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Una forma de autoboicot

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¿Creen que quería llegar temprano a esa fiesta? Bueno, no. Quería llegar tarde, a la altura de todos nos sonreímos con todos. Pero mi reloj se había roto y ahí estaba yo, una hora antes de tiempo en ese ágape del club de los contactados, más extranjera que nunca. Con un vestido nuevo que me había costado setecientos pesos (pagados con un artículo titulado “¿De qué es independiente el cine independiente?” y otro sobre la obra del poeta under Francisco Mini). Con mis sandalias bajas y delicadas, cuidadas a pesar de su uso. Podría haber empezado todo bien: llegaba a la hora correcta, saludaba de lejos y con una sonrisa a los conocidos, me sumaba a alguna conversación sobre cine o literatura mientras aceptaba el salmón, una copa, y comentaba lo bien que está esa actriz ignorada (y tan talentosa) en la última película de aquel director tan significativo. Y entonces, casi por azar, alguien me presentaba a Román Sarino, el productor ítalo—francés que estaba de viaje en Buenos Aires y que después de conocerme iba a pedirme el mail, ansioso por leer mi guión. Guión que iba a adorar, y producir. En euros. Con un elenco prodigioso. Pero ya había cometido el primer error de la noche y la incomodidad no tardó en exponerme su primer síntoma: necesidad de cualquier cosa con alcohol. Salvo a los subsidios, las becas y los premios, nadie que importe llega temprano a ninguna parte. Y ahí estaba yo, con los empleados del catering, mientras los legítimos protagonistas de esa comedia romántica con final feliz llamada Progresía se maquillaban en los baños en suite del palacete.

Busqué una copa de champagne cerca de la cocina donde terminaban de montar una de las barras. Un mozo me la entregó con una sonrisa. Sin sacarse la sonrisa de la cara, me preguntó si quería alguna otra cosa, porque yo sabía quién era (y no era) yo, pero para él esas distinciones no existían. Estábamos en el polo norte y yo era un esquimal distinguiendo entre cientos de blancos diferentes; él seguía siendo un mozo con otras preocupaciones. Miré rápidamente alrededor mío buscándolo a Juan. No lo vi. Caminé hacia el salón principal y me detuve frente a un cuadro, con serenidad, como si ese pedazo de tela me tocara alguna fibra. ¿Qué había frente a mis ojos, además de una buena inversión sugerida por alguna curadora? Las trazas rojas y amarillas se combinaban con un gran talento para la nada. Ni idea. Un mamarracho para mi más bien tosca sensibilidad hacia la pintura. Haceme escuchar una canción, leéme una página de una novela, mostrame una película y voy a poder decirte lo que siento y lo que pienso. Pero la pintura tiene en mí el mismo efecto real que el hambre en el mundo. Me encantaría que me conmueva. Me haría sentir una mejor persona.

Cada uno en un extremo, dos mozos hicieron flamear un mantel blanco para vestir la última mesa que quedaba desnuda. El mantel hizo un sonido grave, el tipo de sonido que hacen las telas pesadas con el viento, el peso certero y elegante que el dinero le da a las cosas. Acomodaron diecisiete copas altas en forma de u. Las conté mientras tomaba mi champagne e intentaba nublar la mirada simulando estar abstraída en pensamientos superiores. ¿Qué celebrábamos? La vida, por supuesto. Y la tercera reedición de Yo era un puto reprimido, la novela de Pedro De Gol (gran amigo de mi amigo y dueño de casa, Martín), cuyos derechos habían sido recientemente vendidos a la Border Bohemian Press de Chicago. El verdadero motor de la fiesta era que De Gol se cruzara con Sarino y que este último, seducido por el éxito innegable de Yo era (...), la adaptara al cine. Pero Sarino también iba a cruzarse conmigo, ¿y a quién iba a elegir? No estaba segura. Pero no soy idiota, conozco el mundo: existía una alta probabilidad de que comprara a De Gol. ¿Quieren saber cómo empezaba esa novela que ya había tirado quince mil ejemplares y que seguiría multiplicando la deforestación, ahora a escala internacional? (Sí, leí el principio por lo menos veinte veces, tratando de entender por qué tenía tanto éxito, y lo aprendí de memoria; a mi favor tengo para decir que nunca pude pasar de la página cincuenta). Así: “Yo era un negro. Yo era un cartonero muerto de hambre. Yo era una travesti sidosa fanática de la pija. Yo era un judío. Un peruano. Un paraguayo ladrón. Yo era mujercita. Yo era costurera en un departamento de Once. Yo tenía y quería conservar. Yo era un puto reprimido”.

—Mi Cenicienta... —era Martín. Apareció del fondo de la casa y me agarró por la cintura sin que lo escuchara acercárseme—. ¿Venís tan temprano porque a las doce te hacés calabaza? Estás linda, Florencia linda.

—Cenicienta no se hace calabaza, animal. Se me rompió el reloj.

Se lo mostré haciendo puchero. Nos dimos un piquito, como si él fuera puto y yo tortillera. ¿De dónde habíamos sacado esa costumbre? Se fue por un pasillo a terminar de dar órdenes en tono de sugerencias. Atrás suyo empezaron a aparecer más personas, amigos suyos que estaban desde temprano en alguna parte de ese palacio majestuoso que Martín había heredado de su abuelo. Los privilegiados. ¿Alguna vez vieron alguno? Son hermosos y abominables a la vez. Siempre como recién salidos de una sesión de masajes, con expresión fresca, y una sonrisa que no le sonríe a nadie ni nada. No son ellos quienes sonríen, es la gracia la que sonríe a través de ellos. A su pesar. Eso es lo hermoso y lo abominable, ser esclavo de todas las cosas bellas del mundo.

Martín me había dicho que entre gente de la editorial de Chicago y algunos amigos extranjeros iba a haber más de quince invitados de afuera, pero parecían más. Habían viajado especialmente del primer mundo al primer mundo. Yo —creo que ya lo dije— había gastado parte de mis ahorros en el vestido. Negro, con falda de tul y flores bordadas con hilos color plata, largo por las rodillas, los hombros descubiertos y un collar con una piedra brillante y diminuta que caía exactamente entre mis clavículas, que se me marcaban más que nunca desde que había perdido unos cuatro kilos por angustia, según mi psicóloga. Cuatro kilos menos por angustia era una noticia excelente. En mi peor época había aumentado cinco, por angustia también. ¿Y dónde estaba Juan? ¿Y dónde estaba Román Sarino? Llevaba casi dos años trabajando en el guión de mi largometraje y dos meses antes había dicho basta. Me había aburrido. No tanto del guión. De mí. De mí escribiéndolo. Todo lo que había salido del esfuerzo sostenido de mi imaginación, ahora, con la relectura, mostraba cada vez más su hilacha autobiográfica. Y eso era precisamente lo que yo no quería. Empecé a tachar, cortar, matar personajes. Quería que la historia despegara (se despegara de mí) y mirarla de lejos y preguntarme: ¿Sos una buena historia, historia? ¿Vales la pena, historia? Y me acerqué, bastante. Y en el proceso de acercarme (que era alejarme, ¿se ve?) empecé a odiarla. Entonces, ¿qué iba a hacer? ¿Tirar todo? Tuve ganas, y no hubiera sido la primera vez. Pero me pareció que estaba acercándome a ese momento en que la corrección, más que corrección, es autoboicot. Así que hice lo único que podía hacer: dejar que otro tomara la decisión por mí. Mi psicóloga me dijo dásela a alguien. Y aquí estoy, Sarino. ¿Dónde estás que no te puedo encontrar? Además, ¿quién quiere ser un artista cajonero? Nadie. En el cajón de un gran escritor probablemente siempre haya un libro. Pero en el cajón de un inédito trabajando en su gran obra, ¿saben qué hay? Pesadillas.

—...es tipo Coffee and cigarettes, sólo que Jarmusch lo hizo antes y mejor. Hay que reconocer que el tipo encuadra bien. Pero deriva en la nada... Ojo, yo no soy un fundamentalista del conflicto, eso lo sabe todo el mundo. Yo soy amante del lenguaje del cine. Y una película que no reflexiona sobre sí misma para mí fracasa. Mientras yo dirija el festival, este va a ser el tipo de películas que apoyemos. Aunque se queden a mitad de camino, como en este caso. Porque eso no es lo que importa. Lo verdaderamente valioso es cruzarse con gente que sigue queriendo llevar el lenguaje del cine hasta hacerlo chocar con sus propios límites. Y extenderlos. El límite del lenguaje es un tendón... como un tendón... ¿O acaso alguno de ustedes quiere que les cuenten un cuentito?

—Te diría que las mayorías, Daniel. Es lamentable. ¿Pero qué querés? Si el espectador se subestima a sí mismo...

Simulé haber divisado alguien muy querido y salí, sin excusarme, del grupo de conversadores sobre el último festival de cine. Caminé despacio hacia la barra pensando qué le depararía el futuro a mi cuentito de noventa y dos páginas. Si iba despacio tal vez no se notara que no me sentía cómoda. Si iba despacio tal vez pareciera que tenía dónde ir, y eso trasmite seguridad. ¿Pero me la trasmitiría a mí también? Me mantuve fiel al champagne, que de a poco empezaba a darme lo que me faltaba. Y pensé esto, mientras miraba todo: yo sé que existe el bien y existe el mal. Yo sé que toda la gente que me rodea esta noche no me hizo ningún daño directo. Al revés. A muchos de ellos les debo favores. Diego Barrechea, por ejemplo, me consiguió un trabajo en el festival de cine hace dos años. Si no era por él, no pagaba el alquiler. Josefina Palmer, que me prestó su casa y los mil dólares para filmar el corto. O Joaquín Gutiérrez, que me recomendó en su editorial. El libro de cuentos no salió, pero él tuvo un buen gesto. Y podría seguir. Yo sé. Existe el bien, existe el mal, y puedo discernir uno de otro. Odiar a esta gente que no me hizo nada malo profundiza mi costado hipócrita. Mal. Desear que toda esta gente sea expropiada de sus subsidios, sus contactos y sus herencias es resentimiento. Mal, e inadecuado. Porque yo no soy rica, pero ya no soy pobre. De Gol hubiese escrito una novela así: Yo era una arribista rencorosa con una madre ignorante. Otra novela de mierda. Yo sé. Tienen plata y yo no. Sí. Tienen contactos y yo no. También. ¿Pero acaso no son generosos conmigo? ¿No me respetan? ¿No leen mis artículos en el suplemento cultural?

—...con mi novio, en un restaurant en Puerto Madero. Sí, ya sé, lugar horrible, pero nos pintó y fuimos... Caemos en este lugar, medio lindo, raro, cero onda Puerta Madero, con tipo un bazar adentro con objetos de diseño, ¿lo ubicás? No importa. Viene el mozo y mi novio le pide un cuadrado de maracujá, estaba en la carta. “¿Un cuadrado o un redondo?”, dice, el oligofrénico. “No sé qué forma exacta tiene, geométricamente hablando...”, le dice mi novio. Ja, ja, ja. ¿Quién sos, querido? ¿De verdad te creíste que estás en Dean and Deluca?

La chica que contaba esta historia: Miranda Pliterman, fotógrafa, mención especial del Fondo al Talento, actualmente exhibiendo en dos muestras simultáneas, una en Casa Katinga y otra en Villa Ocampo. ¿Tótem personal? Un guante de encaje rojo que llevaba siempre en su mano izquierda, y que —dicen— no se sacaba ni para coger.

—Mir, sos tan cómica... Me hiciste acordar a un poema que está en el último libro de Juli. ¿Lo leíste? Acaba de publicarlo Trash. Es hermoso. Medio libro objeto.

La chica que decía esto: Rochi Irigoyen, poeta, vegetariana militante, autora de Té con uñas rojas y Mmmmm, ohhhhh, shhhhh. ¿Tótem personal? Una encantadora frivolidad. Yo sé que existe el bien y existe el mal, pero... ¿Cómo podía ser que toda esa gente publicara sus novelas, sus poemas, sus cuentos, hiciera sus películas, sus cortos, expusiera sus ponencias, ganara premios por sus ensayos, y que yo tuviese que pedir plata prestada para filmar un corto que no había entrado a ningún festival? No entiendo. ¿No soy lo suficientemente moderna? ¿Actual? ¿Vibrantemente contemporánea? Y mi libro de cuentos... Son perfectibles, lo sé, pero están bien escritos, tienen historias, una mirada... Algo no estaba bien. Pongamos, sólo como ejercicio, que lo mío era una mierda. Pongamos. ¿Pero desde cuándo eso era un obstáculo para la publicación? Observen. Aquel chico de camisa leñadora y zapatillas plateadas, Mirko Helper. ¿Su libro de cuentos? Atigrada. Una colección de doce relatos sobre las medias animal print de doce chicas con las que había tenido sexo durante un año. Literalmente, la descripción —hartante, repetitiva, empalagosa— de doce medibachas. Esa chica. Karen Kósicher. Me hice pis hasta los quince. Asquerosa prosa poética escatológica. Susy Gé. Realpolitik de alcoba. Chicos, chicas, pijas, tetas, y todos apellidados así: Maquiavelo, Richelieu, Tucídides, von Bismarck... Y otros. Muchos. Y por supuesto, De Gol. El rey de todos estos hijo de re mil putas, Pedro De Gol...

Un pan de campo con jamón crudo y albahaca aquietó momentáneamente la efervescencia del alcohol, pero estaba acercándome a mi límite. Mi problema no es darme cuenta a tiempo, mi problema es detenerme a tiempo. Juan todavía no llegaba. Junto a uno de los ventanales, rodeado de editores, traductores y futuros exégetas, estaba el agasajado. De Gol, que decía que no era puto, llevaba una chalina violeta al cuello, combinada con un saco verde y una camiseta como las que los hombres, antes de la revolución femenina, usaban sólo para dormir. Tomen esta cuarta copa conmigo y mírenlos. Todos tan cosmopolitas. Todos tan atravesados por el mundo. ¿O debería decir mírennos? Mírenme. ¿Me ven? Mírenme qué linda soy. Qué bien sonrío a los que no conozco y agrado a los que van a ayudarme. En mi vestido de puta y mis sandalias de sensible, haciendo un uso racional y calculado de la contradicción. Sé todo lo que hay que decir y todo lo que hay que hacer. Vamos... ¿quién me financia? Terminé esa copa, empecé otra, y entre ambas me pregunté por qué quería, con tanta desesperación, que todos esos idiotas reconocieran mi talento. ¿Tenía talento? No me sentía idiota. Sin embargo, quería tener éxito entre los idiotas. ¿Eran idiotas exitosos? ¿Eran idiotas? ¿O era mi resentimiento el que hablaba? Me sentí mal, nauseabunda. Recorrí el larguísimo pasillo hacia el baño de Martín intentando sentirme como una persona que puede vivir sin trabajar. ¿Saben qué fue lo que me salió primero? Pararme más erguida. ¿Y después? Sonreír, sin una pizca de rencor.

El cuarto de mi amigo seguía casi igual. Un ambiente muy amplio, como de seis por ocho, con pisos de pinotea y ventanales que daban a una terraza llena de flores. Los techos eran tan altos que Martín había pedido un entrepiso, decía que los cinco metros de aire le daban agorafobia. Cuando entré vi dos valijas abiertas y un sobre con pasaportes sobre una mesa. Escuché el ruido del agua corriendo en el inodoro. Un segundo después apareció frente a mí un hombre poco agraciado. De la mano llevaba a un bebé que recién aprendía a caminar y que, inocente él, se le parecía mucho. El hombre mediría un metro ochenta, tal vez un poco más. Encorvado, en parte para llegar a agarrar a su hijo, pero en parte porque su cuerpo era así, me pareció, ya que los hombros se ubicaban varios centímetros delante de su torso como si quisieran cerrársele en el centro del pecho. La barba crecida cumplía la promesa de taparle gran parte de la piel, pero su piel grasosa, prodigiosamente saturada de agujeros, quedaba a la vista en la frente, la nariz y las mejillas. ¿De dónde me sonaba tanto? ¿A quién se parecía? Me miró en silencio.

—Perdón, tengo que usar el baño —dije.

Él frunció la nariz, como si fuera el dueño de casa y estuviera haciéndome un gran favor. Cuando se agachó para alcanzarle un juguete a su hijo recordé todo. El otro De Gol. Santiago. El que se había dedicado a las artes plásticas. Su primera exposición la pagó su madre, en la galería de arte de una tía, y al vernisage fue tout le monde. Su segunda exposición nunca llegó a existir. En algún momento se había mudado a Toronto, para reinventarse. Pero salvo el pelo (que empezaba a caérsele como una catarata agónica) y un aura de resentimiento (por ser rico y conectado, pero feo y poco talentoso) no lo vi muy distinto.

—Mirá que en cinco minutos viene mi esposa a cambiarlo y ahí voy a necesitar la ducha —dijo, y después, al niño, moviéndole un juguete a pocos centímetros de la cara—. Do you like your new horse, Tommy? It’s beautiful, don’t you think? And how does the horse sound? Iiiiiiiiiiiiiiiii! How? Show me! —y haciendo relinchar el caballito de plástico—. Iiiiiiiiiiiiii!

Entré al baño y trabé la puerta. De afuera seguían llegando los ruidos de Santiago De Gol con su primogénito. Tommy quería el horse. Lo agarraba y lo tiraba al piso. Tommy no quería el horse. Santiago se lo alcanzaba y volvía a preguntarle si le parecía beautiful. Tommy lloraba. Agarraba el horse. Lo tiraba al piso. Santiago lo retaba. Imaginé que lo quería desde que había nacido, pero recién en esa época empezaba a odiarlo, sólo de a ratos, con muchísima culpa, intermitentemente. Y que entre pañal y pañal leía los mails que le enviaba su hermano Pedro, con links a las críticas fabulosas de Yo era un puto reprimido, y hacía un gran esfuerzo por alegrarse, se alegraba incluso, y mientras le preparaba la papilla a Tommy pensaba que tenía que volver a pintar, hacer una muestra en la galería de arte tal, una mediana, una muy interesada en la obra de artistas emergentes de países emergentes, pero en medio de la ensoñación Tommy tiraba el plato con papilla al suelo y lloraba, Tommy tenía hambre, Tommy no quería comer, Santiago le alcanzaba su new horse y lo hacía relinchar para divertirlo mientras pensaba en la novela de su hermano, era buena, ¿pero era tan buena?, ¡mirá, Tommy!, y Tommy sonreía, ¡mirá cómo cabalga en las nubes tu hermoso, beautiful horse!, y eso, la sonrisa de Tommy, era lo verdadero, no una estúpida novela, no un estúpido guión, Florencia, no una estúpida muestra de arte, Tommy, no sabés cuánto te amo, ¿no?, ¿y entonces, por qué llorás?, ¿no querés tu horse?, ¿por qué llorás, Santiago?, ¿se puede saber qué más? ¿Qué más? ¿Por qué, Tommy, no te hace feliz tu beautiful, beautiful horse?

En el mueble al costado del vanitory encontré un necessaire y un perfume que imaginé de la esposa de Santiago De Gol. Lo acerqué a mi nariz: era dulce, con... ¿cómo se dice?, notas... notas de café. Me puse un poco en las muñecas, en la ropa, y me llevé un delineador para mi colección de objetos robados en baños. Me puse de pie, planché la falda del vestido con mis manos, me miré en el espejo. Un leve mareo me hizo bajar la cabeza, pero todavía podía controlarme. Volví a posar mis ojos sobre esa chica de clavículas prominentes. Podían faltarme algunas cosas, pero tenía algo que muchos de los que estaban en el living no tenían: apenas veintinueve años. Cuando salí del baño Santiago De Gol le cantaba a su hijo para dormirlo. No lo miré. Llegué inestable a la pista, que había sido copada por un grupo de sexagenarios de la cultura. Con ligeros quiebres de rodilla, sus piernas se incrustaban en la madera para acompañar el movimiento defectuoso de la vejez. Noté que me temblaba el ojo izquierdo justo en el mismo segundo que vi a Juan. Tenía una remera de los Kinks, un jean gastado, el pelo castaño revuelto como siempre. En estos dos años de no estar juntos, mi ex novio no había parado de superarse en todas las áreas de su vida: más atlético, más tranquilo, menos inseguro, más exitoso en su carrera de investigador (era físico), más ocurrente. Todas cosas que me hacían sentir como la mierda. Ahora hablaba con Martín y una chica que cargaba una guitarra en la espalda. ¿Quién era? Metí un dedo índice en mi copa de champagne hasta apoyarlo sobre un hielo (me gusta el champagne con un hielo), y cuando se enfrió me lo apoyé sobre el párpado. El frío cura todo. La chica le dijo a Juan algo bien cerca de la boca y él le sonrió. ¿Quién era? Estaba vestida como una estudiante de circo, con unas babuchas violetas y una vincha con los colores del arco iris. Vestía como una adolescente. Sin embargo, no parecía más joven que yo. ¿No te dijeron, nena, que hay un momento para ser rebelde y otro momento para negociar? Salí a uno de los balcones hasta que se me calmara el ojo. Hay que negociar. Ese es el verdadero significado y objetivo de cualquier revolución. ¿Sabían? Romper para negociar. Escribir para plasmarlo en un libro, o en una película, y que quede así. Quieto.

Deambulé y deambulé hasta que divisé a Pedro De Gol conversando vivamente con un hombre. De Gol lo miraba a los ojos, sin sacarle la vista de encima ni un segundo. Se las ingeniaba para hablar sin que se le desarticulara la sonrisa, lo que le daba una expresión asombrosamente tensa. El otro estaba parado frente a él en un ángulo de 45 grados: el gesto típico del que detenta el poder. El poderoso presta sólo un 50 por ciento de su atención mientras el otro 50 sigue disponible para lo que ofrezca el mercado. Después la aguja empieza a moverse. El débil se ve obligado a hacer una gracia atrás de otra, temiendo siempre equivocarse, aburrir al poderoso, y que la aguja baje de 50 a 45, a 40, a 30, y los mismos nervios de saber que lo pierde harán que esté perdido. El poderoso lo miraba, no lo miraba, asentía, pensaba en otra cosa. De Gol transpiraba para adentro. Era clarísimo que ese hombre era Sarino. Me acerqué a uno de los mozos para dejar mi copa en la bandeja, prendí un cigarrillo, y caminé hasta donde estaban Juan, Martín y la falsa adolescente. Tener un objetivo superior me daba la seguridad necesaria para acercarme a mi objetivo inferior y ver si esa noche nos íbamos juntos.

—Te juro, acabás. Es un acto reflejo.

Saludé con un beso a Juan, y después otro beso a la chica. Se llamaba Cielo; estaba contando que un segundo antes de morir, cuando se le parte el cuello, el ahorcado tiene el orgasmo más poderoso de su vida. Siempre. Que estaba científicamente comprobado.

—¿El orgasmo más poderoso de su vida? —pregunté.

—Sí —respondió.

—¿A cuántos ahorcados consultaron? —pregunté, otra vez.

Cielo se rió conmigo. Tonta de remate, ¿querías irte con mi ex?

—Es loco, pero es así. Se fracturan todas las terminales nerviosas del cuello y eso hace que el muerto tenga una erección y eyacule... Eso a nivel fisiológico. Y estar al borde de la muerte... El afrodisíaco más poderoso que existe.

“La muerte, el afrodisíaco más poderoso que existe”. Pregunté cómo habían llegado a ese tópico tan exótico.

—Hablábamos de sexo. Me gusta que me asfixien.

La perra me sonrió. Los otros dos le sonrieron a la perra.

—¿Y la tuya, Flor? —me preguntó Martín.

—¿La mía qué?

—Tu parafilia preferida, cuál es.

—El sexo oral.

—El sexo oral no es una parafilia —dijo Cielo.

—No, salvo que sea lo único que querés hacer. Porque todo lo que atente contra la reproducción es sexo desviado, ¿no? —hice una pausa, y le pregunté—. ¿Vos ya tenés hijos?

Cielo me miró confundida. Podés seguir con tus babuchas hasta el geriátrico, pero ya estás en edad de negociar.

—¿Tengo cara de madre?

Primero me limité a callar y sonreír, como si su pregunta me resultara completamente extraña. Después dije:

—Perdoná...

—No... no me ofendés... —dijo ella.

¿Por qué ofenderte si alguien te pregunta si sos madre? No. Ser madre no es un insulto, para nada. Ser madre es algo maravilloso. Pero en ciertos círculos, para ciertas mujeres, de cierta edad... ¿Qué quiero, ser una mujer independiente, con una carrera exitosa y montones de reconocimiento? ¿O en realidad soy una mujer antigua encerrada en el discurso de una mujer moderna y lo que quiero es una familia, unos hijos, una casa grande con mucama y jardín? Hay mujeres que se atormentan mucho por esto. En una fiesta como esta, llena de artistas, está repleto de esas mujeres. Mírenlas. Todas las que no son madres y se acercan a los treinta, a los treinta y tres, a los cuarenta. ¿Las ven? Todas esas mujeres se hacen las mismas preguntas, todos los días, cuando se duchan y ven su estómago chato y vacío, cada vez más vacío. Yo puedo reconocer muy bien a estas mujeres. Yo sé muy bien cómo son, porque soy una de ellas.

—¿Te están tratando bien?

Pensé que Martín me lo preguntaba a mí, porque no, mis emociones no me estaban tratando bien. Tampoco Juan, que me maltrataba, flirteando con Cielo adelante mío. El alcohol me había tratado bien pero ahora ya no, ya no. Y el tabaco me maltrataba también, me hacía sentir mugrosa y débil. Pero seguía tomando alcohol y fumando tabaco, para olvidar lo mal que el alcohol y el tabaco estaban haciéndome sentir. Martín, sin embargo, no me hablaba a mí. Y eso también, si lo piensan un segundo, era una forma de maltrato. Porque nadie parecía darse cuenta de todo lo mal que me trataba el mundo. A nadie parecía importarle todo lo injusto que el mundo era conmigo, dándome expectativas que ¿dónde me estaban llevando? A un trabajo mal pago. A escribir cuentos que nadie quería publicar. A un departamento de dos ambientes con kitchenette.

—Muy bien —dijo Román Sarino en un castellano casi perfecto. Se había acercado a nuestra conversación en compañía del autor de la noche—. Pedro está a cargo de mi copa llena.

Y levantó su copa de champagne. Pedro De Gol rió con los demás. Nada tan gracioso, pero yo reí también. Estaba nerviosa, pero saber que podíamos conversar en el mismo idioma me dio algo de seguridad. De Gol habló.

—Hablábamos con Román de su última película, La recherche. Acaban de venderla en Estados Unidos. ¿Sabés cómo la tradujeron? Lack of Love.

—¿Por qué? —preguntó Martín.

—No lo sé —dijo Sarino, sonriente—. Parece que los norteamericanos creen que toda película francesa tiene que tener la palabra “amor” en alguna parte del título...

—Totalmente. Y si es un libro de un sudaca, la palabra “pobre”. La editora de la BBP me dijo que a mi novela querían ponerle Poor and Gay, que qué me parecía... —se hizo un silencio—. ¿Y ya tienen fecha de estreno en Argentina, Román?

—No todavía, pero será de aquí a dos meses, no más.

—¿Y estás acá filmando?

Cielo había vuelto a hablar, pero esta vez me pareció bien que hablara. Su pregunta era un buen pie. Sarino dijo que estaba programando algunas reuniones y leyendo guiones que le habían hecho llegar personas de su confianza. Que tenía muchas ganas de filmar acá. Que la industria del cine, acá, estaba creciendo. Que acá había mucha gente talentosa.

—Me regalaron un libro —dijo, y continuó después de un trago de champagne—. Diario de un paranoico...

Todos conocíamos ese libro. Era un libro enorme. Escrito en 1982, por Ricardo Grats, seguía reeditándose y vendiendo. El primer libro sobre el proceso, escrito durante el proceso, en el país. Grats nunca se había exiliado. Muchos años después había trabajado para la derecha, y ahora, aunque seguía siendo un escritor sobresaliente, la intelectualidad lo denostaba por traidor. Pero más o menos secretamente todos lo admiraban. Sarino dejó los puntos suspensivos flotando, nadie tomaba la posta. Cielo y Juan, imagino, porque no tenían opinión al respecto. Martín porque estaba mirando que sus invitados se divirtieran. De Gol y yo porque estábamos calculando. Sarino me salvó.

—¿Qué te parece a ti el libro, Pedro?

—Bueno. Es complicado...

Dijo De Gol, y empezó a enredarse en teorías sobre el autor y su obra, sobre el efecto del arte, sobre el lugar desde el que se escribe, sobre la conciencia, sobre la derecha, sobre la izquierda... Y la aguja de atención de Sarino —todos nos dábamos cuenta— empezó a bajar y a bajar. Para cuando De Gol se dio cuenta de que había tomado el camino equivocado ya era demasiado tarde.

—A mí me parece un libro fabuloso —dije.

Sarino me miró inmediatamente. Pedro cerró la boca. Todas las luces estaban puestas en mí.

—¿Sabés cuál es el problema que los chicos de izquierda tienen con Grats, Román? Que Grats es un hombre culto. Eso les pone los nervios de punta. Que un escritor genial los cachetee con inteligencia. Estos chicos piensan que no hay vida inteligente en la derecha. Pero sí que la hay, y muchas veces salen todos de la misma escuela. Lo que los pone tan mal, creo, es que los espeja. Además Grats también fue bolche...

¿Me ven? ¿Ven cómo Román Sarino se ríe conmigo? ¿Ven cómo gira su cuerpo hacia mí? ¿Ven cómo De Gol, desesperado, festeja todo lo que digo? Vean cómo yo crezco mientras él desaparece, y véanlo a Juan, ¿la mira a Cielo? No. A mí, me mira a mí. ¿Ven esa luz que brilla sobre mi pelo? Es el espíritu de la justicia que al fin bajó de las alturas para ver cómo estoy. Esto es lo que tenía que pasar. Y esto es lo que estaba pasando. Vean cómo Sarino me pregunta a qué me dedico. ¿Escucharon el tono despreocupado con el que le dije que tengo un guión? Lo repito.

—Tengo un guión recién terminado. Un thriller.

—Qué interesante, ¿y ya lo llevaste a alguna productora?

—Todavía no. Me lo pidieron un par de conocidos, pero no estoy desesperada. Creo que si le doy tiempo la mejor oportunidad va a llegar sola.

Véanla llegar.

—Me gustaría leerlo. ¿Quieres pasármelo?

Por supuesto, Román. Dame tu mail y nos tomamos un café en la semana, que yo casualmente ando con algo de tiempo. Lo miré a Juan. Le sonreí. Seguí hablando con Sarino de las mejores playas para visitar en la costa. Lo miré a De Gol; miraba hacia todos lados, buscando una ayuda. Levantó la mano y saludó a una mujer al otro lado de la pista. Martín entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Esa es Roberta? —preguntó.

—Sí —dijo De Gol, que, me pareció, se parecía cada vez más a su hermano. Y agregó, a Sarino—. Mi mujer.

Ya lo dijo Tom Wolfe: si en una reunión social un cónyuge se ve obligado a buscar la complicidad del otro cónyuge, ha fracasado. Martín se excusó para ir a saludar a Roberta. Yo agarré otra copa de champagne de la bandeja que pasó frente a mí. Era la sexta o séptima de la noche, pero era la primera que tomaba para sentirme todavía mejor.

—¿Estás casado? —le preguntó Cielo a De Gol.

—Sí.

—¿Podemos decir entonces que seguís siendo un puto reprimido?

Dije yo. Y me reí, y casi todos rieron conmigo. De Gol también (no le quedaba otra). Era un buen chiste pero estuvo completamente de más. Lo supe después. En ese momento empecé a reírme tanto que tuve que agarrarme el estómago con una mano para que no me doliera. Literalmente, me doblé de la risa. Borracha. Acaso triunfante. Dejé caer mi cabeza hacia el suelo mientras me reía. Mareada, pero todavía victoriosa, sentí un asco profundo y pensé: es el mismo asco que sentiste toda la noche, Florencia. Pero no. No era. Me había dado cuenta a tiempo, pero no me había detenido a tiempo. Doblada, con las manos sosteniéndome el torso desde las rodillas, observaba la pinotea ensuciarse con el champagne que estaba dejando caer desde mi copa mientras rogaba no vomitar los zapatos de mi futuro productor.

—¿Te sentís bien?

Cielo se acercó y me apoyó la mano en la espalda. Me levanté de a poco, intentando mantenerme derecha. Con los ojos cerrados estiré la mano con la copa vacía y apoyé la otra en mi frente.

—Estoy bien.

Dije, y me levanté el pelo en un rodete para dejar que corriera aire por mi nuca. Sarino me observaba con una expresión que no llegaba a descifrar. ¿Qué pasaba? Estaba borracha, sí, ¿pero no estábamos en una fiesta?

—¿Me explicas lo que dijiste a Pedro? —dijo—. No sé si entendí bien... —y sonrió.

Empecé a explicarle el chiste, que el título de su novela, que su esposa, etcétera, mientras notaba que mi explicación era innecesaria. Sarino no era idiota, había entendido. No es idiota, es, es... me repetía, mientras seguía intentando excusarme... ¿de qué? Empecé a sospecharlo mientras me enroscaba en mis propias justificaciones y lo miraba a Martín. ¿Cómo puede ser, Martín, que no me hayas dicho que Sarino era susceptible y homosexual?

—¿Tienes algún problema con los putos?

Entendí que todo se acercaba peligrosamente al desastre. Sentí la cara caliente. ¿Tenía algún problema con los putos? Para nada. De hecho varias veces me había preguntado si la heterosexualidad era lo mío. ¿Por qué, entonces, no podía decir algo salvador? El alcohol no ayudaba, tampoco los nervios. Y el temor horrible de haber ofendido a mi futuro productor... ¿Lo había ofendido? Mi futuro productor, dueño de un sentido del humor que empecé a sospechar deficitario. Sarino me sonrió pícaramente. ¿Estaba él haciendo otro chiste?

—Los europeos... —dijo—. Todos tan correctamente políticos...

Lo dijo para el grupo, y el grupo se rió con él. No eran correctamente políticos. Eran, en todo caso, políticamente correctos. ¿Pero quién iba a corregirlo? Definitivamente, no yo. Entonces Cielo dijo:

—¿Qué tenés acá? —en voz muy fuerte, acercándose a mi espalda.

—No sé...

Sentí un tirón en el vestido y después me acercó su mano, mostrándome algo. ¿Qué era? Hice foco, pero no entendía. Cielo, la misma falsa que un segundo antes había querido ayudarme, la misma perra que pensé que no me guardaba rencor...

—Te olvidaste de sacarle la etiqueta al vestido —dijo—. ¿La tiro, o la querés?

Yo sé que existe el bien y existe el mal, y puedo discernir uno de otro. Lo que Cielo estaba haciendo era el mal, y estaba haciéndomelo ahora que yo estaba ebria y vulnerable. Doblemente el mal. Humillante. Mírenme. Soy la misma que hace unos minutos estaba a punto de dar un salto magnífico en su carrera. ¿Cómo había pasado a ser esta borracha que se compra un vestido nuevo, deseosa por causar una impresión? ¿Cómo iba a hacerle creer a Sarino, ahora, que no estaba desesperada? ¿Y cuánta maldad podía tener Cielo adentro para preguntarme si quería guardar la etiqueta del vestido? Como recuerdo de la noche en que un productor importante estuvo quince minutos interesado en vos, Florencia. Intenté armar algún chiste ocurrente que encarrilara mi dignidad. No pude. Los miré a todos. Me pareció que Sarino me sonreía con cierta compasión. La que provoca la vergüenza ajena. La mía. ¿Vieron llegar la oportunidad, unos minutos antes? Bueno. Véanla irse.

—¿Viste la última de Lynch? —dijo Pedro De Gol.

Y la aguja de Sarino empezó a moverse hasta darme el perfil. Y así, como si nada, hablaban de otra cosa. Lo miré a Juan. ¿Para vos también me volví invisible? Retrocedí unos pasos aguantando todo. La náusea no era lo peor. Lo peor, ahora, eran las ganas de llorar. Tenía que reprimirme. Caminé hacia el largo pasillo que llevaba al cuarto de Martín.

—¿Te sentís bien?

No. No me siento bien. ¿Por qué seguían preguntándome si me sentía bien? ¿No era evidente? Pero que Juan se hubiese preocupado por mí me reconfortó un poco. Le dije que quería acostarme hasta que me sintiera mejor y se ofreció a acompañarme. Entramos al cuarto a oscuras. Fuimos a oscuras hasta la cama. Nos tiramos, a oscuras.

—Gracias.

Le dije, y quise darle un beso. Dejó que se lo diera. Fue un beso triste. Yo quería dormir abrazada a él, pero él, me pareció, quería dormir abrazándose a sí mismo.

—Un cigarrillo. Quiero un cigarrillo.

—No tengo — dijo—. Dejé.

¿Dejaste de fumar para volverte todavía más perfecto? ¿O para hacerme sentir todavía peor? Le pedí que me alcanzara mi cartera y empecé a revolver todo.

—Ya vengo.

Cuando Juan abrió la puerta para salir del cuarto la luz y la música de afuera entraron un segundo. Después la cerró y todo volvió a quedar a oscuras. Está bien, dejame sola. Todavía tenía el mail de Sarino, ¿no? Todavía podía hacerle llegar el guión de mi película, que lo leyera... todavía no me había dicho que no, ¿o no? Los imaginé en el living, conversando sobre... Me senté despacio, tanteé la oscuridad hasta dar con un velador, lo prendí. Mientras buscaba el encendedor en la cartera descubrí la cuna de Tommy. Me había olvidado de que el bebé estaba en ese cuarto. Me puse de pie, despacio, y me acerqué a él. Dormía. Cuando encontré el encendedor volví a sentarme en la cama, me puse un cigarrillo en la boca, y pensé unos segundos en mi vida, a punto de acortarse unos segundos más después de que prendiera ese cigarrillo. Lo prendí. Inhalé profundamente. Guardé el humo. Exhalé. Dejame decirte algo, Tommy. Hay cosas que tenés que saber, y mejor saberlas lo antes posible. Ese hermoso cielo celeste que te arrulla tiene un agujero enorme, enorme (como el mar con sus olas y sus barcos); por ese agujero todos los días el sol (esa pelota dorada que flota entre las nubes y te hace cosquillas) manda rayos que pueden debilitarte hasta hacerte sufrir presbicia, sarampión, herpes, lepra, malaria, varicela, cáncer. Ese auto tan lindo en el que papá te lleva a pasear tira unos gases que no se oyen, no se huelen, y esos gases (los gases de todos los autos de todos los papás del mundo) navegan en tu sangre (como un submarino muy chiquito y muy rápido) hasta tus pulmones, y pueden dejarte ciego, darte dolor. Esa pileta en la que mamá te está enseñando a nadar está llena de cosas invisibles y venenosas que vienen de mil lugares del mundo, de las fábricas (donde se hacen los autos de los papás y los juguetes de los hijos), y que llegan hasta los ríos, que riegan los campos, que hacen crecer el alimento para que seas un nene fuerte y hermoso. Esos nenes con los que jugás en la plaza un día van a hacerse grandes (vos también, Tommy) y van a querer ganar. Van a tener que hacer muchas cosas que no querrían hacer. Van a tener envidia de otros que ganen más que ellos. Van a casarse, van a divorciarse, van a conseguir y perder trabajos, amigos, recuerdos. Van a disputarse migas. Van a llamar cada vez menos a sus padres y a sus hermanos. Van a fracasar, muchas veces. Van a frustrarse y decirse cosas horribles. Van a sentirse egoístas. Miserables. Enfermos. Van a tener miedo de morir. Van a tener miedo de estar solos cuando estén por morir. Y van a tener hijos, que al principio siempre son chiquitos y tiernos. Como vos. Los van a traer a este mundo (hermoso, a pesar de todo) para que crezcan en compañía de todos nosotros, Tommy, de toda esta gente que somos. Para que crezcan respirando este aire, tomando de esta agua y calentándose bajo este sol. ¿Te das cuenta, Tommy? ¿Qué puedo hacerte yo, con el humo de mi cigarrillo, que el mundo no haya pensado antes por mí? Así que no te preocupes por nada, Tommy. Hasta que algo salga mal, todo va a estar bien. Ahora no te preocupes.