Letras
Dos relatos

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Olvidos

Paul termina su desayuno y tira al tacho de basura la mitad no comida de su tostada. Su gato Kilmer atisba el movimiento y se abalanza sobre los bordes de la bolsa de basura que sobresale por debajo de la tapa. Un par de uñazos y el tacho volcado. Un par de husmeadas y la media tostada en la boca.

Paul se viste, apresurado, el reloj como siempre alimenta su paranoica idea de que un día cualquiera por llegar tarde perderá su trabajo. Olvida ponerse la corbata y se da cuenta recién en la boca del subte. No vuelve, si lo hace de seguro llegará tarde.

En la empresa financiera, el supervisor observa la falta de una corbata en el grupo de asesores. Imperdonable. La presencia uniformada de la empresa no acepta nudos sueltos. Paul es invitado a retirarse; no hay corbatas de repuesto en las instalaciones de la oficina.

Paul vuelve a su casa. Se cambia de ropa y se pone la corbata. Lo mira a su gato. Kilmer espera. Paul espera. Los minutos pasan. Una hora pasa. Y ni Paul ni Kilmer notan cambios en su vida. No hay nuevas tostadas. La corbata ni se siente. Nada crucial aconteciendo. Hasta que Paul enciende la TV y ve el humo en el cielo y sobre su ciudad, gente tirándose de un décimo, vigésimo piso al vacío; un avión estrellándose contra la torre en donde él trabaja. El piso en donde funcionara la financiera en llamas. Está pasando ahora, ahora que él tiene puesta su corbata, ahora que la tiene puesta ridículamente sobre un buzo deportivo sentado en el sillón de su casa.

Lo crucial al cuello; lo insignificante resignificado.

Kilmer sólo espera que Paul deje de llorar y prepare una nueva tostada.

 

Matando poesías

El viento gime como si la tormenta lo sodomizara. Y ese es el único ruido que lo circunda en este momento.

Una paleta de colores indefinidos se ha quebrado en silencio al caerse desde un atril demasiado alto para su altura. Un canvas en blanco ha sido manchado en su dorso.

Sus pinceles se han gastado, ya no pintan; lastiman al papel y le ensombrecen el alma.

Falló nuevamente; no supo hacerlo. Él, tan seguro de sí mismo, tan orgulloso de su arte de amar, una vez más se ha quedado solo.

Va hacia la cocina impecable. Nada allí lo retiene. Vuelve al living y al sillón frente al televisor pero se queda con el control remoto en la mano sin apretar botón alguno. Mira su teléfono móvil: no hay mensajes. Va hacia su computadora y chequea su correo: amigos, sólo amigos. Sólo el viento gime con ganas a su alrededor.

Leopoldo piensa: mi nombre suena a hombre viejo y solo. Suena a personaje de un cuento triste, a personaje secundario o temporario, a bosquejo, a nombre relegado a un quinto o sexto párrafo. Solo, en su casa, se permite dejar a un lado su arrogancia y saberse débil, dependiente, moribundo. Ella se fue. Se cansó de él como ya se cansaron tantas otras. No pudo retenerla, falló otra vez. Y Leopoldo no entiende. Nada cree haber hecho mal esta vez. Quizás fue su alma quejosa y cansada de discutirle al mundo que los valores en alza debieran ser otros. Tal vez ella se hartó de no ser valorada como se lo pidiera durante mucho tiempo. Vaya uno a saber, se dice. Y se dice muchas otras cosas, siempre culpándola a ella, jamás mirándose él en algún espejo. Leopoldo no tiene espejos en su casa. No quiere. No le gustan. No ha encontrado uno que le devolviese la imagen que él tiene de sí mismo; todos los espejos de hoy día se fabrican fallados, cree. Son una mentira, se convence. Yo soy tan sólido como una roca y tan estructurado como un cuadro de Picasso. Leopoldo no ve las formas incongruentes que él mismo contiene; ve rostros simétricos en los rostros de Picasso, y cree congruente a su discurso, y se convence de que todo el mundo está errado, incluida ella.

El viento ahora grita. Aúlla como un lobo en los oídos de Leopoldo, y eso lo lleva a cerrar todas las ventanas y persianas, y a encerrarse a oscuras. Quiere pensar. Su vida ha retomado caminos conocidos que no le gustan. Ella tiene la culpa, se dice. Ella con su altivez y su falta de respeto a su experiencia de vida. “Yo no soy quien ha enredado o malgastado las tardes que hemos pasado juntos. Ella fue quien las quemó y las hizo noches”. Lo repite en voz alta como si así edificase una verdad.

Leopoldo está desesperado pero prefiere pensar que la desesperada es ella.

Va en penumbras hacia el teléfono. Marca los números que recuerda de memoria; alguien atiende pero claro, no es ella. Falló al reconocer las teclas. Por alguna razón que sólo Leopoldo podría explicar, si es que la conoce, se niega a encender la luz para llamarla. Y falla dos veces, tres y cinco, hasta que por fin decide no seguir intentándolo.

El silencio lo acerca a la derrota. Se siente enjaulado entre barrotes de espera. Lo asfixia la soledad, lo empuja a la claustrofobia, y por eso camina rápido hacia su habitación y abre las ventanas que dan aire a su cama. Se recuesta y piensa en ella. La insulta; la aleja. La recuerda desafiante; la desea. La quiere muerta; la imagina desnuda. La cree caprichosa, arrogante y perversa. La extraña; la niega.

Vencido se dice: la vida se encargará de borrarla para siempre; mientras desespera por recibir una llamada, un mensaje, una carta, un reclamo, un insulto, lo que fuese pero que llegue desde ella.

“Estás perdido”. Su conciencia dictamina. Y Leopoldo sin hacer otra cosa que obedecerse a sí mismo, se miente, como acostumbra a mentir cada vez que alguien lo enfrenta a su verdad. Leopoldo juega a amar, y no quiere aceptar que jugar a amar es una profunda mentira para quien ama de verdad.

Ya son las cinco. La rutina lo rescata de su situación de encierro, penumbras y casi culpa. Estaba llegando a ver, faltaba poco para que su desesperación lo empujara a aceptar sus errores, pero él bien conoce sus tiempos y jamás cae en sus propias trampas.

Se abriga con su campera gris y se tapa la boca con su bufanda verde. Enciende las luces y marca el número que conoce de memoria. No tiene tiempo para hablar; su hijo saldrá de la clase de piano a las cinco y diez y el tráfico lo mantendrá sin llegar a destino hasta las cinco y media. Ella no atiende, su contestador automático se dispara. Leopoldo escucha su voz. No dice nada, corta. Y luego, en el silencio de su casa, la insulta.

Al salir con su auto, acelera en la esquina justo cuando una figura enfundada en un impermeable rojo se le cruza en el camino. No frena a tiempo, la atropella. Asustado decide escapar, pero el tráfico está congestionado de autos y de personas que ahora se acercan a auxiliar a la mujer que acaba de ser sentenciada a muerte por las ruedas y pensamientos de Leopoldo. Él no puede creerlo. Mira a ese cuerpo inerte y no puede entenderlo. Observa atónito el hilo de sangre saliendo de las orejas de la mujer y cree estar soñando. Mira el anillo de oro con una piedra rosada engarzada sobre una rosa y no quiere reconocerlo. La llamó tanto con sus pensamientos... pero no la esperaba en serio.

“Está muerta”, dicen. “La maté”, repite Leopoldo con su voz quebrada.

Y entonces su ser se escapa mientras su cuerpo tieso se estaca en el asfalto y se deja insultar y empujar por quienes no representan nada para él.

Tarde o temprano debería hacerlo, se dice, pero no así. No por casualidad; no por pensar en ella. Si hubiera decidido matarla, lo hubiese hecho luego de olvidarla. No ahora. No en ese preciso momento en que su piel aún quemaba desde el último encuentro. No sin verla. No por atropello. De haberlo hecho, lo hubiese planeado de otro modo, sintiéndose el ganador de la batalla y de la guerra; no así: culpable y distraído a merced de la torpeza.

La ambulancia llega en vano. La policía lo detiene. Leopoldo se deja llevar como quien ya no tiene más nada que hacer que llamar a su esposa y avisarle que pase a buscar al pibe por la clase de piano; que hubo un accidente; que lo demorarán en la comisaría; que no se asuste pero que le avise a Marcos, su amigo abogado. Que mató sin querer a una mujer en la esquina de su casa. Se la llevó por delante, no la vio. “Te juro que no la vi”. Una variante poco recomendable para el ya muy dicho “Te juro que no la conozco”.

Leopoldo será sentenciado, pero jamás por él mismo sino por otros.

Leopoldo sigue pensando que la culpa de todo la tuvo ella. Por no mirar, por correr en medio del tráfico, por ser impulsiva, por cruzarse en su camino de manera intempestiva en una esquina en donde no hay luces que marquen los pasos ni frenen las ruedas. Que él haya sido quien manejara el auto no es un detalle que represente responsabilidad alguna para Leopoldo.

El viento seguirá sodomizando sus tormentas cada vez que la lluvia se lo permita. Ella vestida de rojo jamás se irá de su vida. Leopoldo no entiende, no se ve, no se mira. Falló de nuevo, no supo amar, mató e intentó huir, como siempre lo hacía.

Leopoldo seguirá encerrado en sí mismo. Seguirá quebrando colores y no alcanzando alturas. Manchando otros canvas en blanco y matando poesías...

Después de todo, esto sólo ha sido un amor a contramano en una congestionada esquina.