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Gustav MeyrinkEl otro monstruo de Gustav Meyrink

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A Bocha, Silvia y Piki, en viaje a Praga.

Hasta donde yo sé, la novela El Golem (1915) de Gustav Meyrink ha sido alabada mayoritariamente por sus climas inquietantes de horror, fantasía y pesadilla. Así Borges —que la tradujo al castellano— pudo decir: “Harta de sonoras noticias militares, Alemania acogió con gratitud sus fabulosas páginas, que le permitían olvidar el presente”.1 Por tanto, me propongo aquí manifestar otras virtudes que en el libro hallo y que se relacionan con su potencia alegórica, su carácter anticipatorio y su aguda percepción de la realidad social.

El Golem transcurre en la Praga de comienzos del siglo XX, cuando la ciudad del Moldava era la capital del reino de Bohemia, uno de los estados vasallos del Imperio Austro-Húngaro. Cuenta la tradición que en su famosa judería tuvo lugar en el siglo XVI un acto demiúrgico llamado a provocar, como toda acción irresponsable de ejercicio del poder, terribles consecuencias:

(...)

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

(...)

Sediento de saber lo que Dios sabe
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el nombre que es la clave.

(...)

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. “¿Cómo —se dijo—
pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?”.2

Pero el mal ya estaba hecho. La criatura iba a aparecer cada 33 años por la ventana de una habitación redonda e inaccesible del ghetto, avisando crímenes y males a los hombres.

La entreverada trama de El Golem concita sueños que se desdoblan en otros sueños, pesadillas, especulaciones metafísicas y también lo necesario para hacerla atractiva a los grandes públicos: ocultismo, exotismo, amor y un asesinato misterioso. Bien construida, enigmática o irónica según lo requiera el pulso de la narración, es capaz de pasar de sus cumbres de irrealidad al sosiego engañoso (por conocido) de nuestra vida cotidiana, allí donde creemos hallarnos a salvo de las atrocidades del fabulador.

Provocar esa ilusión, tal vez, sea el mayor de sus méritos.

...

Las circunstancias personales de un autor nunca resultan absolutamente ajenas a sus creaciones, ni pueden afectar indiferencia por la sociedad y su tiempo. Aunque se trate de literatura de evasión o de género, las buenas letras siempre o casi siempre terminarán reflejando su entorno y aun serán capaces de proyectarse a los días venideros. La crítica ha señalado esa capacidad del artista para entresacar —en forma inconsciente o deliberada— elementos que suelen pasar inadvertidos para la mayoría.

El artista suele ser anticipador. Su sensibilidad capta las crisis cuando aún no están manifiestamente definitivas, a la vez que suelen chocar con él, conflictualmente, los contenidos pasados.3

Gustav Meyrink nació como Gustav Meier en Viena en 1868, y murió en Starnberg en 1932. Es decir, que conoció el esplendor y la ruina de Austria-Hungría. Si intentamos un ejercicio de composición política y social del Imperio de los Habsburgo en la época de El Golem, daremos con ciertas variables que explican su eventual disolución política así como un avanzado estado de descomposición social. Meyrink debió, por lo menos, intuir esas variables.

El centenario Reino de Bohemia fue establecido en el siglo XIII en el marco del Sacro Romano Imperio y permaneció en éste hasta que la dinámica de las guerras napoleónicas determinó su extinción. Entre 1806 y 1867 formó parte de Austria, año en que fue asignado a esta parte de la corona dual por el Compromiso Austrohúngaro. (A tan agitada historia política, signada por la subordinación, debemos la principal acepción del término de raíz latina defenestración, que recuerda la poca paciencia de los habitantes de Praga —husitas en 1419, aristócratas en 1618—, quienes zanjaron diferencias con sus enemigos tirándolos por la ventana. A los comunistas se les achacaría la misma afición en 1948). El carácter a la vez aluvional y residual del nuevo Estado determinaría una frágil coexistencia —por la diversidad étnica, religiosa y cultural— entre húngaros, alemanes, checos, ucranianos, eslovacos, croatas, italianos, serbios, eslovenos, rumanos y polacos, los que a su vez debían fidelidad al emperador pero también al reino, a la ciudad libre, al condado, al ducado, al magraviato, al condado principesco o al Estado en que residían.

Se ha señalado que el Golem “es a la vez el otro yo del narrador y un símbolo incorpóreo de las generaciones de la secular judería”;4 la primera aseveración hace a la estructura del libro mientras que la segunda se refiere a su interpretación. Aunque es fácil coincidir con ambas, en especial desde el punto de vista de la tradición, cuesta no ver asimismo en el rescate del mito los conflictos reprimidos en amenazadora latencia, propios del mosaico de intereses contrapuestos del imperio.

Así planteadas las cosas, adivino una objeción del que lee: si tal fuera, el libro no sería sino un registro tardío del estallido de esas fuerzas contrapuestas, porque cuando salió a la venta ya se luchaba en todos los frentes de la Gran Guerra. Esto tiene mucho de verdad visto a la distancia, pero no lo entendieron así los contemporáneos, que encontraron en la fantástica narración una vía de escape al agobio del presente. Este dato de la realidad no hace mella en la formidable potencia alegórica de El Golem sino que, antes bien, demuestra que sus primeros lectores dejaron pasar esas constataciones por obvias o porque ya no eran una simple amenaza. Ingenuamente aceptaron el presente griego de la novela como los políticos dictaron el Tratado de Versalles, sin advertir que aquélla vislumbraba lo que éste ayudaba a parir: la etapa más negra de la Civilización.

...

Pero volvamos a los años en que transcurre la acción de El Golem, a uno cualquiera de ellos, digamos 1909 o 1910. Las grandes ciudades del imperio ven desfilar a diario una miríada de provincianos arribados en busca de fortuna y se convierten en escenario de su fracaso: buscavidas, prostitutas, delincuentes de toda laya, artistas fracasados, estudiantes crónicos, vagos. Uno de estos ejemplares pasea su desesperación por las calles de Praga:

—Maestro Pernath, soy tan pobre que ni yo, casi, puedo comprenderlo, mire, me veo obligado a ir medio desnudo y como un vagabundo, y, sin embargo, soy un estudiante de medicina..., ¡un hombre con formación!

Se abrió la capa y vi, con asombro, que no llevaba camisa ni chaqueta, vestía el abrigo sobre la piel desnuda.5

Al mismo tiempo, en Viena, otro estudiante fracasado arrastra su miseria:

...en noviembre de 1909 (...) se vio en la necesidad de abandonar el cuarto amueblado en que vivía (...) por carecer de dinero para cubrir el alquiler correspondiente. Después de varias noches de dormir en los bancos de los parques públicos o en algún café, encontró una cama en un dormitorio público (...), en un apartado barrio al sudoeste de la ciudad.6

El primero de los individuos es Charousek, el estudiante bohemio y protagonista central de El Golem; el segundo, un pintor austríaco mediocre llamado Adolf Hitler. Ambos vuelcan su resentimiento en la profesión de odios irracionales envenenados por el racismo.

Charousek:

—Animales de rapiña, degenerados y sin dientes, a los que se les ha quitado su fuerza y sus armas —dijo Charousek mirándome dubitativo. (...)

—Aaron Wassertrum, por ejemplo, es millonario, posee casi un tercio del barrio judío. ¿No lo sabía usted, señor Pernath?7

Hitler:

Así, pues descubrí finalmente quiénes eran los espíritus perversos que guiaban equivocadamente a nuestro pueblo (...). Conforme conocía mejor a los judíos, más disculpaba a los trabajadores.8

Eso, a pesar de compartir penas y recibir beneficios de los judíos.

—Quería (Wassertrum) regalarme un abrigo —continuó Charousek en voz alta—. Lo he rechazado, agradecido, por supuesto. Ya me calienta bastante mi propia piel (...).9

(...) en 1910, a la edad de 21 años (...), Hitler usaba un abrigo negro, muy viejo, que le había regalado Neumann, un judío húngaro huésped del asilo para varones.10

Ambos comparten el delirio paranoico y la decadencia física.

—Ya era así de pobre cuando provoqué la caída de esa bestia, de ese todopoderoso y famoso doctor Wassory, y aún no hay nadie que sospeche de mí (...).

Miré horrorizado a Charousek. ¿Estaría loco? Debían ser fantasías febriles las que lo hacían inventar tales cosas (...). Está tísico y las fiebres de la muerte dan vueltas en su cerebro.11

En tanto, un hombre de “...cara huesuda y hambrienta (...) sobre la que los ojos grandes y saltones constituían el rasgo dominante. En suma (...) una aparición que se ve muy de vez en cuando entre cristianos”, se preguntaba: “¿Existe algún negocio sucio, alguna inmundicia, principalmente entre el mundo oculto, en la que no participen o participe cuando menos un judío?”.12

Estos paralelismos confluyen siniestra y simbólicamente en un elemento: la sangre. La sangre como factor de discordia entre razas, la sangre como provocada por el encono homicida, la sangre como vector de enfermedades contagiosas y mortales, la sangre como resultado del coito.

Por ejemplo, Hitler y Charousek comparten la duda acerca de sus orígenes y, consecuentemente el odio hacia una sangre “impura” que temen o fabulan sea la propia:

—¿Odio?, Charousek rió convulsivamente. Odio no es la expresión. Todavía está por crearse la palabra que pueda expresar mis sentimientos hacia él. Odio su sangre. ¿Comprende usted esto? La huelo como un animal salvaje, aun cuando haya una sola gota de su sangre en las venas de un hombre... y —apretó sus dientes— y eso me sucede a veces aquí en el ghetto. (...) ...Y... que mi propio cuerpo... —se volvió para que yo no viera su rostro— está lleno de su asquerosa sangre... sí, Pernath, ¿por qué no lo va a saber usted? ¡él es mi padre!...13

Como casi todos, el biógrafo de Hitler que seguimos, Allan Bullock, establece que “con toda probabilidad, nunca sabremos quien fue el abuelo de Adolfo Hitler, el padre de Alois. Se ha sugerido, sin comprobación de ninguna clase, que puede haber sido un judío. Sin embargo, esto puede ser verdad”.14

Parece evidente que el antisemitismo, el chauvinismo y la intolerancia religiosa han respondido, en el caso de los pueblos de Austria-Hungría, al miedo a la hibridación. En efecto, en una sociedad tan diversa y cambiante, la pertenencia a un grupo “puro” debió verse como garantía de seguridad entre los pobres y las clases medias así como de llave de acceso al poder económico y político entre las clases altas. Penosamente, nadie vio que lo único que dejaba contentos a todos, en ausencia de estimulantes soluciones de los conflictos sociales, era el fascismo. Los ricos siguieron así en la cumbre de la sociedad y los miserables se creyeron parte de una nueva era que los reconocía mejores que los judíos, los gitanos, los eslavos, los homosexuales, los negros, los enfermos. Mejores que alguien, en suma.

Para terminar esta relación del personaje y el hombre que vemos como su reflejo, una breve noticia de la muerte de ambos. El estudiante bohemio Charousek termina sus días abriéndose las venas y descargando (orgiástica u orgásmicamente) su sangre en la tumba de su presunto padre; quien sería llamado el “cabo bohemio”, porque remontaban el origen de su apellido al checo Hidler o Hiedler, famosamente se dio muerte con cianuro y bala inmediatamente después de casarse en extraño himeneo, a la vez erótico y tanático.

...

En 1915, Gustav Meyrink rescató una vieja leyenda judía para componer una novela de horrores que distrajo a los pueblos centroeuropeos de otro horror, más cercano y tangible. Pero, queriéndolo o no, junto al monstruo medieval puso otro que hace posible rastrear la matriz y el perfil de futuros espantos. Casi al mismo tiempo, Paul Wegener, con la película del mismo nombre del libro, inauguró lo que Krakauer denominaría una “procesión de tiranos”15 que, pasando por el doctor Caligari, terminaría en el Tercer Reich. Casualmente, El gabinete del doctor Caligari fue escrita por el austríaco (como Hitler) Carl Mayer y por el bohemio (como Charousek) Hans Janowitz.

¿Habrá en nuestros días, en algún lugar especialmente convulsionado del mundo, nuevo Golem y nuevo Charousek qué indagar, o será nuestro destino resignarnos a la tragedia y a la caza tardía de reflejos históricos?

 

Referencias

  1. Biblioteca Personal, “Prólogo”, Hyspamerica, Madrid, 1985.
  2. “El Golem”, El otro, el mismo, Emecé, Buenos Aires, 1964.
  3. Mahieu, José Agustín, Breve historia del cine argentino, Eudeba, Buenos Aires, 1966, pág. 48.
  4. Borges, Jorge Luis, ibídem.
  5. Meyrink, Gustav, Der Golem, cap. “Praga”.
  6. Bullock, Alan, Hitler, Ed. Bruguera, Barcelona, 1969, Primer Volumen, pág. 18.
  7. Meyrink, ib.
  8. Bullock, ib, págs. 26 y 27.
  9. Meyrink, ib. Cap. “Necesidad”.
  10. Bullock, ib. Pág. 20.
  11. Meyrink, ib. (5).
  12. Bullock, ib. Págs. 20 y 25.
  13. Meyrink, ib. (9).
  14. Bullock, ib. Págs. 10 y 11.
  15. Krakauer, Sigfried, De Caligari a Hitler, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires, 1961, pág. 93, y pág. 41, “Presagios”.