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Aquella flor en el centro del caos

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¿Y ahora qué, Torres? ¿Qué es exactamente lo que hará usted cuando, frente al teclado de la computadora, pueda, al fin, descargar su historia? ¿Comenzará acaso usted de golpe, sin preámbulos, diciendo aquello que en el fondo más sombrío de su alma piensa de verdad? ¿Comenzará acaso usted diciendo, Torres, que Pablo Picasso lo empujó a viajar a España, lo obligó a permanecer durante cuarenta minutos extasiado ante el Guernica, y lo colocó ahora frente a la necesidad de contar la historia, una historia que incluye aquello que supo usted descubrir como un postulado inmodificable?

No. De sobra lo sé: no es usted tan estúpido como para comenzar de esa manera, con un párrafo que teñiría todo con la peor de las literaturas, y que desviaría, al fin, con un simple relato de fantasmas, el núcleo de lo que ha ocurrido, el exacto núcleo de lo que usted ha vivido.

Creo sospechar su tentación, entonces, a iniciar todo con alguna breve referencia a la función que cumple un artista dentro de este mundo, algo así como Al fin y al cabo, esta es una historia cuyo eje es la relación entre el arte y la esperanza, o tal vez De eso, precisamente, se trata. De eso que es consigna y misión de cualquiera que se enrole en este lado de la calle: hallar la luz en mitad del caos, la fe en medio del infierno, la esperanza en el centro del fuego y la metralla.

¡Ay, Torres... Torres..! ¡Cómo le seduce a usted la idea de comenzar su historia con alguna de esas frases! Aunque poco cueste admitir que un principio semejante rozaría apenas cierto aspecto místico, cierta zona casi casi religiosa, muy lejana, por otra parte, a sus verdaderas ideas y aspiraciones. ¿Cómo negar, además, el marcado, el definido rigor melodramático de semejante comienzo?

Tal vez lo más lógico, lo más natural —si se me permite una opinión— sea comenzar hablando de los sueños. Sueños o, mejor dicho, pesadillas, porque si bien hay que aceptar que nunca hubo en ellas elementos terroríficos o desesperantes, en cambio lograban despertarlo a usted en medio de la noche, la respiración fuerte, el sudor en la espalda y en las palmas de las manos, el gusto amargo que sucede a las pesadillas girando en el centro de la boca.

Muy bien. Dirá usted, pues, que el primer sueño tuvo lugar a principios de marzo y que se reiteró noche tras noche —con las variaciones que ya conocemos— durante casi dos meses, exactamente hasta el día anterior al vuelo de Spanair que los depositó, a usted y a Mercedes, en el aeropuerto de Barajas.

A propósito de Mercedes... espero no ser del todo inoportuno, pero... ¿nunca le contará usted la verdad? ¿Nunca le dirá por qué causa apareció usted una tarde con los pasajes en la mano, para simplemente informarle “En veinte días nos vamos a España”?

Ah, es cierto... es cierto... comprendo... el tema de los sueños recurrentes, el escritor y los misterios revelados súbitamente, la flor en el Guernica, los ocultos mecanismos que mueven el arte... comprendo... todos asuntos demasiado delicados, demasiado delgados para alguien en el fondo tan simple como Mercedes. Seguro que ella no lo entendería... ¿Seguro que ella no lo entendería, Torres?

En cambio usted sí, usted sí lo entiende. Y tanto lo entiende que hasta ha decidido volcar todo en una serie de páginas que luego serán presentadas (ante Mercedes y ante el resto del mundo) como una prueba más de su reconocido ingenio, ingenio éste que le permite a usted mezclar de un modo estudiadamente casual y con relativo éxito, los hechos más puros de la realidad con la más frondosa de las fantasías.

De modo que aquellos sueños, aquellos sueños exasperadamente repetitivos, serán al fin exhibidos como mera literatura, cuando lo cierto es que sí sucedieron y lograron conmoverlo y terminaron colocándolo a usted en un hotel de la Gran Vía, el mismo que en su frente exhibe un pequeño y aparentemente olvidado cartel, informando que en ese mismo lugar un tal Ernest Hemingway escribió sus más famosos párrafos sobre la guerra civil española.

En definitiva, Torres, que aquellos sueños, entonces, disfrazados de narración, esconderán entonces bajo el desgaste de las palabras el horror y la angustia que de verdad le provocaron; horror y angustia sin justificación alguna, si vamos a ver, dado que lo único verdaderamente asombroso en ellos era su capacidad de casi exacta reproducción noche tras noche: usted de pie frente a una tela negra que ocultaba algo que no podía ser identificado. Y de inmediato aquellas dos únicas preguntas: qué cosa se escondía detrás de aquella tela y cuáles serían sus verdaderas dimensiones (dentro de la pesadilla calculó usted una noche unos seis o siete metros de ancho por tres de alto).

Eso era todo: un rato así y el mundo convirtiéndose en un gusto amargo girando en el centro de la boca, la suavidad de las sábanas conocidas y tranquilizadoras, Mercedes durmiendo a un lado, ajena a todo.

Con seguridad será usted capaz de recordar que fue a la semana del comienzo de ese inexplicable sueño, cuando las cosas tornaron a variar muy levemente: la tela negra empezó a ceder en uno de sus extremos, dejando al descubierto algo que, ya desde un inicio, pareció tratarse de una pintura. Cada noche, unos centímetros más. Irse a la cama cada noche, pues, con la esperanza a cuestas, con la fe depositada en la posibilidad de un descubrimiento definitivo.

La decimoquinta noche no dejó lugar a dudas: la tela negra ocultaba el Guernica.

Asunto importante, Torres: entre la plástica y usted (debe admitirlo) nunca hubo demasiada simpatía. Frente a determinado cuadro, su opinión más aguda era “Me gusta” o “No me gusta”. Hasta allí. Nada de escuelas, nada de tendencias, nada de nombres —salvo los diez o doce más famosos de todos los tiempos. Con respecto al Guernica, ningún tema demasiado especial. Por supuesto, así como a cualquiera le resulta imposible determinar en qué momento exacto de su infancia supo su nombre o su nacionalidad, no está usted ahora en condiciones de decir cuándo fue su primer contacto con esa pintura, la primera referencia, la primera fotografía o reproducción que llegó hasta sus manos. Quiero decir que desde siempre uno sabe que está el Guernica, así como desde siempre sabe que están el Quijote o la Novena Sinfonía. Bien. Pero en cambio sí puede usted recordar aquella sensación —anterior a los sueños, claro— que se acomodaba en su alma con cada fotografía o con cada reproducción que llegaba hasta sus manos. “Sensación de abismo”, solía usted decir, de un modo algo ampuloso pero estrictamente cierto, aunque todo quedara allí nomás, aunque la vida siguiera con sus rutas conocidas: las clases en la universidad, los alumnos, las matemáticas; y también el cine dos veces al mes, el noticiero de las nueve de la noche, el amor puntualmente semanal con Mercedes, el amor pulcro y rítmico y libre de máculas (once años de matrimonio pueden convertirse en verdugos de la pasión, ¿no es así, Torres?).

Y últimamente la literatura, por supuesto; la literatura tratando de compensar la enojosa exactitud de las matemáticas. Tanto tiempo dedicándose a lo perfecto, para venir a descubrir un día, ya bien entrada la adultez, que lo perfecto carece de un único elemento, pero elemento central, irremplazable, definitivo: la sangre.

Y entonces, amigo Torres, la literatura: la más imperfecta de las disciplinas y el más hermoso de los trabajos inútiles, según gusta usted definir a veces. Algún poema por allí, claro, aunque básicamente relatos, historias con gentes de carne y hueso, desbordantes de aquella sangre que siempre les faltó a los números. En suma, nada con veleidades de publicación —salvo un par de ocasiones una revista parroquial y otra del centro de egresados—, sino mera búsqueda de material para sentirse vivo.

Hasta allí, todo más o menos normal, puede decirse... todo más o menos previsible. Pero llegaron las pesadillas, la lenta tela negra descorriéndose con suavidad, los grises y negros del Guernica tornándose cada noche más y más palpables, el cálculo sobre las dimensiones de la tela, el inexplicable nudo en la boca del estómago.

Comenzó entonces la búsqueda. ¿La búsqueda de qué, Torres? Sólo al encontrar lo que buscaba iba a ser usted capaz de reconocer la respuesta. La búsqueda incluyó atlas, enciclopedias, libros de arte. La búsqueda otorgó primariamente información. Gracias a ella supo usted (o recordó, no es fácil decirlo a carta cabal) cómo se gestó la masacre en la ciudad de Guernica, de qué nacionalidad eran los aviones que la bombardearon, la desvergonzada explicación posterior sobre el puente y el supuesto error en el objetivo de las bombas. Supo usted, básicamente, una fecha: veintiséis de abril de mil novecientos treinta y siete.

Pero además conoció usted (o tal vez recordó) la solicitud del gobierno español al autor de la obra, aquella idea de dejar reflejado en una pintura el horror del primer gran experimento de bombardeo aéreo sobre una ciudad civil, todo ello para exhibir luego dicha pintura en la Exposición Universal de París de ese mismo año. Y también hay que decir que supo usted de las verdaderas dimensiones del Guernica, que mide exactamente 3,49 metros de alto por 7,66 metros de ancho. Nada mal su capacidad de cálculo, según está a la vista.

Resultará casi obvio señalar que estudió usted a fondo cada reproducción del óleo en cada enciclopedia, en cada libro que pudo hallar por ahí. A estas alturas de los sucesos, ya se preguntaba usted obsesivamente cuál sería el verdadero significado de todo esto. Una mañana casi llegó el momento de desear contarle el asunto a Mercedes (un asunto que era en realidad poca cosa, salvo soñar cada veinticuatro horas con el mismo cuadro famoso). Y sin embargo, aún sin saber bien por qué, no dijo usted nada.

Pero entonces una determinada noche, al concluir la pesadilla habitual (la pintura, la tela negra ya en el piso, etcétera), supo usted que iba a viajar a España para enfrentar en la realidad al verdadero Guernica.

El resto fue trámite puro: la petición de vacaciones atrasadas en la universidad, los ahorros tan escrupulosamente guardados durante tanto tiempo en el Banco de la Nación Argentina, el agente de viajes, el taxi hasta casa, la ansiedad, los dos pasajes en un bolsillo interno del sobretodo. ¿Una locura, Torres? Sí, por supuesto, una locura absoluta y más que evidente.

Mercedes quedó estupefacta, en mitad de la cocina, sin atinar a hacer comentario alguno, el fuego de la hornalla peligrosamente alto y la tortilla pegándose a la sartén. Usted y su mujer conocían ya buena parte de la República Argentina, incluso habían viajado una vez a Montevideo y otra a Río de Janeiro. Pero por lo demás... ¿Europa? ¿España? Pero... ¿Cómo? ¿Así, de golpe?

—Es una sorpresa que vengo preparando desde hace tiempo —mintió usted.

—Pero... ¿y los gastos? ¿Estamos en condiciones de..?

—Tranquila. Está todo calculado. Mañana mismo iniciamos los trámites para los pasaportes.

Las primitivas prevenciones de Mercedes se convirtieron en euforia en poco tiempo: con la inestimable ayuda de las páginas de Internet, en menos de tres días ella había diagramado un itinerario más que suculento. Esto era: Madrid, Córdoba, Sevilla, Cádiz, Jerez de la Frontera, Granada, Valencia, Barcelona y retorno a Madrid. Y una vez de regreso en la capital, tres visitas obligadas: Segovia, Toledo y Alcalá de Henares. Emplearían básicamente el tren, aunque algunos tramos serían cubiertos en ómnibus. La Costa del Sol estuvo también en danza, pero básicas razones de tiempo y dinero terminaron por descartarla.

Usted, Torres, asentía blandamente a cada una de las sugerencias de su mujer. En realidad, viajar a España y recorrer sus atractivos era algo que a usted no le interesaba en lo más mínimo. El motivo central del viaje (el único motivo de su viaje) era llegar a la sala número seis de la segunda planta del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Durante esas dos últimas semanas en Buenos Aires, las pesadillas, lejos de apaciguarse, parecieron tomar algo más de brillo: los detalles del Guernica se volvían más y más lúcidos. Dentro del sueño, usted alcanzaba a reconocer que no estaba viviendo la realidad, y hacía un esfuerzo para memorizar cada aspecto de la pintura, para luego, ya despierto, poder compararlo con los trazos reales.

Debe ser dicho que, más allá de alguna zona descolocada, su mente logró adquirir una capacidad de reproducción casi fotográfica: el Guernica de los sueños se parecía de un modo demasiado incómodo al verdadero cuadro.

Finalmente, el 10 de mayo pasado, a las ocho de la noche, Mercedes y usted despacharon las dos maletas pequeñas en el mostrador de Spanair, tomaron un café nervioso en uno de los barcitos de Ezeiza y abordaron, una hora después, el monstruoso siete seis siete que los puso a 10.000 metros de altura sobre el Océano Atlántico.

—¿Qué se supone estoy haciendo aquí arriba? —se preguntó usted dos veces promediando el viaje, mientras Mercedes, tapaojos de por medio, dormía el plácido sueño de aquellos que no temen volar.

Ya en Madrid se instalaron ustedes en un pequeño hotel de dos estrellas, sobre la Gran Vía, a no muchos metros de la Plaza de Callao; hotel cómodo, limpio y, por sobre todo, económico, cuyo servicio, además, incluía anécdotas de diverso calibre —reales o no— sobre Hemingway.

Usted y su mujer se ducharon, acomodaron ropas y enseres de baño (esas cosas mecánicas que uno hace cuando toma la posesión de un cuarto de hotel), y luego salieron a comer algo. A una cuadra de distancia tropezaron con un bar llamado Zahara —así, con zeta—, donde la imaginación no les dio para más que hamburguesas y cocacola. Mercedes quiso la recomendación del mozo para saber cómo hacer un primer recorrido por la ciudad. El hombre, encantado de brindar información, mencionó un orden de lugares posibles, orden que por supuesto incluía a la Cibeles, la Puerta de Alcalá y la Plaza Colón.

Usted agradeció con una sonrisa forzada y dijo en voz baja a Mercedes:

—Volvamos al hotel.

Una vez allí, se dirigieron directamente al conserje. El conserje, que se llamaba José Manuel, era un madrileño de unos treinta años, de cabello muy corto, muy simpático y muy diligente, que prefería mil veces “tratar con argentinos y no con brasileños”, frase que sonó inadecuada y demagógica.

José Manuel hurgó bajo el mostrador de roble, sacó un mapa de la ciudad y comenzó a trazar círculos muy marcados sobre determinados sectores. Usted notó que señalaba algunos de los lugares previamente mencionados por el mozo del Zahara.

—Podéis comenzar por aquí, que está cerca —dijo, circulando algo que —después se sabría— era el Monumento al Quijote.

—Y esto por si el caballero gusta del fútbol —explicó el muchacho, marcando el estadio del Atlético y el Santiago Bernabeu.

—Pero si vais a elegir uno, elegid el Atlético, que somos los mejores —agregó sonriendo.

Decidió usted entonces ir directamente al grano.

—¿Cómo llegamos al Reina Sofía?

—Sencillo —respondió el conserje, tomando el mapa y trazando nuevas líneas—. O váis a pie, siguiendo este recorrido hasta aquí... o abordáis el metro y os bajáis en la estación Atocha. Una vez allí, estaréis a muy pocos metros del Museo.

Agradeció usted guiñando un ojo cómplice y pronunciando el muy porteño “fenómeno”. Mercedes preguntó si podía quedarse con el mapa.

—¡Que para eso está, hombre! —exclamó el conserje.

—Me gustaría empezar por allí, por ese lugar —indicó usted, apenas disimulando la ansiedad que dominaba su espíritu.

—Pero hoy no va a poder ser —sentenció el muchacho, como quien suelta la cuerda de una guillotina. Y sin aguardar comentarios, miró su reloj y dijo:—. Son casi las cuatro de la tarde. Y los domingos, el Museo cierra a las dos y media.

—¡Qué pena! —suspiró Mercedes—. Y mañana tampoco va a ser posible, porque acá los museos cierran también los lunes, ¿no?

Creo no exagerar, Torres, si empleo la frase “depresión súbita”. Sintió usted de golpe una depresión aguda, demoledora, injustificable. Tan cerquita... pero, carajo... tan cerquita... ¿y tener aún que esperar cuarenta y ocho horas para encontrar aquello que, al fin y al cabo, todavía ni siquiera sabía usted qué era?

Depresión, decepción, angustia, desesperanza, desencanto, tristeza, impotencia... tantas palabras que podían haber sido aplicadas a su estado de ánimo de aquel momento...

—El Prado cierra los lunes. Pero el Reina Sofía descansa los martes. Mañana podréis programar una visita, sin problemas —aclaró José Manuel, trayendo un poco de luz.

El resto de la tarde fue empleada en recorrer los lugares previsibles de Madrid, aquellos marcados con un círculo dentro del mapa. Hubo fotos en la Puerta del Sol, con el típico cartel de Tío Pepe como fondo. Hubo fotos en el Parque del Retiro y en las vitrinas de uno de los museos del Jamón.

Esa noche le costó a usted muchísimo conciliar el sueño, a pesar de las catorce horas de avión y de la posterior caminata. Extrañamente, por primera vez en casi dos meses, no soñó usted nada.

Al día siguiente desayunaron relativamente temprano. Luego decidieron caminar y esperar que llegaran las once en el reloj, horario de apertura de las salas. Mercedes preparó la cámara, pero se vio frustrada cuando al ingresar en el Museo la obligaron a dejarla en manos de la gente de la custodia. Con gusto abonó usted allí los doce euros de las dos entradas. De inmediato abordaron el ascensor de vidrio y salieron a la segunda planta. De allí a la derecha, para comenzar el recorrido por la sala número uno: pintores vascos y catalanes de principios del siglo XX, de nombres —para usted— absolutamente enigmáticos. Mercedes se detenía un rato ante cada pintura, las manos atrás, el cuerpo hacia delante, los tacos apenas levantados del piso, un “ajá” pronunciado de vez en cuando, una lenta inspección a los informes del folleto azul que les habían entregado al ingresar.

No sé cómo, pero aguantó usted exactamente siete minutos.

—Es mejor que me adelante, Mercedes. Nos vemos en la sala seis —dijo al fin, saliendo a paso largo por el corredor, sin siquiera detenerse a verificar la respuesta de su mujer.

Sé bien que de poco servirá aclarar que caminó usted unos pocos metros, porque lo cierto es que fueron en verdad kilómetros los que debió atravesar hasta dar, por fin, con el primer tramo de la sala seis, los múltiples bocetos de mayo del 37 sobre los costados, algo de la época azul, los pasos apurados, el panel de separación quedando atrás, de pronto el ámbito central de la galería, los pasos cediendo potencia, el Guernica allí, a la izquierda, el milagro allí, el Guernica como un barco quieto, sin más protección que una delgada cuerda para separarlo de la gente; el Guernica allí, el verdadero, más grande que cualquier otra cosa de este mundo, el Guernica, el nudo en la garganta, la emoción subiendo como una araña, los pies repentinamente fríos, la sensación de estar transitando un momento único, irrepetible, el Guernica...

Mercedes no tardó mucho en aparecer.

—¿A qué viene tanto apuro? —preguntó aferrándolo a usted de un brazo, para después alzar la vista y encontrarse con la pintura.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. ¿Este es el Guernica, no?

Usted la miró fijo y asintió levemente con la cabeza. Entonces hizo señas para que ella bajara el tono de su voz. Mercedes permaneció en silencio, junto a usted, por unos minutos. Enseguida abrió el folleto azul.

—¿Quién era el de la sala siete?... Ah, Joan Miró... Voy a ver y después vuelvo.

Otra vez, afortunadamente, usted y el Guernica a solas, más allá de las muchas personas que observaban en silencio. Otra vez usted y el toro, el guerrero vencido, el caballo, la mujer con el niño muerto entre los brazos.

Creo ahora —si a usted, Torres, claro está, no le disgusta el consejo— que resultará conveniente que se acomode bien en esa silla de respaldo alto, que pierda la vista en la luminosidad de la pantalla de la computadora, y que analice a fondo qué palabras empleará cuando deba describir lo que sigue. Relájese. Porque lo que sigue son las tres revelaciones; lo que sigue es usted y el Guernica original, aquellos cuarenta minutos de éxtasis, las palpables diferencias entre el cuadro verdadero y las reproducciones o los sueños.

Seguramente mencionará usted allí, Torres, esa primera cosa obvia que descubrió con los ojos algo humedecidos, primera cosa obvia que, sin embargo, no había notado nunca antes: el Guernica iba mucho más allá del horror producido en una determinada ciudad arrasada por criminales; el Guernica bien podría haberse llamado Varsovia o Beirut o Saigón o Londres o Hiroshima, cualquiera de los múltiples lugares que alguna vez fueron crucificados desde un comodísimo botón en las alturas.

La segunda revelación —también obvia— fue aun más impactante: el Guernica, concebido como denuncia de la barbarie, no había logrado, a pesar de todo, evitar un solo muerto. La incontable sucesión de martirios a lo largo del siglo era la mejor prueba. ¿Había servido de algo, entonces, esa pintura?

Las repentinas... las infinitas ganas de echarse a llorar ahí, Torres, en la galería de un museo a diez mil kilómetros del hogar, rodeado por otras personas; las ganas de llorar a los gritos por cada absurdo genocidio de la Historia, miles y miles de cadáveres apilados sin ninguna razón valedera, la muerte ganando la partida con una simplicidad decididamente aterradora. Los claroscuros del horror frente a usted; y frente a usted, la inutilidad de esos claroscuros.

Porque, entonces, Torres, de repente la gran cosa dando vueltas en su cabeza: si el arte es incapaz de evitar un solo crimen, ¿para qué sirve exactamente el arte?

Una revolución rotando en todo su cuerpo, Torres; su sangre acelerada descorriendo cortinas obvias. Al fin y al cabo, no había sido en vano tan largo viaje, aunque por cierto estuviese generando más preguntas que respuestas.

—El arte es incapaz de neutralizar a un criminal. De acuerdo. Pero no está nada mal que el arte demuestre que los criminales existen —pensó usted. Y ese pensamiento, en parte, lo tranquilizó.

Porque, seamos francos... cuando Bonaparte dijo que la razón estaba en la boca de los fusiles, no se equivocaba. ¿Existe acaso algo más evidente que eso? Lo que ocurre es que un artista debe elaborar su obra de un modo que haga parecer falsa la veracidad de tal afirmación. ¿Qué otra cosa más que sus desesperados trazos puede oponer un artista a esa razón de los fusiles?

En esa ya desordenada maraña de ideas estaba usted perdiéndose, Torres, cuando tuvo la tercera y definitiva revelación: en mitad del Guernica, en su parte inferior, tímida y desapercibida, una flor. Una flor, la cual usted, inconcebiblemente, no había percibido nunca antes, en foto o reproducción alguna. Afantasmada con relación al resto, aunque indudablemente viva, aquella flor repentina parecía un elemento del todo fuera de lugar en medio de aquella estampa del infierno.

Imposible determinar en ese momento cómo había logrado permanecer allí agazapada, sin ser vista por usted, después de tantas y tantas reproducciones y fotografías del cuadro analizadas hasta el hartazgo. Incluso entre las infinitas explicaciones sobre los símbolos del Guernica, no pudo recordar usted allí ninguna referencia a la flor.

Y entonces, Torres, comprendió usted todo de golpe. Porque fue de golpe que supo —de verdad lo supo— que aquella flor era el elemento central, el núcleo, la metáfora del Guernica.

En medio del horror, entonces, por encima de gritos y dolores y muerte, el casi insignificante asomo de la esperanza. Aquella flor, descubierta en la pintura original, era, al fin, la verdadera causa de su viaje, el punto final para la búsqueda.

—Describir la muerte, sí, pero también, básicamente, anunciar las resurrecciones —dijo usted en voz muy baja, con ese tono ceremonioso que a veces suele acompañarlo.

Enseguida llegó Mercedes, diciendo que algunas cosas de Dalí estaban buenas, pero que los colores de Miró la habían impactado, etcétera. Usted, lógicamente, no escuchaba. Usted, Torres, tenía todos sus sentidos colocados en aquella flor del Guernica.

Sospecho que no hay más para contar. Allí mismo decidió usted que escribiría la historia ni bien pusieran pie en Buenos Aires, pero más que eso, decidió que se dedicaría —lejos de voluntarismos baratos— a bucear en la esperanza, no ya dentro de sus escritos, sino más bien dentro de su propia vida.

Eso fue todo. Del resto del viaje, quedaron cinco o seis anécdotas muy especiales que, tal vez, se resuelvan a formar parte de algún otro relato. Por el momento, está usted ahora frente al teclado, pensando y pensando en todo esto que ha ocurrido.

Una de las cuestiones que más lo atormentan, Torres, es saber por qué fue usted elegido como protagonista de esta historia. Y en todo caso, también desearía saber por quién fue usted elegido. Lamento decir que no puedo ofrecerle una respuesta, aunque tal vez sea mejor de este modo: creo que a veces es bueno que algunas cosas permanezcan ignoradas.

Por supuesto, no volvió usted a soñar con el Guernica; ya no era necesario.

En cuanto a mí, no soy importante. Pero digamos, eso sí, que ahora usted y yo estamos unidos por una suerte de cuerda invisible que nos ata irremediablemente, usted como autor del cuento que está a punto de comenzar a escribir, y yo como el hombre que alguna vez, hace ya muchos años, decidió pintar aquella flor en el centro del caos.