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El último sueño

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La luz del amanecer le dio plena en la cara. Palpó, junto a su cama, sobre una mesa desordenada y húmeda, sus lentes. Una sensación de irrealidad le hizo contenerse. Descorrió bien la cortina para lograr aferrarse a la verdad de que aún estaba vivo. Ahí estaban el prado, la verja despintada, y los seres vivientes que a esa hora pasaban por la calle. Con aspecto de muerto, dudó de nuevo de si su existencia era real frente al espejo y recorrió, con los ojos marchitos, la habitación de siempre. Al frente, a través de la puerta entreabierta, veía la tenue luz que dejaba encendida en su laboratorio por si una súbita idea le sorprendía en medio de la noche. Como era usual, había tenido un sueño, y esto llenaba de estupor la poca calma que el cálido ambiente del sol le obsequiaba. Un ser poderoso, sin rostro definido, sostenía entre sus manos un semihombre medio inerte, mientras hurgaba en su vientre con precisión de cirujano. Luego de extraer una costilla de su pecho, una figura delicada y menuda empezaba a agitarse entre sus dedos. Y aunque breve, la escena parecía detenerse interminablemente.

Trató de concentrarse en la nítida imagen. Ahora recordaba bien; el relato de un ente colosal que escarbaba en los huesos de un hombre para crear, de uno de ellos, una mujer. Hubiera querido recordar las palabras, pero le resultó imposible. Sólo una idea vaga de su oscuro significado le llegaba a la cabeza. Buscó entre los libros olvidados de su biblioteca; allí encontró el volumen, forrado en cuero, de un negro inexpresivo. Lo abrió con ansia en las primeras páginas. La magnífica historia se hallaba en el capítulo que hablaba de la creación, su continua obsesión. Entre dientes, leyó para sí mismo: “Entonces Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar”. ¡Qué repugnante había sonado siempre todo esto! “Y de la costilla que Dios tomó del hombre, hizo una mujer y la trajo al hombre”. ¡Un ser sacado de un miembro de otro ser! ¡Todo era tan mítico! “Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne, ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. ¿Así de simple? En conversaciones de colegas se había rehusado contundentemente a decir “los milagros de la ciencia”. Sostenía que la ciencia no era milagrosa; simplemente, era cuestión de físicas y químicas. Confiaba indeclinablemente en su extrema lucidez, pero esta vez, una refinada intuición la poseía con ardor. Por supuesto, todo había sido una farsa, una mentira infame sostenida por siglos. Su conclusión era definitiva; la semejanza y la evidencia sobrepasaban todo deseo de controvertir. Valía la pena detenerse a contemplarlo un poco más de cerca. Dios... ¿no era él, precisamente, el único hacedor de prodigios? ¡Dios no hacía milagros! ¡Sólo aplicaba los principios de la ciencia! ¡Ja, ja, ja! ¡Qué misterioso le parecía ahora el mundo en que vivía! Dejó el pesado libro por ahí y entró en la habitación donde el olor a sustancias y alcoholes le causó, por primera vez, un intenso vértigo. Miró los tubos, las pipetas a su alrededor y se extrañó de cómo había contemplado hasta entonces el mundo. Una trampa de la química en su cuerpo le hizo sentirse superior; esperaba que nada en su aspecto revelara su descubrimiento. Tuvo miedo de volver a entrar en sueño; podría llegar otra revelación que hiciera tambalear su acierto. La nueva concepción le resultaba satisfactoriamente creíble. De repente intuyó que quizás en otro sueño la parte adicional del misterio le fuese revelada. El inquietante cómo, por supuesto. Un afán inaplazable le poseyó en segundos. Lo cierto era que ya no se engañaba. ¡La humanidad entera era producto de una clonación! ¡Vaya descubrimiento! Un modelo original y una repetición de éste ad infinitum. ¡Dios mismo era un experto clonador! ¡Qué tonto había sido todo hasta entonces! ¡Cuánta reflexión ridícula e inútil! Sin duda, era ingenuo creer que el universo y sus seres fuesen producto de la magia. Ahora la débil línea entre lo posible y lo imposible se quebraba. Y pensar que durante tanto tiempo la religión y la ciencia habían reñido... Un as asomaba bajo la manga de su ingenio prestado. Una y otra vez hojeó el pesado volumen. ¿Era posible hacer algo durante la espera? Con el paso de las horas su deseo desembocó en una poderosa certidumbre que era necesario llevar a la máxima prueba. En numerosas ocasiones, dedicado a la investigación de la clonación humana, había experimentado la indefinida sensación de estar inmerso en una fantasía irrefutable. En un instante percibió fugazmente que las cosas son más claras y sencillas de lo que parecen. Que basta con observar “la escondida analogía de las realidades” que el estado de vigilia no alcanza a describir. Demasiada razón, that was the question. ¿Podía un sueño someterse al escrutinio infalible de la ciencia? Eso esperaba. Quería conservar para sí esa placentera impresión que el genio saborea cuando el enigma de las cosas se pone de su lado. Durante horas trató de discernir la línea divisoria; de la conciencia no llegaba nada. No tenía ganas de dormir, y forzarse a hacerlo no garantizaba hallazgo en absoluto. Seguramente llegarían a acusarle de supersticioso... Su repugnancia hacia la superstición era total, y “los hechos fortuitos no merecían ser tenidos en cuenta”. Siempre habría una forma de explicar los sucesos del mundo. ¡Era tan fácil extraviarse! ¡Tan fácil divagar!

La falleciente luz de atardecer que moría en el espacio le inquietó un poco. Miró al infinito, ansioso por saber qué invisibles movimientos ocurrían a lo lejos. De nuevo, ojeó el volumen. Quizás alguna clave, algún signo escondido palpitara debajo de las letras. Pasó su mano por su cabeza calva; su cara de muerto había adquirido un color de ceniza que el espejo confirmó sin compasión. El fresco de la noche y la esperanza le fueron propicios. Sintió pesadez en la frente y un gusto singular al sentir la distensión en sus músculos. No serían necesarias más revelaciones, respiró confiado. Lentamente fue quedando en medio del silencio y de la nada, de las sombras. Entre brumas, apareció el cortejo de rostros semiocultos y el antiguo volumen en lo alto. Como en una ceremonia de leyenda fue despojado de sus ropas y llevado a la hoguera, donde ardió hasta el amanecer.