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Ojos en la noche

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Pablo Picasso pintando el “Guernica”. Fotografía de Dora Maar
Pablo Picasso pintando el Guernica. Fotografía de Dora Maar.

—¡Sólo tiene ojos! —dicen que exclamó la tía del pequeño Pablo al nacer éste cuando, delgadísimo y frágil, comenzó a abrirlos. Esos ojos penetrantes y profundos que todo el que lo conoció resalta y que las fotografías se encargan de rubricar. Es la mirada de la dureza y de la seducción, la fijeza abrasiva de atrapar lo que observa sin darle tregua al tiempo ni resquicio al olvido. Dos túneles que horadan la materia donde la luz responde al final de esa noche impenetrable, la mirada que absorbe, que succiona, que grita, que está en el Minotauro y en Teseo, sutil como ese hilo de Ariadna que zigzaguea por el laberinto.

Con la fijeza hostil de los sumerios, la paciente, hierática expresión de El escriba sentado, y también la pureza fija y espiritualizada de los ojos abiertos a los valles de Bohí en las pinturas de San Clemente de Tahull; el movimiento vivo, la geometría del vértigo y todas las vanguardias de entreguerras, de postguerras, y más allá del tiempo, bailándole en la chispa que enciende la pasión de la candela y baila entre colores y líneas y deseos y lances posesivos, arranques imprevistos, alegría de vivir, y rabia. E ira...

 

Yo pienso en esos ojos cuando me detengo en la Sala Guernica ante el Guernica. Pienso en cada mirada que golpea en la pared de sombra.

Pienso en la piel de España en épocas distantes cuando el lienzo exiliado reclamaba la luz de libertades y tuvo que esperarlas tantos años.

Pienso en todas las pieles, vejadas, maltratadas de todas las convulsas geografías donde la crueldad de la guerra omnipresente afila sus aceros y hay ausencia de luz, como en el cuadro, y gritos de dolor y de impotencia y hay crueldades, torturas, y hay hambre e infortunio y no hay colores ni calor de vida... Justo lo que este cuadro denuncia o representa.

 

El 10 de septiembre de 2011 se cumplieron treinta años de la llegada del Guernica a España. El Museo Reina Sofía, que lo alberga desde el 92, preparó una serie de actividades culturales que se desarrollaron a partir del 2 de noviembre hasta el 25 del mismo mes. Hubo mesas redondas, se impartieron conferencias, se pudo visitar una exposición íntegramente dedicada a estas tres décadas e incluso fueron espectadores de un montaje escénico de la obra teatral de Picasso El deseo atrapado por la cola en una versión de Guillermo Heras. Ahora, un robot diseñado para auscultar las más precisas tramas lo recorre en la noche captando los gemidos de sus fibras más íntimas para que el deterioro no llegue al corazón de sus urdimbres.

Desde el principio este cuadro se erigió en icono de la cultura frente a la barbarie más terrible y abyecta.

Toda la ira, todo el dolor se halla aquí representado; la noche de las noches sin consuelo; la huella helada de Caín, una abrasada acción ensangrentada que turba las conciencias llenándolas de horror y de ceniza, y todo estructurado, perfectamente armado por la mano que ordena y la mirada que escenifica el odio y lo plasma en un pulso fijando la locura inhumana del hombre.

La España pendular de la peor de las posibles guerras se halla reproducida con la mancha indeleble y más cainita, y de paso la sangre derramada de todo lo inocente que a lo largo del tiempo ha sufrido en su carne la marca del verdugo.

Pablo Picasso¡Qué tremendo poder tiene ese cuadro que nos deja en suspenso, plantados ante él e hipnotizados prendidos en la vorágine de la desolación más desgarrada!

Podemos recoger en esta expresionista distorsión que asume ese legado de las cubistas experimentaciones, la fuerza y la pasión de otros motivos más hondos, infinitamente más humanos, más espirituales, lanzando ese clamor, ese alarido sin fronteras, esa profunda compasión sin límites, ni medida, ni espacios, a la que infunde un alma en el espanto de la soledad del más atroz de los desamparos.

Las víctimas del mundo, de cualquier tiempo o lugar, de cualquier época, de cualquier masacre, de cualquier terror, nos claman, nos increpan impotentes frente al hondo vacío de las desesperanzas.

La historia se desnuda ante esos brazos que se alzan imprecatorios e implacables hacia un lugar sin nombre, hacía el vacío más negro.

Hay cicatriz de calcinados vientos en el piafar de espanto del caballo que simboliza al pueblo, la voraz elegía nos petrifica y esa pietá doliente que sostiene en sus brazos la muerte innumerable y repetida de tantas rotas maternidades con esa desgarrada transparencia, con su nítido, dramático mensaje.

El 1 de mayo de 1937, como es sabido, y como encargo del gobierno español, republicano, de París, para el Pabellón de la Exposición de la capital francesa dedicado al Progreso y a la Paz, Picasso comienza el cuadro que marcará la historia más reciente y todas las historias. Tiene fresco el dolor de ese Guernica destruido por las bombas de aquella escuadrilla de Heinkel-111 y, después, completado todo el arrasamiento por los aviones de Junker 52, dejando caer bombas incendiarias durante todo el día sobre la pequeña e indefensa ciudad, pero sobre todo tiene vivo el dolor y la impotencia de las víctimas en esa cuarteada y desventurada piel de toro y de todas las víctimas de cualquier aniquilación, de cualquier guerra.

El 4 de junio, en poquísimo tiempo, lo terminará. Su compañera entonces, Dora Maar, irá fotografiando cuidadosamente la composición de ese óleo sobre lienzo de 349,3 x 776,6 cm. Y lo hará en cada trazo, cada plano anguloso, cada sobreposición y cada transparencia, cada estado de ánimo, cada símbolo y cada contraste, cada desgarro sobre ese gris negro de sombras homicidas al que atraviesan claridades de amarillo y de blancos muy sutiles, un azulado pálido, un palidísimo ocre...

Fotografía al caballo, eje vertical dividiendo la tela, triángulo que lo enmarca en el centro de los dos cuadrados, en el primer cuarto del rectángulo, el toro, con esos ojos románicos que todo lo observan con brutal indiferencia, y está la ventana con la mujer del quinqué y está el hombre descuartizado de los ojos abiertos y la mano crispada, el brazo desmembrado sostiene el puño de la rota espada con una flor que nace como viva esperanza, la mujer con el niño muerto, la que clama al cielo, la casa ardiendo, la ventana de fuego, el tejado en llamas, la obsesiva luz de la lámpara encendida...

Opresivo, dramático, estremecedor a la vez que desafiante y persuasivo, esta obra supera toda previsión y toda lógica, ya sea conceptual, estética, crítica o simbólica y es la culminación de todo un universo de intuiciones e ideas, de sentimientos o experiencias y donde la rabia, el odio y la más honda compasión y la ternura tienen cabida...

Nosotros contemplaremos este cuadro, siempre, con dolor. Con un profundo respeto emocionado.