Letras
La casa

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Jamás imaginó que ésa sería la forma en que volvería a Acapulco luego de una ausencia de casi diez años. El Puerto era el retorno luego del viaje, hubiera querido que fuera de otro modo, era tarde pensar en cualquier remota posibilidad. Ya lo hecho, hecho estaba.

—Mierda —piensa—, no debería esto estar pasando.

La brisa que llega del mar lo devuelve al recuerdo de su infancia en el Puerto, atisbado por el sonido de las olas que estallan furiosas sobre una breve roqueta suspendida en el mar. Rememora todo, el aroma de su madre, una mezcla de sal con sudor. El recuerdo lo protege, casi lo está salvando. Piensa en el escenario en que se encuentra, mira la playa, podría pensar que, más que arena de mar, lo que ve es un desierto, pero no, Adalberto Tobías López no está en el oasis equivocado.

Vuelve los ojos sobre la arena, no puede sentirla, aunque daría todo por tocarla, por quitarse los tenis y poner los pies en ella, la imagina caliente, el sol la ha acariciado por largas horas, aun si fuera noche encontraría en ella la calidez del día. Imagina la textura, la consistencia que lo ata a su vida anterior.

—Es grumosa, escamosa —repite en sus adentros.

En cada gramo, en cada grano, por muy pequeño que sea, hay un recuerdo de su vida. Piensa en todas las noches que caminó bajo la luz de la luna, merodeando la Costera como cuando un gato espía el objeto de su curiosidad. Recuerda las veces que caminó por esa y otras avenidas, rememora el calor de las noches, la humedad en el ambiente, el fulgor de los bares, el sabor de una cerveza custodiada por una melodía que repite sin cesar algún amoroso estribillo, piensa en calles de intrínsecas y estrechas proporciones, todas son un misterio. El barrio, su gente, la vida.

Si pudiera, iría hasta el mar. Se zambulliría de nuevo en él. Recorrería inquieto la cresta de las olas. Pero no puede. Moverse es imposible. La mente no puede llevarlo demasiado lejos, no mientras el cuerpo permanezca firme, atado. Adalberto lo tiene presente. Su olfato, esa tarde, le recuerda dónde se encuentra. Intenta moverse, al menos unos centímetros, los suficientes que le permitan olvidar el mar, y llevar sus pensamientos a lo único que puede amar más que a un Puerto. Agudiza el olfato, cierra los ojos. Gira despacio la cabeza, a su izquierda está la mujer por la que su suerte se decidió. Intenta descifrar el aroma que envuelve a Lucía; después de todo, Adalberto lo sabe, la mujer que ama lleva el nombre de la playa donde nació.

—Huele a mar —piensa.

Abre los ojos, su mano apenas puede tocar la de la muchacha, sentir los vellos finos que cubren su antebrazo hasta llegar a la mano que no logra alcanzar. Su piel es suave, como el terciopelo, imagina que lo que siente sobre la piel es similar al moho que recubre las rocas que el mar invade y abandona por voluntad propia. La tiene más cerca que a su ropa. Huela a mar o no, Adalberto intenta aspirar con toda su fuerza el confuso aroma que del joven cuerpo de Lucía se desprende. Mientras lo hace, mientras sostiene sigiloso su propia respiración para así no interrumpir el ritmo del aire, en su mente se inducen las más memorables elucubraciones, aquellas que desde que la conoció hacía quince años había mantenido.

—Nos vamos a casar —llegó a decir Adalberto, seguro de que aquellas palabras serían más un decreto que una mera ensoñación. Para el joven, Lucía no era como las otras chicas que conocía en el Puerto. Por mucho que otras jovencitas hubieran intentado que Adalberto pusiera atención en alguna de ellas, éste sólo podía pensar en la joven cuyo olor le recordaba su amor por el mar.

Quizá deslumbrado por aquellos ojos color miel, por ese cabello ondulado y espeso, concibió como única posibilidad amar a Lucía. Amarla a pesar de todo, a pesar de su amor por el Puerto, o de la indiferencia con que al principio la joven lo trató. Pero Adalberto no desistió, aun cuando no era su amigo, y estaban diferenciados por las clases sociales, él continuó en la labor de ganarse su confianza. Y lo logró. Obtuvo el cariño de la joven, largas horas de juegos, una compañía única, la amistad más genuina que ambos pudieron conocer.

Desde entonces habían pasado muchos años, casi diez, y sin embargo, para el muchacho, Lucía seguía siendo la niña con la que había jugado a “la casita”, escondidos sobre la playa, y tirándose a la arena para sentir cómo los rayos del sol enardecían sus pieles y entonces correr al mar para seguir la aventura. Aquella con la que compartía su coca cola y sus frituras. La quería sabiendo lo que le costó, sin pensar siquiera si para ella él significaba más que un compañero de juegos. Alguien con quien su padre a regañadientes le dejaba pasar sólo la mitad de la tarde, porque la restante estaba destinada a los estudios y las tareas pendientes. Jugaron apenas por cinco años, tiempo suficiente para que nunca más en el corazón de Adalberto se mudara otra mujer.

Por eso, cuando un noviembre la muchacha aseguró que quería irse de Acapulco a estudiar a la capital, Adalberto sintió que el frío de un puñal le atravesaba en el pecho. Para el joven, aquella necesidad de Lucía le produjo la sensación de que no sólo ella le abandonaría, sino el mismo Puerto, no podía imaginar el abandono.

Hicieron maletas por separado. Aunque el destino sería el mismo, aunque se internarían en la misma extraña ciudad, las circunstancias serían otras, las condiciones de Lucía eran certezas, tenía el apoyo y los recursos de sus padres, en cambio el joven iría por su cuenta, arriesgándose, sin amigos o conocidos que pudieran tenderle la mano, el viaje era más la odisea por la conquista que por la reconquista. Adalberto viajaba más motivado por la ilusión infantil que por la madurez y experiencia, llevaba los bolsillos vacíos, apenas un brevísimo fajo de billetes que pronto se le acabarían. Sabía que adentrarse en la gran ciudad sería tanto como una muestra de amor, no tenía sino que continuar en la lucha, esperar que la joven recordara los años compartidos y mirara en él, en la ternura de su cariño, el hombre destinado para adorarla.

Por eso cuando, teniéndola frente a él, la joven no pudo reconocerlo, Adalberto entendió que no habría manera por el momento de repetir el cariño del pasado. Volverse su sombra, perseguirla, cuidarla sin que ella lo notara fue el paso siguiente. Nunca la sintió más lejos que en aquellos años cuando, inmerso en la gran ciudad, Lucía mantuvo los recuerdos de sus años de infancia guardados en algún espacio de la memoria, a la que de momento no acudió. Adalberto se acostumbró a caminar siempre diez pasos detrás de ella, aspirando el aroma a mar que en su cuerpo aún se extendía como una sábana imaginaria. Aunque Lucía no lo supiera, el mar, el puerto y todas sus playas iban con ella.

Fue cuestión de apenas unas semanas más para que el muchacho no lograra distinguirla, dejó de encontrar a Acapulco en ella, aquel aroma por el cual lo había hecho todo, una tarde desapareció, ni sal ni mar en ella podían distinguirse. La joven comenzó a utilizar costosas cremas, perfumes varios, y ropa mucho más coqueta, sus encantos se exponían a la vista sin posibilidad de retornar al lugar consagrado para el afortunado en que soñaba convertirse Adalberto.

Lucía había cambiado. Sus rasgos de natural belleza fueron distorsionados mediante la sapiencia de la mano humana y la benevolencia de la ciencia. Apenas podía reconocerla, apenas podía imaginarla de vuelta al puerto, corriendo y precipitándose entre las aguas que merodeaban la bahía, alejándolo de la ciudad en que hoy se encontraban.

Ahora, teniéndola tan cerca, con cerrar los ojos no bastaba. —Si me hubieras querido, Lucía —dijo más susurrando Adalberto. Pero Lucía había elegido a “El bisness”, el jefe de un cártel que iniciaba entonces sus operaciones en la frontera cercana entre Guerrero y Oaxaca. Lucía no pudo, así como no pudo Adalberto, evitar enamorarse de su perdición, y allá, con ella, había ido a parar el joven, volviéndose el hombre de más confianza de “El bisness”.

Años persiguiéndola, de ir tras sus pasos, de recorrer calles desconocidas, y una soga, llana y barata, la tenía como la había soñado, cerquita de su piel, a la izquierda de su corazón. Lágrimas rodaron por las mejillas de la joven, del maquillaje ya no quedaba sino el recuerdo, había llorado silenciosamente mientras la amarraron a aquella palmera en medio de esa playa desértica, alejada de toda civilización. Estaba por morir, por morir pero llevándose el secreto de la falla que “El bisness” no le pudo perdonar. Y con ella había ido a parar Adalberto.

—No me robé nada —dijo el joven—, nomás para que quede claro —agregó.

Y entonces, cuando recordó por qué ella volvía a oler a mar, por qué sin reparar en ello hasta ese segundo, Lucía volvía a oler a sal, a brisa, a morritos, cuando hacía años que había comenzado a usar esas cremas de aromas exóticos y cuyos nombres ni podía pronunciar, no pudo evitar sonreír, se sintió tan feliz como cuando niño la perseguía para invitarla a jugar. El nombre del hombre que ella no había pronunciado, de quien había guardado la identidad para salvarlo, ahora le sostenía la mano. La joven ya no lloraba, una trémula sonrisa suavizaba los labios de colágeno, Adalberto pensó que mañana podía soñar de nuevo, Acapulco no estaba lejos.