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Un final y cientos de inicios

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Era domingo y aun así sonó el despertador. Las 8:00. Ernesto se levantó. Tomó una taza de café. Se duchó. Y salió a la calle. No podía evitar levantarse como si alguna responsabilidad le esperase a la vuelta de la esquina. Lo hizo aquella mañana como la había hecho cada mañana a lo largo de muchos años, tantos como conseguía recordar. No sabía no tener que hacer nada. Y se detestaba por ello. ¿Sería culpa de sus padres?, se preguntaba a menudo. Él no quería ser así. No quería vivir sintiendo la obligación de tener que hacer algo, de conseguir ser alguien. Todo aquello le daba náuseas, y sin embargo, durante cuarenta y cinco años había vivido así, agazapado bajo aquella falsa responsabilidad. Era más fácil detestarse a sí mismo y la educación recibida. A lo largo de ese tiempo, ¿qué había conseguido aparte de la necesidad de levantarse a primera hora un domingo con la programación de la agenda completamente vacía? Laboralmente no hay conseguido nada, excepto estabilidad, pero eso no parecía suficiente.

Salió a la calle porque debía caminar al menos una hora diaria. Tenía tendencia a engordar y sabía que luego en casa hojearía algunas revistas, repasaría los altillos de los armarios, quizá las ventanas, las patas de las mesas y las sillas para ver si alguna cojeaba, vería el telediario, se horrorizaría durante media hora, luego escucharía algo divertido en la radio para poder alejarse del horror, y así de esta manera, sin darse cuenta, habría llegado la hora de acostarse para poder dormir lo necesario antes de levantarse para ir a la oficina y poder rendir en buenas condiciones. Además, era domingo. En un par de horas las calles se llenarían de paseantes y él no soportaba las aglomeraciones, ni tener que ir sorteando transeúntes, ni que nadie se acercara a menos de dos metros como mínimo y a treinta a ser posible.

Ernesto era soltero. Había tenido dos relaciones importantes, por así decirlo, pero en el momento en el que la relación comenzaba a apuntar hacia el siguiente paso, concretamente el de compartir algo más que momentos, como el armario, el baño, los pensamientos, él se veía obligado inmediatamente a terminar de manera tajante con la relación. Era superior a sus fuerzas, incongruente con lo que realmente quería, que era, ante todo, dejar de sentirse solo. Era consciente de todo aquello, pero eso sólo le había añadido más fuerza a la insatisfacción que sentía hacia sí mismo. En sus mejores días, que eran pocos, se decía la soledad no es tan mala. El resto de días, simplemente creía no poder soportarlo más. Aquella mañana nada parecía ser diferente, sin embargo, así lo fue. Y aun más. Fue el día en que nacería lo extraordinario en la vida de Ernesto.

Hacía ya cincuenta minutos que caminaba. Lo hacía por las calles menos transitadas, improvisando a medida que avanzaba. En eso radicaba su pensamiento a lo largo del paseo. Y, de repente, algo lo quebró como se quiebra un espejo. Fue un simple soplo de aire. Algo imperceptible y a la vez transformador. Ernesto se sintió capaz de rebelarse y entro en un café. Pidió un cortado y nuevamente se rebeló contra un pensamiento que surgía en su mente, no me sentará bien tanta cafeína. Le hizo gracia simplemente oírse pensar y apuró la taza en dos sorbos. Saboreó el triunfo mientras observaba a su alrededor. Nadie parecía haberse dado cuenta. ¿Cómo lo hacen? ¿Tan simple? ¿A todas horas? ¿Sin tener que pensar? Pagó el café. Salió a la calle y miró el reloj. Ya hacía diez minutos que se había completado su hora de paseo. Hacía frío, pero la luz del sol lo tornaba amable, refrescante, rejuvenecedor. Se quedó quieto delante de la entrada del café. Las manos en los bolsillos, la barbilla ligeramente alzada y los ojos entornados por la luz. Es muy agradable. En otro momento, Ernesto hubiese pensado que resultaba sospechoso quedarse de pie sin más, sin estar esperando a alguien, simplemente porque resultaba agradable. Pero aquella mañana era diferente, pese a haber amanecido de la misma manera que lo hacían el resto de los días. Ni la soledad no era tan mala, ni no lo soportaba más. De repente, en un instante la necesidad de un orden impuesto frente al miedo se había esfumado. Su mente continuaba hablándole, rogándole por volver a casa. Pero Ernesto no parecía oír, sencillamente era muy agradable estar allí, después de haber conseguido llevarse la contraria. El ruido de una puerta de madera al cerrarse proveniente de la acera de enfrente le abrió los ojos. Así la vio por primera vez. Una mujer llegaba tarde a alguna parte. Era visible y eso pensó él. Parecía querer hacer tres cosas a la vez: cerrar la puerta con llave, ponerse el abrigo mientras sujetaba el bolso bajo uno de sus brazos y salir corriendo hacia alguna otra parte. Podrían decirse muchas cosas de Ernesto, solitario, excéntrico, temeroso, neurótico, pero nadie podría negar que además era un caballero con las mujeres. Fue por eso que cruzó la calle con la intención de prestar su ayuda, pero cuando aún andaba a mitad de calzada, la mujer pareció haber logrado su propósito con la puerta. Algo se cayó al suelo mientras pasaba un coche al lado de Ernesto y ella arrancaba a correr a pequeños y rápidos pasos, a la vez que se colocaba el abrigo. Ernesto lo vio y levantó el brazo instintivamente, sin pronunciar palabra. ¿Y si no es nada? ¿Y si lo ha tirado a propósito? La luz le impedía ver de qué se trataba y continuó acercándose. Una vez más la miró. Ya estaba lejos. Y no había nadie por allí. Llegó hasta el objeto y pudo comprobar que se trataba de las llaves de la casa. ¡Oiga!, dijo sin alzar la voz. Volvió a mirar en dirección a la mujer. En ese momento ella doblaba una esquina. A continuación miró a ambos lados. Nadie había visto nada. Se agachó y recogió las llaves y las guardó rápidamente en su bolsillo. Tenía la sensación de que si alguien en ese momento le veía con ellas, al momento sabría que no eran suyas. Analizó la situación. Comprobó si había algún buzón en la entrada. No lo había. Miró hacia arriba y comprobó que se trataba de un pequeño edificio de dos plantas. Probablemente dos viviendas. Tal vez podría entrar y ver si está el vecino. Volvió a alzar la mirada.Las tres persianas de uno de los pisos estaban bajadas. Comprobó de nuevo que nadie le miraba y reuniendo toda la naturalidad que se veía capaz de representar, tomó las llaves y probó suerte hasta dar con la llave del portón de madera. Subió al primer piso y llamó al timbre. Nadie abrió. Volvió a pulsar el timbre y acercó la oreja a la puerta. No se oía nada al otro lado. Pensó que probablemente era el piso de la mujer. Así que subió por las escaleras y probó con la puerta de arriba. Tampoco abrió nadie. Recordó que las persianas bajadas correspondían a esa planta. Sacó de nuevo las llaves del bolsillo y trató de abrir sin conseguirlo. Volvió al piso de abajo. Se sentía como un niño. Sabía que estaba solo en el edificio. Probablemente en el piso de arriba no vivía nadie. Y la persona que lo hacía en el primero se hallaba fuera y sin posibilidad de poder abrir la puerta del edificio. De nuevo frente a la puerta que había deducido que era la correcta sopesó otra vez la situación. La abro, dejo las llaves y me voy. ¿Y si hay alguien? Quizá no viva sola. No se oye nada. Abro y las dejo. Al menos no las pierde. Bastará con llamar a un cerrajero. Ella se sorprenderá. Sonrió frente a lo que imaginó su sorpresa. No entenderá nada. También sabía que no había necesidad de abrir esa puerta. Podía dejarlas en el felpudo porque probablemente allí no vivía nadie más, y si no era así, si no era ella quien las encontraba sería su vecino. Pero esto no parecía importarle. Quería ir más allá. Aquella sensación de libertad... Ya habría llegado a casa. Probablemente, estaría limpiando las ventanas. Aquella imagen le convenció. Detestaba a aquel hombre que veía en la imagen. Introdujo la llave y la giró. Funcionaba. Su corazón estaba acelerado. Entornó unos centímetros la puerta y miró hacia el interior. Vio una sala iluminada por el sol. Un balcón. Un sofá verde oliva a medio cubrir con una manta blanca. Un buró de madera. Una lámpara sobre él. Abrió un par de dedos más. Una alfombra. Un sillón granate. Una ventana. Una pequeña cocina separada por un arco a la izquierda. Una lámpara de pie. Libros. Una chaqueta de lana sobre una silla. Abrió finalmente por completo. Miró hacia atrás. No se oía absolutamente nada, ni dentro ni fuera. Dio el paso. Estaba dentro. Cerró la puerta tras de sí. Estoy dentro. Avanzó. Le agradó el olor. A mujer. La recordó en la calle.El dormitorio a la derecha. Junto al baño. Le pareció sencillo, acogedor, el piso de una sola persona. Recorrió la estancia. Miró entre los papeles. Las pocas fotos que había. Los títulos de los libros. El armario, los cajones, la nevera. Tomó asiento en el sillón y vio que junto a la puerta colgaba otro juego de llaves. Se levantó y cogió un vaso. Se lo acercó a la nariz. Olía a detergente. Se sirvió un vaso de agua del grifo. Todo estaba limpio. Dio un trago y cruzó la sala para ir al dormitorio. Se acercó a la almohada y repitió el proceso. Olía a perfume. Se sentó en la cama y dio otro sorbo de agua. Junto a la cabecera de la cama había lo que en ese momento le pareció un conducto de aire tapado con una rejilla. De pronto se le ocurrió que alguien podía estar observándole desde allí. No apartó la vista durante unos segundos, entre los cuales tan pronto le parecía que podía intuir unos ojos al otro lado, como le resultaba absurdo aquel miedo. Por eso no salía corriendo. Por eso no soltaba el vaso y trataba de escapar antes de que le agarrasen aquellos ojos. Se levantó, se acercó y se colocó de cuclillas frente al hueco. Era muy grande. Excesivamente grande. ¿Una mala obra? ¿Una obra a medio hacer? Se quitó la chaqueta y trató de abrir la rejilla. Ernesto parecía haber olvidado dónde estaba y en qué condiciones. Logró separar el hierro. No es un conducto del aire. Es un agujero sin más. ¿Un pequeño almacén vacío? Se levantó y dio unos golpes en la pared. Sonaba hueco. Es una falsa pared. Podría tirarla y ganaría mucho espacio. Un claxon en la calle rompió súbitamente el hilo de sus pensamientos. Se agachó y colocó la rejilla. De pronto y por primera vez se sentía inseguro por estar allí dentro. ¿Qué estoy haciendo? Recogió la chaqueta. Llevó el vaso a la pila del fregadero que estaba vacío, lo dejó allí y se dirigió a la puerta. Justo cuando se disponía a dejar las llaves colgadas junto a las otras, decidió sin ningún tipo de previa reflexión hacer justo lo contrario. Abrió. Salió. Cerró. Y corrió escaleras abajo mientras agarraba con fuerza las llaves en su bolsillo. De nuevo una sensación infantil que apenas recordaba. Una vez en la calle no dejó de correr. No le importaba la gente. Tenía entre manos algo que ellos no podían ni imaginar. Llegó a su casa. Corrió las cortinas. Durante aquel día no hizo nada de lo que había hecho cada domingo a lo largo de tantos años. Se sentó en el sillón, casi oscuras, habiendo olvidado por completo aquella sensación de constante obligación que le había oprimido desde hacía tanto, sin hacer nada, pensando en lo que había hecho, en lo que tenía en su bolsillo, en aquella mujer y el olor de su almohada. Se sentía aturdido, confuso frente a sí mismo y a la vez extrañamente satisfecho de su domingo.

Durante la semana Ernesto se sintió intranquilo. Cambiaba las llaves de lugar como si alguien fuese a irrumpir allí en busca de algo muy concreto y claramente delictivo. Cada día después de cumplir su horario de trabajo se desviaba del que había sido hasta entonces su trayecto habitual, y paraba a tomar un café en el mismo lugar, frente al edificio de la mujer. Allí pasaba las horas. En dos ocasiones la vio salir del edificio y en otra más volver a entrar. Era una mujer hermosa. Observó su mandíbula perfectamente dibujada, su paso firme, sus zancadas, su pelo negro, sus gafas de sol. Siempre tiene los ojos cubiertos. La primera vez que la vio Ernesto pensó en acercarse y explicarle lo ocurrido omitiendo por supuesto la alusión al allanamiento de morada, pero no estaba seguro de no haber dejado ningún rastro de su paso. No recordaba todos sus movimientos. Cogí un vaso. Lo tenía en su dormitorio. ¿Pero dónde lo dejé antes de irme? Por esto había decidido finalmente olvidar la idea de explicarse y devolver las llaves.

El sábado siguiente se levantó a primera hora aliviado por no tener que ir a trabajar y se fue directo al café. Se sentó en la mesa de siempre y observó. Un par de horas más tarde la vio salir y no pudo evitar mirar hacia los lados. ¿Alguien podría sospechar algo de lo que allí ocurría? El camarero que me ha visto venir aquí cada día, ¿qué pensará? Pagó el café intentando aparentar lo opuesto a lo que realmente sentía en el pecho y salió. Cruzó la calle y se posicionó de espaldas a la puerta de madera. Miró hacia el café. Nadie parecía estar interesado en él. Tampoco el camarero. Comprobó a ambos lados. Ciertamente aquella no era una calle muy concurrida. Y sin saber de qué manera sacó las llaves del bolsillo y abrió. De nuevo estaba dentro. Subió las escaleras y entró en la vivienda de la mujer. Estaba más nervioso que la primera vez. ¿Cómo podía estar allí?, pensó. Aquello se estaba convirtiendo en un extraño juego de niños, en el que sólo participaba él, que no era precisamente un niño, y lo hacía invadiendo casas ajenas. Le sudaban las manos. Sintió ganas de salir de allí antes de que fuese demasiado tarde. Sería bochornoso. Y en ese momento vio la luz del día sobre las sábanas blancas de la cama sin hacer y se sintió más tranquilo. Avanzó. Había entrado, así que ella no había cambiado la cerradura, pensó. ¿Es confiada? No debería. Nunca se sabe. En ese momento escuchó un ruido. La puerta de madera se acababa de cerrar. Ernesto corrió de un lado a otro del apartamento. Debía esconderse, o salir corriendo escaleras arriba, o saltar quizá por la ventana de atrás. La luz de las escaleras se encendió. Y de pronto recordó la rejilla, el hueco. Hábilmente lo abrió y se introdujo en él flexionando ligeramente las piernas hacia el pecho. Podía sentirse el corazón golpeándole las sienes. Me voy a morir aquí dentro, ¿qué pensarán cuando me encuentren? Las llaves llegaron a la cerradura finalmente y Ernesto trató de dominar su respiración. La vio entrar, con los ojos despejados. ¿Verdes? Ella cerró la puerta tras de sí. Suspiró. Se quitó los tacones. Entró en el dormitorio y se sentó en una esquina de la cama. Se quedó así quieta, sin saber lo cerca que se encontraba Ernesto, completamente absorta en la moqueta marrón canela del suelo. Ernesto se había olvidado de su propia existencia, de su incomodidad, de la naturaleza de su acto. Observaba a una mujer a solas, en silencio, en su propia casa, en su intimidad. Y le parecía estar haciendo lo más sublime que jamás había conseguido hacer nadie. Desaparecer para que la existencia de otra persona a solas cobrara un valor que le parecía incalculable.

Aquel sábado la vio tomar una ducha, cambiarse de ropa, la cadera y el hombro, comer frente al televisor, reír en dos ocasiones, farfullar algo, quedarse abstraída en alguna pared del apartamento, volver a vestirse y salir de nuevo de casa. Cuando lo hizo, Ernesto recordó sus piernas y el dolor y salió inmediatamente de su escondite. Apenas podía mantenerse en pie. ¿Cuántas horas había pasado allí dentro? Fuera había anochecido. El día estaba acabando y él no recordaba nada más que a ella. Salió de la casa y paseó hacia la suya. No sentía la necesidad de mirar el reloj, ni de desviarse por exceso de gente. De hecho no sentía ningún tipo de necesidad. No había nada en su propia casa que le robara la atención. No había nada por hacer. Y al día siguiente era domingo. Volveré mañana.

Pero no lo hizo. Al día siguiente no salió de casa. Alguien podría estar vigilándole. De la misma manera en que él lo había hecho. Desde algún rincón de su propio apartamento. ¿Era un loco?, se preguntada. ¿Un degenerado? Al día siguiente llamó al trabajo para decir que se ausentaría por motivos personales al menos una semana. Nadie preguntó nada más. Jamás en diecinueve años había faltado al trabajo. No volvió a pensar en trabajo durante aquella semana y bastantes otras más que siguieron. Descolgó el teléfono. Y aceptó su nueva condición. Soy un tarado. Metió dos mudas en una bolsa pequeña de tela y se fue al café a esperar a verla salir. Volvió a cerciorarse en la entrada de que nadie mirara y subió a la primera planta. Sabía que el portón le avisaría de la llegada y tendría tiempo de esconderse. Y así fue aunque bastante más tarde. Una vez dentro de su hueco oscuro, antes de que ella entrase, Ernesto comprobó que no se había afeitado en días. Escuchó la llave y vio abrirse la puerta. Entró ella tambaleándose y un hombre detrás de ella que reía estrepitosamente. La sujetaba del brazo y la acompañó hasta la cama. Ernesto le vio quitarle la camisa y desabrocharle la falda. Ella dejaba caer la cabeza de un lado a otro como si el cuello no consiguiese sostener el peso.

—Ángela, estás muy borracha.

Se llama Ángela.

Sí, mucho..., mucho. ¿Me quieres tú mucho mucho? —preguntó ella.

Él le sacó la falda por los pies y ella cayó de espaldas sobre la cama.

—Mierda. Mi cabeza —dijo ella apartándose el pelo de la cara.

Está muy borracha.

—¿Tus pechitos también están borrachos? Saben a vodka —dijo él.

—Estoy muy borracha, cariño. Esta noche creo que no puedo.

—Ya veo... Necesitas dormir, Ángela. Mañana te encontrarás mejor. Duerme y mañana nos vemos.

—¿Te vas?

—Será lo mejor.

—Sí —dijo ella queriendo decir en realidad que no.

Le besó en la frente y la dejó allí tendida a medio desnudar, aún con los tacones puestos. A los pocos minutos, Ernesto comenzó a escuchar su respiración. Parecía estar completamente dormida y, sorprendentemente convencido, no dudó en levantar la rejilla con cuidado y deslizarse hasta el exterior. Ella dormía profundamente con la boca abierta. La observó y se acercó hasta sentir su respiración. Olía a vodka. Debiste cambiar la cerradura. Fue al baño y sin encender la luz se enjuagó la boca y se refrescó la cara. Se sentía triste, decepcionado, pero no sabía si sólo consigo mismo o con ella también. Fue a la cocina y abrió la nevera con cuidado, miró hacia el interior sin ver y volvió a cerrarla.

Al día siguiente, ella se levantó tarde. Hacía dos horas que Ernesto había vuelto a su agujero. No había vuelto a su casa, ni parecía recordar ya la existencia de algún otro lugar diferente a ese. Las horas y los días se transformaban allí en meses, años. Aquel día el teléfono sonó en dos ocasiones que ella no contestó. Las dos veces saltó el contestador automático. Era el mismo hombre y se burlaba de la noche anterior. De la cantidad de alcohol que habían bebido. Le decía que lo llamara. Que podían verse aquella noche. Ella se llevaba la mano a la frente. Está avergonzada. No lo estés. Ángela, no lo estés. Mírame. En varias ocasiones Ernesto había intentado en vano comunicarse con ella telepáticamente. Mírame. Y de pronto parecía como si sus miradas se cruzasen y entonces a él le invadía el miedo y la vergüenza. Y procuraba desviar la mirada.

Horas más tarde, tras vacilar con el teléfono en la mano, ella marcó un número.

—Ven si quieres. No tengo ganas de ir a ninguna parte. Si te apetece estaré aquí.

Y colgó sin esperar respuesta. Ella no quiere. La vio ducharse, pintarse, cepillarse el pelo. Dejar el cepillo sobre la cama y quedarse quieta como si en cualquier momento fuese a arrancar a correr hacia alguna parte con la intención de escapar. Ernesto era incapaz de dejar de mirarla. La vio probarse unos vaqueros, una falda, otros vaqueros. Volver a sujetarse la frente con la mano. No quieres. Ángela puso algo de música, prendió un cigarro. Ernesto odiaba el tabaco. Miró por la ventana. Descorchó una botella de vino. Se sirvió una copa. Otra a continuación. Era más de medianoche cuando apagó las luces, se desnudó a oscuras y se metió en la cama.

De la misma manera que la noche anterior, Ernesto deambuló por la casa como un fantasma tras cerciorarse de que Ángela dormía. Era cauteloso, muy silencioso. Ciertamente, como alguien que ha dejado de existir. Al día siguiente el timbre los despertó a los dos. Era él con un ramo de claveles. Ella no supo reaccionar, recibió el beso de buenos días en los labios y cerró la puerta a su entrada. Hicieron el amor y se quedaron tendidos en la cama. Ernesto se había empalmado y eso le hizo sentir sucio, descortés hacia ella. Había podido ver su piel enrojecerse. Gotas de sudor recorrerle la espalda, el pecho, la frente y el estómago. Luego los oyó hablar.

—Ayer estuve en un local nuevo, en el centro. No te dije nada porque como querías quedarte tranquila en casa.

—Sí. Estaba cansada —dudó un instante y continuó. Parecía estar esperando el momento de decir aquello—. ¿Sabes qué dice Rosa?, que cada uno tiene lo que cree merecer.

Ella esperó a verle reaccionar y él esperó a ver si continuaba hablando.

—No lo que mereces, sino lo que crees que mereces —continuó Ángela al no recibir respuesta.

Tampoco esto le hizo reaccionar y ella continuó hablando, pero esta vez sin rastro de esperanza.

—¿Qué problema tengo yo conmigo misma? ¿Creo que no merezco más?

—Me tienes a mí —dijo él dejando caer su cabeza sobre el pecho de ella.

Ella no lo esperaba y se levantó nerviosa de la cama, tras lanzar un avergonzado grito de dolor.

—¡Me has hecho daño, Tomás! Por eso..., porque te tengo a ti.

Él rió y ella sabía que lo haría. No la sorprendió y se fue al baño. Al salir él continuaba allí tumbado boca arriba con las manos tras la nuca. Comenzó a hablar seguro de sí mismo.

—Y lo encontrarás. Estoy seguro. Los dos somos adultos. Los dos sabemos..., o al menos yo sé qué es casarse y divorciarse. Si quieres eso lo encontrarás. Es cuestión de tiempo. Pero Ángela, así es mejor. Cada uno en su casa, cada uno con su vida, sin contratos. Si estoy aquí en este momento es porque quiero y si tú estás aquí es porque también quieres y esa es la mayor seguridad, créeme.

Pero no es lo que quiere.

Pero no es lo que quiero —dijo ella poco convencida.

—¿Entonces qué hacemos aquí? —dijo él girándose hacia ella finalmente.

Ella se lanzó sobre la cama a su lado y se dejó arropar.

—No lo sé. No sé ni lo que digo... Es que a veces me gustaría que esto fuera diferente. Rosa dice que lo que existe en nuestra vida es creación nuestra. Cada uno tiene lo que crea para sí.

Ángela lo miró con detenimiento antes de preguntar.

—¿Por qué te he creado?

—Porque en realidad sabes que estás bien conmigo.

Y comenzó a besarla. Ernesto se sintió tentado de abrir la rejilla de un golpe y salir de allí corriendo escaleras abajo. Quería salir de allí, del agujero en la pared, de la cama que ocupaban dos extraños y de la casa de una pobre mujer que desconocía que él la observaba sin permiso. Deseaba de pronto volver a su apartamento y olvidarse de todo aquello. Y en ese estado se quedó dormido. Al despertar ella volvía a estar sola en casa, Ernesto no recordaba ya lo que había sentido antes. Estaba sola y así es como le gustaba. La oyó hablar por teléfono. No era Tomás. De eso Ernesto estaba seguro. La voz de Ángela era otra. Tenía fuerza, como su paso, su mandíbula. Pero estando con él se convertía en otra mujer, otra que no reconocía, una intrusa en su propia casa, y él sabía reconocerlas.

Pasaron los días y las semanas. Ernesto aprovechaba las ausencias de ella para cubrir sus necesidades. No había vuelto a salir de aquella casa. La había visto reír con amigos, llorar a solas, hablar con su amiga Rosa, olvidarse en una silla en camisón con una taza de café, dudar en hacer una llamada, examinarse el cuerpo y la cara frente al espejo, hacer sus necesidades con la puerta del baño abierta, quedarse dormida en el sofá y arrastrarse dando tumbos hacia la cama, beber más vodka del conveniente, discutir con su hermana por teléfono. Y todo aquello le resultaba a Ernesto completamente nuevo. Hasta ese momento sólo había conocido su propia soledad y siempre le había parecido vacía, como aquel hueco en la pared en el que se encontraba. Sin embargo, la de Ángela era diferente. Tan hermosa, delicada y única. Y sin embargo, reconocía en ella su propio reflejo, su propia decepción con la vida, su misma soledad.

A veces fantaseaba con salir de ahí, sorprenderla y abrazarla. Ella lo entendería. No, no lo entendería. Le daría un ataque de histeria, llamaría a la policía. Tal vez tenga un arma. Y se quedaba allí, encogido. Otras veces, en sueños, creía verla de cuclillas frente a él, observándolo dormir al otro lado de la rejilla. Al principio aquellos sueños provocaban que se despertase de súbito angustiado por creer haber sido descubierto. Pero, con el tiempo, aprendió a sentirse tranquilo frente a esos ojos. Es lo justo.

********

—A veces tengo la sensación de que dejo de existir —dijo Ángela desde la cama, desnuda y tapada a medias con la sábana.

¿Yo sigo existiendo?, se preguntó Ernesto como sorprendido de oírse pensar. Sigo aquí, sigo existiendo, ¿no?

—¿Qué dices, Ángela? —preguntó Tomás desde la cocina, que, también desnudo, se servía unos hielos en un vaso.

—Eso... Que cuando nadie me mira dejo de existir —dijo ella como para sí.

*********

—Ayer estuve tomando un café con Rosa —le comentó Ángela a Tomás sirviendo dos tazas de café en la sala.

Tomás soltó una carcajada. Mientras tanto, Ernesto trataba de afinar el oído porque apenas alcanzaba a verles cuando estaban sentados en aquella mesa.

—¿Y qué te ha contado esta vez? —preguntó él con tono burlón y despectivo.

—Déjalo —dijo Ángela echándose hacia atrás en el respaldo de la silla.

—No, dime. No me río. Es que es Rosa. Siempre con esas historias. Pero es tu amiga. Y me parece bien. Venga, no te enfades. Cuéntame.

Ella se incorporó de nuevo y abrió el azucarero.

—Dice que todo puede cambiar en un instante. Sólo hay que crearlo. Dice que estamos acostumbrados a la pasividad, a reaccionar ante las cosas que pasan, pero que en realidad somos autores de todas esas cosas que nos pasan.

Tomás no pudo evitar la risa.

—No, cariño, no te lo tomes a mal. Rosa es Rosa, pero tú... ¿En serio no te parecen todas esas cosas un montón de tonterías?

—Quizá. Pero esas tonterías me ayudan —dijo ella levantándose nerviosamente de la silla.

—¿A qué? —preguntó Tomás, incapaz de entender nada.

—A no culparte por todo esto.

Ernesto se sentía pleno de gozo y de orgullo. Quería salir, echar a Tomás y abrazar a Ángela. Pero sabía que siendo él, y estando allí metido, nada de eso podría suceder. ¿Quién podría asimilar el ver salir a alguien de pronto de la pared de su propia casa? ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido?

********

Días después, muy temprano, el timbre volvió a sorprender a Ernesto y Ángela que dormían, pero esta vez ella no abrió la puerta. Se estiró entre las sábanas y volvió a quedarse quieta, como dormida. Y Ernesto pudo entrever la satisfacción de aquella negativa en su rostro. Lo notó en ese momento y siguió viéndolo en ella durante días. Ella era dulce y fuerte. Muy delicada y muy fuerte, aunque tú no lo sepas, tu paso era firme y eso lo es todo. Tenía un ritmo en sus gestos que hipnotizaba a Ernesto. Se tomaba tiempo en cada acción. Miraba a veces de reojo, cuando pensaba en otras cosas. Uno de aquellos últimos días la vio bailar sola. Le pareció enternecedor. A ella pareció avergonzarla de repente. Y Ernesto sonrió embelesado desde su escondite.

Sin embargo, algo pareció cambiar una mañana. Ernesto había visto salir a Ángela y había visto volver a entrar a la intrusa del brazo de Tomás. Sonreía pero Ernesto sabía que no era así en realidad. Una vez más deseó salir de allí, pero esta vez con intención de matar a Tomás o de dejarse matar por Ángela y su pistola, y si era que no tenía pues dejarse encerrar entre rejas o en un psiquiátrico. Pero no soportaba verles allí. Cerró los ojos y se imaginó la escena. Había empezado a oír los jadeos al otro lado del hierro de la rejilla. Cerró con más fuerza los ojos. Se imaginó saliendo y golpeando a Alejandro en la cara. Pese a ser su imaginación, Ernesto no conseguía darle más que un solo golpe antes de que él, animado por los gritos histéricos de ella, le asestara unos cuantos sobre la nariz. Se imaginó la sangre cubriéndole los dientes. Los jadeos en el exterior ya habían cesado, pero Ernesto se encontraba completamente inmerso en sus ensoñaciones. Veía la cara de Ángela, aterrada, con un desquiciado escondido junto a su cama. Le dolió el pecho al verla allí indefensa frente a él, un loco degenerado.

—Mátale —gritaría ella.

Mátame.

Y en ese momento la rejilla se abrió. Embriagado por su propia ensoñación, Ernesto había tensionado el cuerpo y había estirado las piernas, provocando que la presión que hacía la cabeza la dejara caer sobre la moqueta. Abrió los ojos. Y lo primero que vio, pese a la realidad, fue a sí mismo, metido en un agujero en la casa de una mujer desconocida. Pero no es una desconocida, es Ángela. Y entonces pudo verlos a ellos. Desnudos. En la cama. Anonadados frente a él. Unos segundos en los que todo carecía de sentido para Ángela y Tomás. Ernesto trató de salir torpe y aceleradamente. Tomás se puso en pie. Y Ernesto le dio un puñetazo. Igual que en su sueño, sólo alcanzó a darle un golpe antes de que Tomás reaccionara. Y efectivamente, Ernesto sintió la sangre en la boca, mientras oía los gritos histéricos de Ángela.

—¡Suéltalo! ¡Déjale! ¡No le hagas daño!

¿Qué? Ernesto estaba en el suelo cubriéndose la cabeza con los brazos mientras Tomás le daba una patada tras otra. Ángela se lanzó sobre él, empujándole hacia atrás y casi provocando su caída. Tomás mantuvo el equilibrio. La miraba sin entender.

—¿Es tu amante? —preguntó Tomás enfurecido.

—¿Qué? —dijo ella mirando por primera vez a Ernesto a los ojos. Él la miró asomando la mirada entre los brazos.

Tomás dio un paso con la intención de reanudar la paliza, pero Ángela se interpuso. Pegó su cuerpo al de Tomás, y lo convirtió en un muro infranqueable, como si tuviera que proteger lo más valioso. Le miró a los ojos. Le temblaban las palabras y las manos. Y sus ojos impedían que Tomás intentara su propósito.

—¡No lo toques! ¡No lo vas a tocar! ¡Ni se te ocurra! ¡Vete!

Tomás desconocía aquella cara de Ángela y trató de acercarse a coger su ropa. A lo que Ángela reaccionó con un grito ensordecedor.

—¡No! ¡No te acerques! ¡No lo toques! —gritaba ella mientras recogía la ropa y la lanzaba hacia la salida.

Tomás se vistió sin quitarles los ojos de encima, convencido de que se la habían jugado, pero no quería problemas. Ángela no sentía remordimientos por haberlo echado así, más bien lo contrario. Sin llegar a reconocerlo realmente, había estado esperando ese momento desde hacía demasiado tiempo.

—Estás loca —dijo antes de irse.

Ella se sintió aliviada al verle cerrar la puerta. Se giró lentamente y miró a Ernesto, que continuaba hecho un ovillo en el suelo. Parecía otra. Tiene miedo. Ernesto trató de ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo. Debería irme. Se tocó la nariz, que continuaba sangrando.

—Ven, apóyate.

Ángela le ayudó a levantar. Y lo llevó hasta la sala. Le cogía del brazo y Ernesto no podía creer lo que estaba pasando. ¿Cómo ha pasado? ¿Cómo he salido? Miró hacia atrás y vio el agujero vacío y la rejilla sobre la moqueta, luego miró su brazo sostenido por la mano de Ángela. Está sucediendo.

—Siéntate aquí. Voy a traer paños y agua —dijo ella antes de ir hacia la cocina.

Ernesto se sentó en la mesa de la sala. Aquella que no alcanzaba a ver desde el hueco de la pared. A través de la ventana vio que era de noche. Se veían algunas luces. Entraba una fresca brisa. Cerró los ojos. Quería ser consciente de aquella sensación, aquella felicidad, aquel aire, aquellas heridas. Recordó el domingo en que había empezado todo aquello. ¿Cuántas semanas han pasado desde entonces? Se rió sin saber por qué y le dolió el costado. A su espalda Ángela lo observaba desde el arco de la cocina. No quería dejar de mirarlo, no por sentirse insegura sino porque tenía la sensación de que finalmente había llegado y estaba allí, sentado en su casa, que ahora le parecía que era otra.