugar a la vez individual y colectivo?

SH: No estoy muy seguro de cómo responder a esto. La primera voz de capital importancia que cambió el mundo, que cambió la vida para mí, fue la voz del poema, la aparición de la posibilidad de escribir un poema. Creo que todo escritor, cada poeta en particular, cuando siente que el poema le sucedió, se siente exultante, hechizado. Así que la primera vez que un poema me sucedió fue gracias a la voz de mi provincia, casi diría, la voz de mi dialecto. Esto no significa que empleara palabras de dialecto en el texto o alguna suerte de habla folklórica, pero las cadencias, las entonaciones, los patrones de la voz del poema eran los de mi primera voz. Entonces podríamos decir que la poesía pasó a través de mí como la voz de mi primer modo de hablar transformándose en verso, y luego, conforme los años iban transcurriendo, dejé pasar por ahí a personas que conocí, en especial en el libro Isla de las estaciones, que fue un examen de conciencia en cuanto a de qué manera yo, como miembro de la minoría católica en Irlanda del Norte y como escritor, me planteaba las mismas preguntas en una suerte de entrevista poética. ¿Cómo representas a esas personas? Esas personas se volvieron para mí individuos que yo había conocido: uno de ellos era un tipo que había hecho una huelga de hambre, otro era un amigo al que habían asesinado, otro era un joven sacerdote, otros, compañeros de escuela a los que dejé que hablaran conmigo a la Dante: los dejé llegar a mí para que habláramos en una suerte de mundo onírico.

—¿Su lengua poética es el inglés irlandés, una lengua irlandesa o una combinación de ambas? ¿Hasta qué punto una moderna vía expresiva lo está conduciendo al pasado profundo de la lengua, del lenguaje y la poesía?

SH: Pienso que todo es lenguaje poético, sin importar lo común y corriente que pueda parecer, y todo poema es una postura asumida dentro del lenguaje. Mis posturas se basan en el ritmo hablado del inglés en Irlanda, ése es mi oído, de ahí proviene. Pero también se basa en toda la tradición escrita de la poesía en inglés. Es imposible para mí decir la palabra poesía sin evocar de inmediato, digamos, a una gran audiencia vigilante, atenta, una audiencia de voces, aunque esto parezca una contradicción. La poesía en verso —no escribo poemas en prosa—, la disciplina de elaborar un verso, me viene en forma directa de Geoffrey Chaucer y llega hasta los tiempos más recientes. En cuanto a las melodías, desde luego es una herencia polifónica. He aquí una consideración importante pero hay otra: poder escapar a eso al tiempo que se conoce eso, tocarlo, tocar variaciones, jugar conscientemente con ello. A veces escribo como si estuviera hablando con mi propia voz; otras, como si representara el papel de alguien que sabe lo que es la poesía en inglés, y con frecuencia, escribo de las dos maneras.

—Algunas historias míticas de su país (San Kevin, Sweeney) se relacionan con pájaros. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo?

SH: Me parece un símbolo universal de la imaginación en vuelo. El caballo alado, Pegaso, digamos, como una imagen de la inspiración para los griegos. Pero no sé la respuesta. ¿Por qué habrá pájaros? Una de las etimologías en broma de mi nombre, que yo mismo creé para explicarlo, y que no cuenta de ninguna manera con el aval de la Academia, es la siguiente: O’Heaney, en irlandés, significa “de los pájaros”, porque éan, en irlandés, significa pájaro. Así que O’Heaney es como decir: “pajarito, pajarito”. Ahora bien, Sweeney pertenece a una tradición de levitación. ¿Quién era aquel santo que levitaba? Es el santo patrono de los que se someten a exámenes. Pero esos temas irlandeses hoy en día, como el del rey loco Sweeney y el de San Kevin y el mirlo, esos cuentos fantásticos, un escritor no los utiliza por su cociente étnico o su cociente nacional. A principios de este siglo era muy importante establecer que nuestras posesiones culturales, que procedían de la cultura preinglesa, tenían una honda dignidad y no formaban sólo parte de una subcultura. De modo que el motivo para incluir el material irlandés era realmente el nacionalismo cultural, mostrar nuevas posiciones. Creo que hoy en día eso ha cambiado y se utilizan aquellas imágenes por el equivalente psíquico que tienen: yo las uso o tengo acceso a ellas pero no sólo porque sean irlandesas. Para mí Sweeney, el rey loco, era alguien que escapaba, que salía volando de una batalla, de árbol en árbol, lamentándose. Sweeney era una especie de personaje protobeckettiano, ahí sentado y diciendo: “No, me niego, no puedo ir adonde no quiero...”.

—Ese doble regreso hacia el mito y la infancia, ese regreso a los dos pasados, está tocado por la poesía. Usted ha dicho que espera que los poemas inspirados en Sweeney sean independientes, tengan su propia autonomía, y se parezcan lo menos posible al poema medieval. ¿Cómo se aproxima al mito? ¿Cómo lo recrea?

SH: Utilicé a Sweeney más bien como una tabla de surfeo, como un surfeador hace para deslizarse encima de ciertos oleajes. La voz en los poemas de Sweeney (“Sweeney redivivo”, en Isla de las estaciones) es la mía que, de cierta manera, habla autobiográficamente acerca del alejamiento de Irlanda del Norte, como diciendo: “Al diablo con la gente que me calumnia, que murmura a mis espaldas y me acusa”. Varios de ellos son a cle, por así decirlo: el clérigo es una persona así, los escribas son ciertamente personas así, el maestro podría ser Milosz, podría ser Ted Hughes, podría ser Yeats. Hay un libro muy importante que escribió un historiador francés acerca de la cultura francesa en los Pirineos a principios de la Edad Media (Jacques Lalourie, Montailloux), donde se explica que la palabra noble en aquellas comunidades aludía sólo a los granjeros acaudalados. Un personaje como el de la reina podría ser fácilmente cualquiera de esos o de esas nobles. Sweeney me liberó, me llevó más allá de la autobiografía, me desprendió de lo documental. Hizo de mí algo más sencillo y un poco más temerario, de modo que, al representar su rol, en realidad lograba ser más yo mismo al hablar. Es un truco demasiado viejo.

—¿En qué se parecería el mundo de la infancia al mito?

SH: Están muy cerca uno del otro. En efecto, la infancia es la hora del mito. Todo ocurre ahí, todo se sabe de antemano. De alguna manera hay un conocimiento “antes de tiempo”. Y bueno, yo viví en condiciones auténticamente míticas. Como he dicho otras veces, había un fogón en la casa, se veía el humo salir por las chimeneas, cruzábamos arroyos, teníamos miedo de la oscuridad, todo era ominoso, los árboles, un pájaro que se posaba en el techo, en fin, todas estas cosas. Entonces, de alguna manera, mi infancia fue demasiado pintoresca para un poeta contemporáneo, porque lo que era real para mí a otros les parece “pastoral”. Era demasiado bello.

—En sus poemas se deja ver una infancia libre y feliz.

SH: En términos de descripción sociológica, puedo decir que tuve magníficos padres y viví en una comunidad sustentadora, apoyadora, que no presentaba amenazas. La desolación se hallaba felizmente ausente; me refiero a aquella que provoca la disfunción familiar. Por otra parte, creo que la psique es una arena por la que penetra a ratos un gran pavor en el niño, no tiene que ser causado por las condiciones familiares. O sea, estoy hastiado de Jung, quien es un gran simplificador. Pero también estoy harto de Freud, de sus nociones de causa y efecto que llevan a uno a pensar en la criatura humana como resultado de apretar éste o tal botón y ser de tal o cual manera. Es mejor, en ese caso, la noción junguiana de que algo se sabe de antemano, que se ha heredado, que se ha sufrido anteriormente como una criatura de la especie, en unos espacios amplios, muy amplios, que están al alcance. El miedo está a la disposición todo el tiempo y para todo el mundo. Yo creo, más que nada, en algo que podría llamarse la afinación de una cultura. Un muchacho que crece en Estados Unidos, en una familia de profesionistas clasemedieros, estudia en Harvard. La afinación de esa cultura resulta, hasta donde puedo ver, demasiado confiable. La afinación de nuestra cultura, en cambio, estuvo cargada de fatalidad, de modo que uno no debía por qué tener, como he dicho, penas familiares o sociológicas. La visión religiosa en sí proponía un alma en peligro y la entonación del habla en torno nuestro expresaba que cualquier cosa que rebasara la tristeza representaría una gran victoria.

—¿Podría hablarnos un poco acerca de sus guías, sus psicopompos literarios y legendarios, y contarnos si se siente más cerca de san Patricio o de san Columcille?

SH: Recientemente me siento más cerca de Columcille. Él era un escriba, un poeta, y estuvo exiliado de Irlanda por la guerra. Para poder estar donde le pertenecía, tuvo que partir y llevarse a su tierra con él. Es una suerte de figura joyceana primitiva de nuestra cultura. Se va y se lleva todo. Por demás, era de mi condado, de Derry. Pero del otro personaje del que he de hablar, lo cual me remite a la primera parte de su pregunta acerca de los psicopompos, y de quien me siento muy cerca, es del primer poeta inglés a quien se adjudican los primeros poemas religiosos visionarios escritos en lengua inglesa: es un hombre llamado Caedmon. El campo y la agricultura cambian con el tiempo, se transforman, varía la vida en ellos, y él canta. Me refiero al granjero como poeta.

—Estábamos justamente por preguntarle si se siente más cerca de Caedmon que de Carolan, personaje éste a quien se ve como el último gran bardo irlandés.

SH: Desde luego que de Caedmon. Carolan era un músico muy dotado; tuvo el don desde el principio y tocaba y cantaba. Pero yo me siento más cerca de Caedmon porque no lo poseía de esa manera; tenía como una mordaza puesta, se sentía incapaz. Y he aquí que los ángeles le dijeron: canta. Y cantó. Entonces, en el sentido del don que llega, de lo no dicho que se libera, me siento muy próximo a Caedmon.

—De aquí que en su poema “Whitby-sur-Moyola” diga que Caedmon “las traía todas consigo”.

SH: Es una especie de visión, como estar sufriendo de antemano el silencio poético. Caedmon debió haber callado en algún momento para volver a su trabajo en el campo.

—¿Considera usted las presencias de William Butler Yeats, de James Joyce, de Auden y de Ted Hugues en su poesía como antecedentes? ¿Es Yeats una influencia, sobre todo en su sentido del mito? Háblenos un poco acerca de la influencia de Joyce y del fantasma de Joyce en Isla de las estaciones.

SH: Creo que si hablamos de genes, Yeats no fue genéticamente importante para mí. No llevo sus genes. Probablemente sí llevo dentro los de Gerard Manley Hopkins, pero en realidad de quien me siento muy próximo es de Joyce. Él era eróticamente muy susceptible al lenguaje. La filología era una suerte de placer, una jouissance, en cuanto su manejo de las palabras. Curiosamente, uno no encuentra esto en Yeats, sus palabras golpean con fuerza: “Me erguiré ahora y partiré. / Y cerca del ocaso los hallaré”. Las primeras frases de Joyce, en su primer cuento (“Las hermanas”), son muy íntimas, insinúan mucho en inglés. Comienza: “Esta vez, ya no había para él ninguna esperanza”. La segunda frase toca la extrañeza de las palabras, acerca de la “parálisis” que menciona a continuación: “Siempre me había sonado rara, como la palabra gnomon en Euclides”. En las dos primeras frases está todo: intimidad y extrañeza en el lenguaje, el lenguaje como su propio júbilo y misterio. La de Yeats es otro tipo de aventura, por lo cual no está en mí tan presente. Conforme me iba haciendo más viejo, en mis años treintas y cuarenta, digamos, fui entrando en negociaciones con Yeats como la imagen del poeta, la imagen representativa dentro de la sociedad, que tenía que ponerse de pie y comportarse a la altura delante de todo el mundo, y que resulta sagaz en el buen sentido, pero es como una máscara que en realidad servía como protección de algo muy secreto. Todo en torno suyo resulta muy interesante. Yeats significa mucho para mí porque lo conozco por dentro y por fuera, y en términos de discurso táctico acerca de lo que significa la literatura, acerca de lo que es un poeta, Yeats me parece un gran ejemplo, pleno de sabiduría. Está dentro de mí como una doctrina sobre la poesía, pero de ninguna manera como una voz en mi poesía.

Si uno piensa en Joyce, en John Ashberry, o en todos los poetas desestabilizadores, en los cuales al sujeto, al antiguo sujeto estable, a la primera persona del singular, se le pide que dé un paso al frente, eso, tan moderno, ya se había hecho en Finnegans Wake. De hecho Joyce es muy anticuado, porque es bárdico: considera el destino de la nación igual a la visión que él tiene de ella. Y de alguna manera, en Irlanda, a lo largo de los últimos treinta años, los intelectuales, a quienes no les interesa necesariamente la poesía, pero que leen el pasado cultural, acusan a Yeats por hacer de la violencia algo heroico, por volver legendario el acto revolucionario. Como ustedes ven, en esta época relativista, postfascista, esta actitud resulta, a su vez, sospechosa.

—El amor y la libertad son dos grandes temas de su obra poética. ¿Qué tan lejos lo han conducido de la mano a una comprensión más profunda de la realidad y la justicia que planteaba Yeats?

SH: Creo que no puedo responder a esa pregunta. Soy muy anticuado y muy simple. Una de las grandes confirmaciones que he experimentado es que las extraordinarias personas que he conocido y que van tras la iluminación son, a su vez, bastante anticuadas. Vamos, que contestan como dice el maestro: di la verdad, no tengas miedo, y recuerda: no matarás. Pero desde luego que existe siempre el conflicto. Actuar como el juez, entre el impulso de no herir, o no hacerlo necesariamente, y el mandato de decir la verdad de cualquier modo... Creo que he tenido una relación conyugal con el mundo, mi vida ha sido conyugal, el amor ha sido conyugal, por lo que todas estas cosas son para mí una sola.

—¿Por qué en el discurso de Estocolmo se detuvo tanto en la política, sobre todo la irlandesa, y quiso ser lo más objetivo posible apuntando los errores de uno y otro bando? ¿Por qué enfatizó tanto el discurso político en esa conferencia?

SH: En realidad no sé si he adquirido un punto de vista objetivo. En ese texto dije cosas que debían decirse acerca del año de 1974. Quería dejar impreso para siempre que yo pensaba que el régimen de Irlanda del Norte actuó con lentitud, que debía haber hecho cambios a principios de los años setenta, que debía haber respondido entonces a la presión política. Se cometió un crimen en contra de la condición de la vida, porque sólo se logró aumentar la desolación. Y ¿por qué tratar el tema así? Bueno. Tengo un querido amigo, compañero poeta, mi querido amigo Derek Mahon, poeta magnífico, absolutamente maravilloso, de toda mi confianza, con el cual hablé, porque cuando ocurre algo así, como la asignación del premio Nobel, hay que sentarse y conversar. Y la cuestión era ésta: ¿había que mencionar a Yeats? Yeats recibió el premio Nobel en 1923; la guerra civil en Irlanda había concluido en mayo y él fue a Estocolmo en septiembre. Y luego Beckett. Pero Beckett no está en mi línea, digamos, ni tampoco Shaw. ¿En qué línea estaría Shaw?, me preguntan. Es como una operadora telefónica. Está en todas las líneas.

—¿Y qué conversó con Mahon?

SH: Bueno, continué la plática con Derek, quien me dijo: si no mencionas a Yeats va a parecer una pose, un querer ubicarte en las alturas formales, y eso no se perdona. Pero mencionarlo acarrea varias cosas: implica una definición de tu posición en la sociedad. De modo que decidimos que era necesaria su mención.

Pero debo decir que el discurso, la conferencia en sí, surgió un poco como un poema. No estaba seguro de qué dirección tomaría. Comenzó como un deseo de hablar sencilla y claramente acerca de los orígenes, para lo cual me ayudó el discurso de recepción del premio, en 1994, del novelista japonés Kenzaburo Oé, el cual, bueno, es algo serio. Tenemos tras de nosotros a William Faulkner, quien habló en los términos trágicos más elevados de la condición humana, y luego se encuentra uno con este japonés, oriundo de una pequeña isla del oeste de su país, que dice: el tema de mi literatura es mi hijo, que nació con daño cerebral, aunque, claro, estudié en la Sorbona... El discurso era de una claridad maravillosa. Me hizo ver que yo debía sólo hacer un claro recuento de hasta dónde había llegado y cómo había llegado al sitio en que me encontraba en ese momento. Y una gran parte de mi condicionamiento lo ocupa lo político. Gran parte. Sin embargo, pienso que uno causa un efecto político más fuerte si no entra a la arena aparentando solamente interesarse en el arte. En verdad creo que la política se ve afectada por el arte, pero la política en el sentido de la polis, el grupo que entiende lo que es y cómo es, ubicándose debajo del nivel de la retórica, penetrándolo como conocimiento puro. Siempre me mantuve a un lado de la política partidaria, nunca milité en ningún partido, lo cual no significa que no me importe lo que está ocurriendo. Era sólo parte de lo que debía mencionarse. Pero aún me siento confundido al respecto.

—Pero ¿cómo consideraría que entra la política en sus poemas, cómo la matiza, cómo logra no hacerla tan visible?

SH: Entra a hurtadillas. Creo que así se da. Aparece de manera indirecta. Hay un poema, por ejemplo, de Miroslav Holub, donde escribe una cosa más o menos así: “Uno más uno son dos, dice el alumno. No, dice el maestro, uno más uno son dos. En el principio fue el Verbo, dice el alumno. No, dice el maestro, en el principio fue el Verbo, porque el maestro sí sabe”. Esto explica todo acerca de la falsedad que por ahí puede trepar.

Digamos que yo he ido por debajo y oblicuamente, no hay política panfletaria en mi poesía. Sin embargo, ambos bandos me lanzan acusaciones. Unos me tildan de ser demasiado nacionalista, de estar demasiado dentro del lenguaje cifrado del nacionalismo irlandés, dentro de un apoyo disimulado a la violencia republicana; los otros me reprochan, en lo que se refiere al Sinn Fein, de no haberme comprometido lo suficiente. De modo que algo, en alguna parte, está en movimiento.

—Un punto interesante, que tiene que ver con la política, lo hallamos en el impacto de la traducción. En un ensayo suyo, que así lo tituló, cita, por ejemplo, el poema “Interrogatorio”, donde hace ver que, en otras partes, el poema político encarna una mayor necesidad, como en el caso de Rusia o de otros países de la Europa del Este. A partir del poema de Edwin Muir surgen dos líneas: la más comprometida, la más visible, que es la del propio Muir, y la otra, digamos, la de Milosz. Esto es muy complejo pero sirve para ver que, gracias en ocasiones a la traducción, nos enteramos de las grandes tragedias o miserias ajenas.

SH: No sólo que la traducción nos dé noticias acerca de las tragedias y la miseria, sino que nos recuerda que podemos responder a ella. Se trata de una decisión moral, para ser del todo sinceros. La posición del escritor, del poeta, es como la del cazador: vamos en pos de algo que ayude. Viviendo en Irlanda del Norte, hallé, en esa poesía de Europa del Este, cosas que me ayudaron y que no están presentes en la poesía de lengua inglesa. La poesía en inglés, para bien o para mal, es el preludio de una sociedad donde las cosas se establecieron hace mucho tiempo y se produjo, por consecuencia, una cierta ironía, un cierto cansancio, un cierto escepticismo. Pero en Irlanda nada está completamente establecido, incluso hoy en día. Y en aquellos países, bajo el sistema soviético, se vivía en continuo contacto con ciertas pruebas contradictorias: “Sí, somos soviéticos; no, no lo somos; entendemos ese lenguaje, desde luego estamos comprometidos, simulamos ser grandes nacionalistas pero de hecho aborrecemos el sistema soviético”. Entonces la ambigüedad moral y la capacidad de autoengrandecimiento y a la vez de autodesprecio me resultaban muy atractivas. Como en Irlanda del Norte, donde todo el mundo vive en dos lugares, erigiéndose en juez. Esa traducción, o lo que sinceramente recibí de ella, fue una ayuda, me abrió senderos, me mostró caminos, representó un emblema digno de la adversidad, o de las famosas “imágenes adecuadas a nuestro predicamento”.

 

Seamus Heaney. Fotografía: Colin McPherson
Muchos de los poemas que más me gustan los escribí con gran rapidez, de una sentada.

II

—¿Cómo escribe un poema? ¿Cuánto le lleva hacerlo?

SH: Muchos de los poemas que más me gustan los escribí con gran rapidez, de una sentada, y eso es instructivo. Otros, en cambio, me llevaron mucho tiempo. No quiere decir que me senté ante ellos una eternidad, sino que había un sentimiento de que algo no estaba realmente bien, y había, digamos, que esperar e insistir. El poema que cito en el discurso de Estocolmo titulado “A merced” me llevó mucho tiempo. Me gusta mucho, se pudo meter más dentro, se volvió más verdadero y más al desnudo conforme avanzaba. También pienso que si uno escribe, aunque sea de vez en cuando, con metro riguroso, que ya muy poca gente lo hace, como con cierta frecuencia y de manera estricta lo hago yo, resulta muy sencillo revisar los propios intentos. El metro y la rima son como una maquinita que si logras poner en marcha, puede moverse contigo, a tu ritmo, y ya el verso siguiente te llama a seguir adelante. Uno puede revisar, un poco como un versificador del siglo XVIII, y verificar la corrección dentro del poema, cómo se avanza. Al trabajar con una forma más abierta, uno se expone más al azar. Pero la verdad de todo esto es que los poemas que más me agradan se escribieron rápidamente.

—¿Podría hablarnos de la influencia que han ejercido sobre su obra los autores a los que ha traducido?

SH: No lo sé muy bien. De alguna manera Dante, quizá; traduje algo suyo que desde luego influyó en Isla de las estaciones. Pero hicieron sentir su peso sobre mí, de igual modo, la lectura del texto y mi traducción. Y nada más.

—¿Qué motivos hay para traducir? Y en este sentido ¿cuál fue su experiencia con Sweeney Astray (La locura de Sweeney) y The Cure at Troy (La cura de Troya), versión del Filoctetes de Sófocles?

SH: Bueno, The Cure at Troy fue diferente del Sweeney. En el caso de la primera ya me encontraba más fuera del material. Me atrajo el problema moral en su centro, digamos, la responsabilidad pública versus la integridad privada. Me resultó temáticamente interesante. Pero por así decir, no me liberó, mientras que Sweeney sí lo hizo. Como lo he dicho antes, creo que hay muchos motivos para traducir pero son básicamente dos los que me interesan. Uno, es lo que podría llamarse la aproximación de “embiste y toma”: uno ve algo por la ventana de la otra lengua o escucha algo que de ahí proviene, y piensa que lo quiere. Es el motivo del verdadero escritor, es un muy buen motivo, y se hace con todo el respeto necesario, con toda la delicadeza posible, para acercarse a la integridad de aquella obra. Esto es un generador de vida porque algo se funda en la otra cultura. Del otro lado, está la reverencia absoluta por aquella obra, lo cual produce temor en el traductor, y con mucha frecuencia el deseo de hacerle justicia total y ser del todo obediente al texto produce lo que Robert Lowell llamó “tapicería”, algo no precisamente vivo.

—¿Acaso “la música de lo que pasa” se halla de igual modo en el mundo que en el poema? ¿Incluye la desafinación?

SH: Sí, absolutamente. Es un intento de lograr el buen camino del discurso.

—Por muy obvio que suene, ¿qué significa el poema en sus principios y qué significa ahora?

SH: Significa que creo en mí mismo si me las arreglo para escribirlo.

—Usted ha mencionado que escribe crítica como si fuera una suerte de autobiografía. ¿No cree que también podría ser una especie de autocrítica?

SH: Lo que quise decir es que normalmente hablo con convicción acerca de obras que ahora son parte de mi memoria. Y hablo con más autoridad conmigo mismo. En realidad soy profesor. Comencé como tal, y a lo largo de la vida, cuando hago estas cosas, me ha ocurrido de modo recurrente que un salón entero de adolescentes de Belfast me grite: “No nos interesa la poesía, profesor”. Como lo diría un trabajador de la construcción (por ejemplo, uno de mis hermanos). Hay una división: la parte no literaria de mí, dice: “¿Qué es todo esto?”, y la otra ve lo que se le ofrece: es un diálogo. Y desde luego muestra una autocrítica. Las cosas con que comencé, lo que escribí sobre Hopkins o William Wordsworth, eran pequeños autorretratos. Cuando empecé a leer escritores que no me eran afines aprendí mucho en mi época de maestro en una escuela normal de Dublín. Di cursos acerca de sir Thomas Wyatt, de Andrew Marvell, del William Butler Yeats —tan estricto— a la mitad de su producción (todo lo cual no presenta ese engatusamiento del lenguaje joyceano o del shakesperiano, y es algo más de lo que simplemente está a la vista). Y eso representó un desafío para mí. En el poema titulado “Pérdida” hay un deseo muy consciente de escribir como Marvell o como el Yeats mencionado, sin que el lenguaje implique seducción, sino que se mantenga lineal: un deseo de hacer que la energía de la sintaxis descienda por el esquema del metro y de la rima, de modo que el movimiento frontal sea la energía del poema. En cambio, en un principio, yo quería que la gente se demorara en los versos, que les hiciera cariños...

—Para terminar, habiendo sido usted profesor tantos años, ¿podría decirnos si el diálogo con sus alumnos le sirvió de algo para escribir poesía?

SH: Hizo de la poesía, en cierta manera, algo cognoscible. Sin embargo, creo que la criatura que explica debe hacerse a un lado cuando escribe. El que da clases, dentro de mi poesía, lo único que hace es dañarla.