Letras
Nota del editor

“Sabato: en esos instantes”, de Esteban Ascencio

En 2010 apareció la novela Sabato: en esos instantes, en la que el escritor mexicano Esteban Ascencio convierte al autor de Sobre héroes y tumbas en personaje de ficción, de una ficción basada en su vida. Hoy ofrecemos a nuestros lectores tres capítulos de esta obra.
Sabato: en esos instantes

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En estos instantes...

Matilde se acerca.

Un dolor la lleva a refugiarse. Pero no es un dolor como cualquier otro, este es un dolor elevado a una potencia desconocida, diríase que este es un dolor más allá del dolor.

Sin importarle lo difusa y distante de la mirada de Ernesto, la busca pensando en la tarde de ese invierno a la orilla del río, cuando le pidió que mirara aquel remolino parecido al vestido de la mujer que bailaba girando con los brazos tendidos a los lados y la cabeza ligeramente inclinada y perdida la mirada. Apenas mueve los pies, pero no deja de sonreír a todo aquel que la mira.

Piensa en Dios. Y a Dios le pide que no los abandone, ella lo lleva en el corazón. Dios —murmura—, no nos desampares. Señor, tú que estás en el canto de los pájaros —dice—, aligera este sufrimiento.

Pero no es cierto, ella sabe que no es cierto, y nadie, nadie en estos momentos lo sabe mejor que ella. ¿De dónde viene ese dolor? ¿Qué misterioso dolor es el que le aqueja? ¿Por qué necesita mirarse en los ojos de Ernesto? Y si es un presentimiento, un presentimiento nada más, pero, ¿qué tipo de presentimiento es el que le causa tanto dolor?

No lo comprende, es demasiado para ella. Y en este momento lo es más que nunca, desconoce lo que le pasa.

Ahora la vista se le nubla, desea llorar pero no puede.

Y si Dios está en su corazón ¿por qué le duele tanto?

Pero eso no es todo, poco antes de llegar con ellos tiene una visión y la gente la mira como agónica, pero Matilde no deja de sonreírles, sonríe a pesar de haber visto a la muerte. Allí estaba, era un campo oscuro donde lloraba esa mujer —y, aun no aceptándolo, sabía que esa mujer era ella—. Sin embargo, eso no la inquieta tanto, quien verdaderamente la inquietaba es el hombre con los brazos abiertos caminando hacia la mujer, mas, la distancia era imposible.

Sofocada llega antes de que el muchacho hable, pide disculpas por interrumpirlos —pero no hace falta—, los jóvenes entienden y se alejan. El muchacho, mientras se despide, solicita a Ernesto que lo reciba en Santos Lugares. Sabato lo mira amablemente y acepta.

Así sucedieron los hechos antes de que Matilde, refugiada en Ernesto, llorara, jamás había sentido tanta angustia como esa noche. A Ernesto le dijo: —Hace unos instantes tuve un fuerte deseo de morir, creo que mi muerte puede evitar otra—. De algún modo aquel dolor la mataba.

Salieron...

Y entre los árboles —en aparente calma— volvió a ver a aquel hombre parado ante a un acantilado mirando el agitado mar como si fuera la última vez. Matilde, por instinto, se precipita hacia él..., pero no puede evitarlo...

Ernesto, que en ese momento la abraza, pregunta: —¿Qué sucede, Matilde?

—Qué extraño es todo esto —dice Matilde—. Qué terrible es no saber lo que me pasa, ¿quién es esa persona? ¿Qué querrá decirme? ¿Qué significado tiene su presencia? ¿Y la música? ¿De dónde viene esa música? Dios mío, ayúdame, dame fuerza. No me dejes caer en esta tentación. Estoy vacía, casi sin vida, casi olvidada.

Por favor, Dios mío, aleja este pensamiento de mi cabeza. Señor ¿qué es todo esto? ¿De dónde viene? ¿Y este temor? ¿Y esta angustia? ¿Qué he hecho, Señor? ¿Cuál es la causa? Si tan sólo supiera quién es esa persona. ¿Acaso me estoy volviendo loca? Dios, ayúdame, ¿locura? ¿Cómo es la locura? ¿Como un murmullo? ¿Como la música? ¿Cómo es la locura? Y esa música. Era Schumann, lo sé, el triste Schumann, Dios, cuánto miedo, de dónde viene todo este miedo. No es normal. Purifícame, Señor, dame fuerza, te lo suplico, dame fuerza, Dios mío.

 

58

Pero no fue sino hasta esa tarde en Buenos Aires...

Cuando Matilde le contó a Ernesto detalle a detalle lo sufrido en Madrid: —Creí que esa noche moriría —dijo Matilde—, todo tan real y distante al mismo tiempo. El viento, la música, los relámpagos. Jamás vi el rostro de ese hombre. No pude verlo.

A veces pienso que me habita, la otra madrugada desperté llorando. Las mismas imágenes, idénticos los sonidos, los mismos seres. Nada cambia. Llevo días pensando en eso. Soñando lo mismo. Esa noche en Madrid, ¿habrá sido un presentimiento? No lo sé, pero sigo preguntándome quién es ese hombre, qué desea. Estoy convencida de que quiere decirme algo. Si no es así, ¿por qué se presentó ante mí?

—No lo sé, Matilde. Pero lo que has dicho me parece una premonición, más cercana a la muerte que a la vida. Recuerdas los versos de Vallejo, los que te leí hace tiempo, aquellos que dicen: Hay golpes en la vida tan fuertes, / golpes como del odio de Dios. ¿Los recuerdas?

—Sí, los recuerdo. Pero no estoy segura de que sea una premonición, y si lo es, mi deseo no es pensar la muerte. No quiero pensarla —esto respondió Matilde, aunque sentía lo contrario.

—Tampoco yo quise decir eso —comentó Ernesto—. No quise decir que tus palabras tuvieran muerte. Lo que dije fue que a mí me hicieron pensar en su cercanía. Y si ese hombre te busca a ti, precisamente a ti, no creo que desee hacerte daño, te busca para que le ayudes, quizá para que le ayudes a no irse. Creo que así sucede con los que se van, se van desconociendo su tiempo, y buscan la manera de permanecer, de acercarse a alguien.

—Si fuera cierto lo que dices, Ernesto...

—A nadie le gusta la muerte, Matilde —la interrumpió Sabato.

—Y si no nos gusta, ¿por qué la pensamos? —preguntó ella—, ¿por qué entonces la pensamos?

—Es involuntario, Matilde. Se piensa y nada más.

—Entonces, ¿crees que haya sido un aviso de la muerte?

—Quizá. Pero, el tuyo, además de sueño, fue una visión. Viste cosas que no toda la gente ve. El sueño dibujó un fragmento de la realidad y, aunque parezca absurdo, los sueños son reales, son sentimientos profundos.

—Y si tuvieran razón, si la muerte está próxima. Nunca antes había sentido tanto escalofrío como esa noche.

—No pienses mucho en eso, Matilde. Es cierto, los sueños nos dan lecciones, terribles lecciones a veces.

Llovía cuando abandonaron el parque Lezama. Llovía como hacía mucho tiempo no veían. Ninguno de los dos en ese momento lo pensó. Cómo podían pensarlo, a quién se le hubiera ocurrido...

Cuando Matilde dijo que tuvo necesidad de caminar, no mencionó que el instinto materno la invadió, lo tenía presente, y lo sabía, pero no lo comentó. Ese era el miedo del que hablaba. Quería ahogarlo en ella, que no saliera de ella. Porque si aquel presentimiento fuera la muerte, no estaba dispuesta a dejar que se acercara. Esto lo había pensado desde aquella noche en Madrid, pero en ningún momento aceptó ese pensamiento. Ella haría cualquier cosa para alejarla, sólo que la muerte no se evade. Además, ¿quién puede intervenir en el destino de un hombre cuando las circunstancias se presentan de modo tal que el hecho es absolutamente inevitable? Y sin embargo..., ¿quién determina que así sucedan las cosas, quién determina el destino? ¿Quién?

Quizá por eso Matilde lo desconoció esa noche...

 

59

Desde hace días sufre esos dolores.

Estoicamente camina como si no los padeciera.

Parece muerta mirando las manecillas del reloj.

Son los recuerdos —pienso—, los recuerdos viniéndosele encima como una avalancha de felicidad, arremolinándose en ella para que no deje de contar sus historias, las historias donde es la protagonista, la heroína, la que padece. Pero no siempre los recuerdos vienen como una avalancha de felicidad. Uno se da cuenta al mirar las lágrimas deslizarse sobre las mejillas, o a veces cuando en los ojos se mira la quietud que provoca el espanto.

Una madrugada —hace poco—, fue la madrugada de ese sábado, Matilde le preguntó a Ernesto: —¿Por qué será que cada noche siento más frío?—. Él no supo responder, la abrazó tierna y cariñosamente como si fuera una niña indefensa, y luego le besó la frente y cubrió sus manos con las suyas soplando entre ellas para que no se le enfriaran, mientras pensaba: —¡Cuánto más grande es la mujer que el hombre!—. Poco después abandonó la recámara, salió despacio para no despertarla, pero Matilde no dormía, se había acostumbrado únicamente a cerrar los párpados y a escucharlo. Le gustaba escucharlo, y aunque ya no tenía sentido el tiempo para ella, se entusiasmaba oyéndolo hablar del pasado, sobre todo cuando hablaba de los jóvenes que fueron un día. Ella intentaba pensarlos, trataba de saber qué había sido de ellos, de ellos, los protagonistas de sus historias.

A veces creía que era el viento, únicamente el murmullo del viento, entrando por la ventana, haciendo ecos, y de esos ecos nacían los relatos. Entonces se quedaba casi inmóvil, con apenas un ligero movimiento en los párpados, no quería perder ningún detalle, no quería alejarse. Siempre dijo que ella era una mujer hecha de viento.

Así imaginaba las historias, compuestas de los sonidos del viento, aligerando la pesadumbre y la desdicha. Llevaba meses quejándose, no se daba cuenta, como si los quejidos no fueran suyos, como si no los escuchara. Todo lo asociaba con el viento, así, lo que escuchaba no eran precisamente quejidos, sino murmullos, y estiraba el cuello para que el viento rozara sus mejillas.

En esos momentos aparecía ese pensamiento que le hacía abrir los párpados como enormes ventanales por donde se ve el universo, desconocido y centellante. Sus ojos se iluminaban como los de la niña sorprendida mirando las estrellas, y pidiéndole a Dios que no la dejara sola. Y al escuchar esas vocecitas detrás del árbol, se veía corriendo, y todo terminaba al cerrar los párpados. No se sabía si dormía. A veces le escurrían lágrimas del rabillo de los ojos, a veces Ernesto, mirándola y sin darse cuenta, le pedía a Dios por ella. Le pedía tener fuerza para llevarse las dolencias de su cuerpo.

Nunca sucedió así.

Una noche la escuchó balbucear y se preguntó: —¿Dónde ha quedado tu voz?—. Mirándola desde el otro extremo de la cama, la distancia le pareció insalvable, y le dolió que no supiera que estaba allí, quería decirle, gritarle, quería que lo escuchara: —Matildita, aquí estoy —pensaba—, he estado aquí toda la tarde y no pienso irme hasta que no abras los ojos, y nos miremos como antes—. Pero Matilde no los abrió, tampoco dijo nada, nada podía. Las palabras estaban revueltas, amontonadas en su garganta, como un hervidero de hormigas, como un remolino en el fondo del río, así se le amontonaban las palabras. Como el dolor que poco a poco mata, como el sufrimiento abultado en el corazón que lo hincha sin que uno se dé cuenta.

Es el juego de Matilde.

Pero no es un juego cualquiera, ni siquiera ella sabe que lo juega. Simplemente trata de recordar, de eso se trata el juego, de recordar, y ella escuchó alguna vez decir que cuando uno cierra los párpados, los recuerdos deseados vuelven.