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Don Fernando estuvo en Viena

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A Julio Lira

Las paredes de mi pequeña habitación se movían aquella mañana como si fuesen de goma. Y aunque siempre ocurre así, cuando las insondables vertientes del sueño han conducido mi ser hacia espacios donde prevalecen la confusión y la angustia, mi desconcierto era más acentuado que de costumbre. Escindido, flotando en una suave dispersión de hechos y objetos, sentía vibrar la voz de don Fernando, implacable en su énfasis como en los tiempos de nuestras tertulias, la cual parecía provenir de una serie de relucientes féretros perfectamente alineados: Nunca como en Viena, muchacho, nunca como en Viena.

Haciendo esfuerzos para detener el otro mundo y centrarme en el mío me incorporé (por lo menos eso creía): el cese de la voz, y una súbita modificación del escenario, parecieron anunciar la llegada de mi reagrupada totalidad al puerto fatal de la rutina. Entonces, con las paredes ya fijas en su sitio, recorrí el sendero memorioso de mi provechosa amistad con el anciano, nacida a partir de las innumerables descomposiciones de mi reloj: don Fernando, excelso maestro en el arte de reinstalar las alambradas temporales a los habitantes de esta turbulenta ciudad, sostenía que en mi caso se trataba de una acción voluntaria como símbolo de una estéril rebeldía contra un Cronos desvaído por la cotidianidad. Su ingenio y permanente buen humor entrelazaron, por contraste con mi naturaleza melancólica y huraña, una sólida relación entre ambos y así él, interlocutor inagotable, y yo, acotador de quisquillosas precisiones, la pasábamos realmente muy bien.

Al principio las tertulias se realizaban en la trastienda de la relojería, luego se trasladaron al café de la esquina y, un poco más tarde, al segundo espacio de su casa donde, en medio de buena música, ocasionales partidas de ajedrez y una copa de buen brandy, dábamos sin cesar la vuelta al mundo a la caza de los grandes personajes de la historia, sus vidas, sus creaciones y todo cuanto ha inquietado el espíritu del hombre y contribuido a construir nuestra historia. De allí que aquella mañana, todavía un poco aturdido, no le encontrara una particular significación al enigmático ritornelo de su voz. Cierto que habíamos visitado muchas veces Viena y que don Fernando se emocionaba hasta las lágrimas con una de las primeras composiciones del Mozart niño, que compartimos con Freud sus acuciosas investigaciones sobre las profundidades del alma humana, y también con muchos otros grandes genios, pero indefectiblemente esas visitas terminaban abruptamente y de mala manera cuando recordaba que allí también había estado el Adolfo Hitler rechazado por la Academia de Bellas Artes, hecho que para el anciano había transmutado sus inclinaciones estéticas en un resentimiento calamitoso para la humanidad.

No sabía qué me pasaba pero estaba todavía un poco aturdido a pesar de que aquella insistencia vocal tan emocionada no me provocaba ningún sentimiento especial, y en cuanto a los féretros, ni siquiera me servían como símbolos, pues la muerte de don Fernando era un hecho incontestable desde hacía ya mucho tiempo. Nada mejor para despejarme que un buen duchazo de agua fría y eso fue lo que hice, demorándome más de lo usual para que el despeje fuese total y me diese una lucidez que bastante falta me estaba haciendo. La estratagema surtió poco efecto porque, a pesar de sentirme refrescado de cuerpo y mente, la desazón no me abandonaba y fue tanto así que, impelido por una súbita urgencia, decidí visitar la tumba de don Fernando en su pueblo natal. A lo mejor era eso lo que me ocurría, no había podido ir a su funeral ni a su sepelio por encontrarme en el exterior, y la promesa de visitarlo en su última morada se llenó de postergaciones hasta caer en el olvido. Curiosamente, en medio de aquel estado, salió a flote una infrecuente y pequeña dosis de buen humor y me dije: “Claro, te vino a visitar porque si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma”, y de pronto, sin solución de continuidad en el hilo secuencial de mis actos, heme aquí al volante de mi automóvil recorriendo a toda velocidad la autopista y después una sinuosa carretera que me llevó, sin saber por cuánto tiempo, a un estrecho y asfaltado camino abrasado por la resolana.

Difícil reconstruir la memoria cuando los hechos pasan tan vertiginosamente al punto de que los acontecimientos se entrelazan, la coherencia es dudosa y la frontera entre lo real y la fantasía se confunden. Seguro estoy, sin embargo, de que en algún lugar de ese caminito encontré un parador con una apariencia exterior nada atrayente, entré, di los saludos de rigor a los presentes y sin ningún preámbulo le pregunté al hombre que atendía por el cementerio del pueblo.

—¿Cuál de los dos? —me respondió.

El hombre, advirtiendo mi sorpresa, prosiguió:

—No sé por qué se extraña, señor. En todas partes hay ahora unos cementerios muy bonitos, con su grama verdecita bien cuidada y unos ramitos de flores que hasta ganas le dan a uno de irse para allá...

La carcajada resonó en el lugar antes de concluir la frase:

—...de visita y a hacer una parrilla o un sancocho.

—¿Y el otro? —pregunté.

El hombre endureció el gesto y su voz cambió de tono, ya no era jocoso.

—Ah, caray, mi don, no me diga que anda buscando espíritus. Ese lugar está abandonado, nadie lo visita, ni siquiera los familiares de los muertos, porque dicen que allí salen apariciones. Además si no lo mata de susto un espíritu lo puede matar una culebra, que debe haberlas como arroz en ese montarascal. ¿Es ahí donde quiere ir?

—Tiene que ser ahí porque busco la tumba de un amigo que murió hace bastante tiempo.

—Sí, tiene que ser porque el otro es nuevecito, si acaso cinco años. Pero de verdad, amigo, no le aconsejo que vaya.

—Tengo que ir, es una promesa, dígame cómo llegar.

—Un poco más adelante hay un cruce de caminos, tome el de la izquierda, si acaso queda algo que pueda llamarse camino, y siga por ahí, al final lo encontrará.

Cuando iba saliendo oyó la voz del hombre gritándole a los contertulios: “Amigos, ahí va un cazafantasmas y ni siquiera lleva un machete para defenderse”. “Lo tiene entre las piernas”, fue lo último que oí antes de subir al automóvil.

Seguí las instrucciones y el hombre tenía toda la razón del mundo; el camino, invadido por el monte, apenas si se veía.

Aquí mi memoria se dispersa, tanto como mi cabeza aquella tarde en el que el sol me achicharraba. A pesar de estar en ayunas decido entonces servirme un generoso trago de whisky para poner las cosas en orden. Al primer sorbo bien paladeado me veo frente a un rectángulo de tumbas difíciles de diferenciar por la invasión vegetal y sólo reconocibles por las cruces que asoman bien alineadas una al lado de la otra.

Al segundo sorbo recuerdo haber decidido lo que hice: recorrer el cementerio como si fuese un laberinto, empezar por la primera de la derecha, llegar hasta la última de la izquierda, cruzar y caminar en sentido inverso hasta la última de la derecha y así, haciendo grandes eses, recorrer todo aquel desolado y amenazador escenario. Poco duró la búsqueda porque de pronto, casi al final, sobre una cruz había un gran destello difícil de pasar por alto. Realidad o ilusión de un tercer sorbo, lo cierto es que me dirigí directamente hacia al sitio y allí, sobre la cruz, colgaba un redondo reloj de plata, con tapa, sostenido por una cadena del mismo metal; ni falta que me hizo leer la inscripción en la lápida para saber que era la tumba de don Fernando y ya no hicieron falta más sorbos para reconstruir como un buen arquitecto los basamentos de mi memoria. No fue una voz que me susurró al oído sino un pensamiento que me hizo decir: “Es para ti, llévatelo”, e inmediatamente lo descolgué y lo guardé en un bolsillo de mi pantalón sin siquiera mirarlo, porque ese mismo pensamiento me hizo saber que eso quedaba para otra ocasión.

Me veo entonces sentado en posición de loto frente a la tumba de don Fernando, haciéndome preguntas y conversando imaginariamente con él. ¿Habría estado don Fernando alguna vez en Viena? Cierto que daba muestras de conocer bien la ciudad y su historia, pero eso es algo que se puede aprender en cualquier buen libro. Y si no había estado, ¿por qué esa voz tan apasionada en el sueño? ¿Qué había querido decirme? ¿Que recordara algún hecho especial de nuestras innumerables tertulias? ¿Sería acaso aquella historia de un paisano suyo que se había ido a la capital para estudiar música en el conservatorio y logró, hábil y con gran ciencia en la lengua, un puesto menor en el consulado en Viena para poder estudiar piano, proyecto que fracasó por su pésima digitación, falta de entusiasmo y poca o ninguna disciplina? ¿Ese mismo paisano que aprendió a afinar pianos, hizo cursos de historia de la música y terminó viviendo en una buhardilla porque quería ser poeta? ¿ O acaso los amores de la condesa Kaspersky con el italiano Biondi y su trágico final? ¿De dónde sacaba tantas historias sobre hechos ocurridos en Viena? ¿Las había leído, se las habían contado? ¿Tendría hijos? Y si acaso los tenía, ¿cómo encontrarlos?

En mis cavilaciones el enigma seguía: ¿por qué Viena? ¿Qué clave había en todo esto? En mi imaginario diálogo le reclamé el haberme puesto en este trance y desasosegarme más de lo que ya es habitual en mí, le di las gracias por el reloj y le prometí que esto no acabaría allí, que tarde o temprano el misterio dejaría de serlo.

Un cuarto sorbo detiene el resquebrajamiento de mis recuerdos y vuelvo a estar en el sitio haciéndole preguntas sin respuestas, reproches y ofreciéndole disculpas por no haberlo visitado antes y no haberle llevado ni un pequeño ramo de flores. No recuerdo cuánto tiempo estuve en ese trance; sólo sé que tirado en el sofá, y quizá bajo los efectos del whisky y del haber dormido mal, mi obra arquitectónica se derrumbó en el más profundo sueño.

Al despertar bien entrada la tarde mi memoria estaba de nuevo bien cimentada sobre sus bases, aunque un pequeño detalle me desconcertaba: tenía el reloj de don Fernando apretado en mi mano y en ningún momento, que yo supiese, había ido a mi habitación, donde lo tenía colgado en un sitio muy especial. Pasé por alto el detalle y me centré en el viaje y la comprobación de que me había ocurrido lo de siempre, que los retornos se me hacían mucho más rápidos que las idas. Apenas llegado a la casa saqué el reloj de mi bolsillo y lo contemplé durante largo rato antes de abrir la tapa y ver pegada en ella la foto de una hermosísima mujer. En un gesto maquinal miré mi reloj, el último que me había regalado don Fernando y que nunca me había fallado durante tantos años, y lo comparé con el otro: coincidían en su exactitud hasta en los segundos. Este hecho, coincidencia que no me alteró mucho porque al parecer mi inconsciente conocía de antemano el resultado, me hizo recordar que al día siguiente debía hacer algo que detestaba: ir al centro de la ciudad. A pesar de haber vivido siempre en ella, era muy poco lo que conocía de su ombligo, pues detestaba el bullicio, el ruido, las muchedumbres presurosas y un permanente ambiente de violencia que me desquiciaba y favorecía mi habitual mal humor, pero no podía dejar de hacerlo porque se trataba de un trámite burocrático ineludible.

De pronto estoy parado, en medio de la desorientación, en una esquina del centro de la ciudad esperando que la luz del semáforo cambie para cruzar la calle. Miro hacia la esquina de enfrente y la figura que está allí parada tiene un aire que me parece familiar. La luz cambia y nos cruzamos en el medio de la vía. Cómo no me iba a ser familiar si se trataba de mi compadre Alejandro Fuentes, quien abrazándome por los hombros me llevó hacia su esquina.

—Caramba, compadre, qué sorpresa, usted por estos andurriales que tanto le desagradan. Me da mucho gusto verlo, ¿sigue con la viajadera? Cada vez que lo llamo me sale la contestadora.

—A mí también me da mucho gusto verlo, compadre, lo que pasa es que he estado muy ocupado y si le contesto se me complica la vida. Con usted las cosas siempre terminan a lo grande y en este momento no puedo darme el lujo de guardar cama varios días. Ya casi no viajo, usted sabe que en este país después de los cuarenta uno es un viejo, me reemplazaron por un muchacho y ahora lo que hago es calentar sillas en un trabajo burocrático y aburrido.

—Está exagerando, compadre, la pasamos bien, no me lo niegue.

—Demasiado bien para mi gusto.

—¿Está muy apurado?

—No tanto como apurado, es que quiero salir de una buena vez de un asunto que he venido postergando desde hace rato, nada más pensar en estos “andurriales” se me descompone el cuerpo.

—Entonces lo invito a comernos un delicioso strudel de manzana y degustar un cremoso café en el Viena.

Al oír la palabra Viena empalidecí, comencé a sudar a chorros y sentí que me desvanecía. Siguiendo un consejo que había visto en Internet comencé a toser por si acaso se trataba de un infarto. Mi compadre, asustado, me tironeaba diciendo:

—Carajo, compadre, esta es una vaina surrealista, usted sufriendo un soponcio en el sitio que más detesta, no se me muera, compadre, ¿qué le pasa? ¿Acaso el sitio le trae recuerdos tan malos así?

Tomé aire por la nariz profundamente repetidas veces, lo aguantaba contando hasta diez y luego lo dejaba salir lentamente por la boca. A los pocos minutos ya estaba bien, si acaso podía llamársele así a mi agitación. Cuando pude articular palabras le dije al compadre:

—No fue el lugar sino su nombre lo que me puso así.

—¿Y qué tan importante es esa ciudad para usted? Casi se queda en el sitio al oírla nombrar.

—Es una historia muy larga, pero vamos, después te la cuento, ahora soy yo el que está impaciente por conocer el lugar.

Caminamos un par de cuadras y casi a la entrada de un pasaje estaba el Café Viena, con su ambiente europeo chapado a la antigua pero muy acogedor. En las paredes, cuadros de un puente sobre el Danubio, la catedral de San Esteban, el Ayuntamiento, el paseo del Prater, en fin, estábamos en Viena, y no mentiría si digo que sentí la presencia de don Fernando en el sitio. Nos sentamos en un rincón desde donde teníamos una visión total de aquel espacio, se nos acerca un joven mesonero y cuando mi compadre está haciendo el pedido reparo en una pareja de ancianos detrás del mostrador. Sin fórmula de juicio ni explicación alguna me levanté y fui al encuentro de la pareja. Parado frente a ellos les digo:

—Buenos días, disculpen pero, por casualidad, ¿conocieron ustedes a don Fernando Montes?

Los dos ancianos se miran durante un tiempo que se me antojó demasiado largo. Luego el anciano, todavía con un leve acento alemán, me contesta:

—Lo conocimos muy bien y no por casualidad. Recién llegado de Viena oyó hablar de este lugar y quiso conocerlo. Podría decir que se enamoró de este ambiente y a partir de ese momento fue asiduo visitante, venía sin falta todos los días. Y a propósito, ¿a qué viene la pregunta?

—Yo también lo conocí, aunque era muchísimo mayor que yo nos hicimos amigos. Hablábamos mucho y Viena siempre estaba presente en sus conversaciones.

—Cómo no iba a estarlo si se le sobraban cosas que contar sobre su estadía allá. Quería ser pianista pero fracasó y aprendió otros oficios; uno de ellos, el de relojero, fue al que se dedicó aquí. Era un hombre todavía joven y apuesto, se ufanaba de haber conquistado a una condesa y se moría de la risa cuando evocaba su vida miserable en una buhardilla cuando le dio por ser poeta. Y en la otra Viena, este café, fue donde conoció a Carmelita, el gran amor de su vida. Fue, como dicen ustedes, amor a primera vista. Se enamoraron, se casaron y celebraron en las dos Vienas: la boda en este café y la luna de miel allá en la ciudad.

En este punto el rostro del anciano se ensombrece de tristeza. Se aclara la voz y continúa:

—Carmelita era una bellísima muchacha pero cuando conoció a don Fernando ya estaba enferma y no lo sabía. Murió a los dos años de haberse casado y desde ese día don Fernando nunca más volvió por aquí. Supimos de su muerte por un amigo suyo que venía ocasionalmente.

—En mi caso, se emocionaba mucho hablando de Viena pero estallaba en cólera cuando recordaba que allí también había estado Hitler.

—Ah claro, no era para menos. Sin embargo una vez, para sorpresa de todos, cuando se le pasó la rabia se echó a reír y dijo: “Coño, si yo hubiera sido como ese loco, me hubiera apoderado de este país después de fracasar en el Conservatorio”.

—Una última pregunta: ¿don Fernando, por casualidad, también afinaba pianos?

—Caramba, señor, a usted si le gusta esa frase “por casualidad”. Nada es casual en este mundo, ese oficio también lo aprendió allá. Ahora bien, en una ciudad como ésta nadie va a ganarse la vida afinando pianos. De vez en cuando lo llamaba una que otra orquesta y hacía el trabajo bien, pero con desgano porque le recordaba su fracaso.

—Muchas gracias, señor.

Parado frente a ellos, y para su estupor, alzó los brazos y dijo en voz alta: ¡Gracias, don Fernando, por su visita y por su obsequio!

El enigma llegaba a su fin. Sí, don Fernando sí había estado en Viena y vivido allí los mejores días de su vida.