Letras
Mi hermosa Raquel

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La primera vez que la vi, estaba preciosa envuelta en un vestido rojo que dejaba al descubierto sus pantorrillas. Me llevó cinco semanas escuchar de sus labios aquel “sí”, el Cerro de la Silla se teñía de púrpura. Fui tan feliz esa tarde, miraba su cabello despeinarse con el viento convencido de haber encontrado mi gran amor, no advertí los nubarrones grises a punto de desatar la tormenta.

Pronto me acostumbré a mi hermosa Raquel, las miradas iracundas, su perfecta anatomía, las preguntas insistentes, sus manos escurridizas, los desplantes en público, sus dotes de bailarina de oriente, las llamadas constantes, su asombrosa flexibilidad, las dramáticas apariciones en mi departamento por mujeres siempre imaginarias, nuestros ardientes revolcones en todas partes excepto en la cama.

Ella ha sido la mujer por la que he dado todo en la vida. Desde el principio supe que en algún momento saldría de una joyería con un soberbio diamante incrustado en un arito tan pequeño como sus dedos. Y así fue a un mes de nuestro tercer aniversario. Ese día me desocupé temprano del trabajo, ya con la joya en la guantera, conduje de regreso a casa muy entusiasmado imaginando las maneras más cursis de preguntarle al fin, aunque ya sabía la respuesta, si quería compartir su vida conmigo. Iba absorto en mis pensamientos. No vi la luz roja del semáforo. Una chica bajó tan de prisa la banqueta.

Tardé unos segundos en reaccionar. La calle estaba sola. Bajé del auto y mecánicamente subí a la chica en el asiento de atrás. Manejé con las manos heladas y la mente en blanco.

La recosté en mi cama. No tenía buen aspecto, seguramente se había pasado la noche de fiesta. Un raspón le atravesaba la frente. Estaba ahí, en mi departamento, en mi cama, con los ojos cerrados, apenas gimiendo; entonces me surgió un miedo terrible de que Raquel golpeara la puerta con uno de sus ataques imaginarios. Le di un par de golpecitos en la mejilla. No reaccionó. Vi la hora. Apresurado busqué el alcohol. La botella estaba vacía. Tomé las llaves y bajé corriendo.

Raquel iba entrando al estacionamiento. Aturdido, no se me ocurrió otra cosa que anunciarle una sorpresa. Todo fue tan rápido. Inútilmente quise pensar un pretexto para convencerla de esperarme ahí, mientras yo subía, sacaba a la chica y la dejaba en la puerta de algún vecino; fingí normalidad sonriendo como estúpido.

La llevé a su restaurante favorito, evidentemente estaba afectado, ¿qué haría cuando acabara la cena y una Raquel ardiente quisiera terminar la noche en mi departamento? La imaginé bailando para mí. Tiré la copa accidentalmente, ella comenzó a sospechar. En medio de la ensalada me preguntaba inquisitoriamente en quién pensaba; en su acostumbrado “salmón al vino blanco”, a quién veía; llegando el postre, por qué la llevé a cenar si no festejábamos nada.

Me levanté al baño, mentía, necesitaba aire. Parado frente a mi auto, mis manos temblorosas apenas lograban sujetar la pequeña cajita de terciopelo negro; minutos después, Raquel lloriqueaba hermosa y conmovida. La convencí de ir a darle la noticia a su madre, en el camino llamó a sus amigas. Aprovechando la oportuna reunión de mujeres, me liberé con facilidad.

Una sensación de alivio comenzaba a recorrerme, quizá la chica despertó y se fue. Si seguía inconsciente ya tenía un plan, la dejaría cerca de un hospital, donde alguien pudiera verla. Una desviación me obligó a transitar por la calle Héroes del 47, llamó mi atención un grupo de adolescentes que nadaban en pleno Paseo Santa Lucía, en medio de la noche.

Abrí la puerta de mi habitación. Ya no estaba. Un cosquilleo de satisfacción me recorrió el estómago, acomodé las sábanas. Miré las palmas de mis manos y me dirigí al baño a lavármelas, mas por una cuestión mental que por higiene. Un grito apagado salió de mi garganta, no esperaba encontrarla recargada en el inodoro. Me senté desde donde podía verla, ahí estuve un rato. Tenía que cargarla, llevarla al auto y hacer lo que tenía pensado. Si no tuve contratiempos cuando llegué con ella, supuse que a esas horas debería ser más fácil. Me acerqué solo para pasar del temor al pánico, su piel estaba helada. Con náuseas la toqué del cuello. No tenía pulso.

Mi respiración agitada me llevaba de un lado a otro con desesperación. ¡La había matado! Ya podía ver mi cara en los noticieros de la mañana, lo que dirían mis padres, mis amigos, mis vecinos, ¡lo que diría Raquel! ¿Quién en su sano juicio se lleva a una extraña atropellada a su departamento? Ahora sí tendría argumentos contundentes para asegurar que la engañaba, podría restregarme en la cara que siempre tuvo razones para desconfiar de mí.

El teléfono sonó y me sobresalté. Era Raquel, escuché su voz seguida del tono de marcado. Me quedé inmóvil. ¿Había escuchado bien? “Esperame desnudo, voy llegando”. Evidentemente ya no había tiempo de bajar el cuerpo hasta el auto. Torpemente la arrastré hacia el closet, pero fui incapaz de acomodarla. Justo llamaron a la puerta cuando acababa de ocultarle la mano bajo la cama.

Me quité la camisa y abrí. Raquel se me abalanzó arrancándome el resto de la ropa. No recuerdo qué pasó entre dos imágenes que tengo de ella, una vestida y otra desnuda; mi concentración se vio trastocada ante su insistencia por hacerlo en la cama. ¡Nunca lo hacíamos ahí! ¿Era una broma? A pesar de lo chocante, salí del paso. Eran las tres menos veinte cuando Raquel quedó profundamente dormida.

Me vestí en cámara lenta, conteniendo la respiración para no hacer ruido. Lo cardiaco fue sacar el cuerpo. Conduje despacio, pensando en algunos rincones oscuros. Vi un terreno baldío, pero no me convenció. Por descuido, de nuevo la desviación me obligó a transitar por la calle Héroes del 47.

A la mañana siguiente, Raquel y yo almorzábamos viendo las noticias, una chica había sido encontrada flotando boca abajo en el Paseo Santa Lucía, algunos testimonios aseguraban haber visto a un grupo de jóvenes nadando en el mismo lugar la noche anterior.

Seis meses después, la hermosa Raquel me dejó. Conoció a un negro cubano en la tienda donde elegía las flores para nuestra boda.