Letras
El mal de Corea

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Se oye un buzzz en la solitaria tienda de campaña. Una radio se ha quedado sorda: interrumpieron la emisión a las dos en punto de la madrugada. La playa aparece extendida y vacía. Sólo los lengüetazos del mar arriba y abajo recuerdan la fervorosa actividad que se desarrolla a partir de las nueve de la mañana: un apéndice reptil de costa masacrado por el trasiego de los turistas, que desembarcan con sus sandalias inútiles para caminar sobre una combinación de rocas y ramificaciones de coral muerto ya, siempre castigado por el mar, como ocurre desde el principio de los tiempos, y allí permanecen atorados hasta bien entrada la tarde. Él descansa. Luce una barba de tres días que le da aspecto de yogui sabio, está desnudo, apoyado el peso del cuerpo sobre su vientre. Lo protege de la húmeda arena una roñosa manta de cuadros escoceses. Vive allí, pero desmonta la tienda y se convierte en invisible durante las horas diurnas cuando interpreta el papel de vendedor ambulante de menudencias para los turistas: espejos circulares traídos de India, bronceadores con reflejos de seda comprados en China, mecheros con impresiones a todo color del skyline de Sydney, o del de Nueva York. “Oiga, ¿no es esto el Empire State?”. “Sí, sí, ¿lo quiere o no?”. “ Pero, hombre, ¿por qué vende souvenirs de Nueva York?”. A usted no le importa. A nadie en realidad, salvo a él mismo. Cintas de colores que abrazan los cuellos, los tobillos, las muñecas de porcelana irisada de las que se definen a sí mismas como mujeres alba, envidia de las japonesas porque son naturalmente muy blancas bajo las sombrillas negras que gotean la miel del petróleo destilado por sus landas. Las vietnamitas ricas y rojas. “Mire, si hasta le queda bonito”. Se ríe socarrón. Conoce sus haberes. La mujer que se probó por último el brazalete, una coreana de ojos amables, se queja, se sacude la mano como si dijera “no me circula la sangre, no me lo apriete tanto”, pero no hay correspondencia gestual en el rostro, maquillado con escrúpulo de cartógrafo resiguiendo todos los perfiles donde nunca creció ni se desvaneció el vello bajo el efecto de algún láser. Las observa de lejos, como si no fuera con ellas, un grupo reducidísimo de niponas, que aunque se saben tísicas, consiguen remover el amarillo con blanqueantes de Kanebo. “¡Ay, no seas tan delicada!”, le debe de estar recriminando la amiga divertida, que extiende ahora su muñeca con los labios fruncidos en un mohín. “Puede ponérmelo a mí”, parece anunciar. La segunda agacha la cabeza al sentir el contacto de sus manos curtidas por el continuo tensado de sogas y amarres, pero levanta enseguida los ojos a su boca y le sonríe con algo más que acero. Tendrán que repasar punto por punto todos los detalles de lo que ya es de por sí un complicado ritual amatorio. Regatean medio en broma usando los dedos. Si no consigue nada más, al menos le dará para comprarse un sándwich a media tarde en el mismo barco que le trae el olor a pescado rancio de los botes en que arriba también, reconvertidos al turismo por la mañana oficial, la marabunta, y hasta puede que para una botella de whisky. A las seis y media de la tarde es cuando los visitantes cambian a otra franja de edad: niños y abuelos. Los más viejos parecen disfrutar mientras lo observan comer. Él se esmera en mostrarles sus dos dientes de oro, adquiridos cerca de Chernóbil, dientes de veinticuatro quilates con una aleación de plomo y estaño, de los que ya no se ven. Los pescadores, en cambio, le intuyen el mordisco del tiburón, la locura, y le sonríen de pasada mientras siguen mirando, con los pies ya en la playa, por la fuerza de la costumbre, siempre a babor. Todos conocen bien las baratijas y las marrullerías del vendedor que nunca quiere vender nada.

Mario intuye que partirá pronto. El día anterior lo había estado cavilando, tras escuchar por accidente en la radio una palabra que hacía mucho que no quería escuchar ni en español, ni en inglés, ni en ucraniano y por ningún medio, y lo tradujo inmediatamente a la lengua que le era más querida: “She died. An aneurism”. Muy a su pesar, empezaba a comprender algunas palabras coreanas y japonesas, e incluso algo de chino. Le hacían gracia las chicas de Singapur porque hablaban una suerte de inglés con visos de esperanza. La coreana habla con su amiga, en el oído, se ríe, se sumerge en el cuadrado de sus hombros, el cuello desaparece por un instante y también el rostro en la caja dibujada por el hueso de las clavículas. Han pasado unos minutos de contemplación y ahora debe tocar su actuación. La chica lo mira inquisitiva. ¿Será psicóloga o solo una zorra más con ganas de marcha? Tiene puesta una careta de vitíligo. Mario se ha desactivado sin querer, fláccido frente a ella, mientras la pulsera sigue girando en su muñeca como un satélite, pero con una órbita ridículamente amplia. El semblante en forma de pandereta rematada por cascabeles y pequeños basiliscos le habla en un lenguaje de fiesta con amplio despliegue de consonantes líquidas; de inmediato y cada vez con mayor intensidad, una lengua descifrable por mera exposición, la misma en la que se siguen articulando rimbombantes golpes silábicos y ariscos tiempos verbales. Dos bañistas japonesas murmuran a su espalda con insinuaciones de loto azul. “Va a tener que comprármelo, ahora que se lo ha probado”, le anuncia en inglés a la primera coreana negándose a sintonizar de nuevo con la parte de su cerebro que empieza a operar en una nueva lengua de adelante hacia atrás. Les sonríe a todas, volteándose a mirar a las otras dos mujeres, ya a menos de un metro. Están pendientes de él y eso lo envalentona. Pero sólo es otro golpe de suerte: mientras se giraba, las dos coreanas han aprovechado para examinarle el torso, los muslos, el trasero... Se susurran una frase llena de vocales al oído, cubiertas las bocas con una mano como para evitar intromisiones, pero él se ha ido lejos huyendo de los ecos de una radio, y trota por las dunas de plata sobre una plancha de aceite que no lo sostiene. Hay un océano evaporado y él ha perdido su estúpida flotabilidad. “¿Que has visto?”, cree escuchar. El código oriental femenino de la seducción no permite palabras explícitas para hablar de la anatomía masculina. Las japonesas le hablan, se hablan: Nanami. “Alma”, repite la otra en otra frase. Ahora sí lo ha escuchado bien. Descubre que entiende la palabra, de alguna forma su mente ha aprehendido el significado al ver a la chica con la boca llena de los mismos dientes que había visto en otras bocas, todos perfectamente colocados en su sitio, una boca que de repente vuela transida de sonidos reconocibles, tan translúcidos que apenas pronunciados se le quedan fijos en el encuadre de su mente. El nombre como materialización de una cualidad, como reencarnación de un símbolo lleno de contenidos previos no estudiados, pero duros como el cemento, que no se puede mover. Y entonces se le revela una. “Me llamo Tamashii y quisiera pagarte bien”. Hay un código de honor. La vorágine de su mente ahora. No, prefiere a las coreanas. Por favor, debo vender algo hoy o me moriré de hambre, piensa en un gemido. Las palabras brotan de nuevo, entran y salen de su cabeza como si los límites físicos de su cráneo se diluyeran por obra de la voz y lo convirtieran en un vestido de medusa. “Cómprenme algo y cállense, maldita sea”, piensa muy lejos de la voz. “¿Qué es el alma? ¿Algo materializado en un sonido, en un vocablo que corre por los satélites en todos los idiomas?”. Mario les sonríe, a punto de darse por vencido. No sabe si se ha comunicado o no. Si lo habrán entendido o no. Él entiende demasiado, siempre es así. Al poco tiempo, lo entiende todo, así que comienza a alejarse en dirección a su tabla de surf. Si había alma, se aclaran entre sí las mujeres, que corretean a su lado pero un metro rezagadas, el trato estaba cerrado. “¿Quiere decir que sí?”, le preguntan.

Completó un máster en Comunicación en Cuba y, por medio de otras lecciones, se ha convertido en un maestro del diálogo sutil, del que se sostiene con uno mismo sin necesidad de vocablos. A veces se les deslizan los pensamientos más allá de la piel de los dientes, se le quedan prendidos en un balanceo. Con las palabras todo se complica. Ahora realiza trabajo de campo para su tesis doctoral, argumenta desde el otro lado del móvil, pero su novia del momento, Sonia, no se conforma. Le amenaza cada tres semanas desde hace cinco meses, cuando lo llama con puntualidad de anestesista. “I am out of here”. “¿Qué, se animan por fin a comprarme el souvenir?”, se dirige a las dos máscaras petrificadas en su sonrisa, de treinta y pocos años, oriundas de la prefectura de Osaka. “¿Cuánto?”. Les da las pulseras y las despacha con una sacudida de dedos invertida. Ahora se dirige a las coreanas que han vuelto a aproximarse a sus dominios, dentro del medio metro. Ya no le quedan souvenirs. “For you, it is free, if you really want”,le dice a la que le miraba insistentemente la boca. No puede articular ni una palabra en coreano: los dientes, el paladar duro y la epiglotis no han trabajado juntos ni por un segundo en ese empeño y para el oído es casi nuevo, con un frescor glacial. Pero no, ya las entiende, es sólo que no quiere ceder hablándoles en su tenso idioma. De dos en dos las mujeres se atreven más, siempre es así con las orientales. De pronto no las oye más, pero las siente bajo su cuerpo. La ausencia prolongada de su país, muchos años ya, le ha aguzado el oído y en consecuencia éste se ha vuelto más selectivo. Sólo oye cuando hay motivo de alarma. De noche nunca sabe cuándo le van a robar o cuándo un erizo le va a clavetear a la estera, o cuándo unas pinzas del tamaño de su pene van a accionarse como un resorte mutilador. Algunas mañanas, cuando las chicas se han ido, la sal de la marea, con su rugido nocturno fuera de control, le muerde el vientre hasta agrietarle la piel. Le gusta ver cómo le brota la sangre. Hay algo calmante en la sal y el azúcar de la sangre. Sangre: la puede oír y ahora la oye, no le hace falta escuchar la palabra. Basta con verla. Sangre. No había aguantado la sangre en Massachusetts. “Sorry, son, she died. It happened all of a sudden”. “No le entiendo, me lo tendrá que decir en español. ¿Por qué no me da la maldita noticia en español?”. Al final, el padre de Jeanette accedió. En cambio, en un principio, cuando oyó a Sheila, una británica de origen indio que vivía en Lvov y veraneaba en Odessa, pronunciar la palabra a propósito de una conversación sobre sus abuelos ya muertos también, muertos, como es natural, claro, le pareció que la sangre en inglés británico lucía menos roja que en su versión americanizada, y que de momento no calaba. Pero eso fue sólo al comienzo. Luego se le volvió densa y cirujana, como la hoja de una sierra circular.

Se mira uno de los puños, cerrado. Le duele y no sabe por qué. Las coreanas de pelo teñido en cobre con mechas color ceniza en cascada hacia atrás, contenido por unas gafas Versace a modo de pasador, se han marchado. Otea el horizonte a través de la cortina de la tienda. Esta vez no se han olvidado de echarle el candado a la pequeña tienda de abarrotes. Hace horas que las palmeras han empezado a destilar agua, mojando la entrada de su habitáculo. Se incorpora y sale a evacuar el hilo de fuego que le calienta las entrañas precariamente. De su mano desplegada como una vela en alta mar cae un fajo de treinta billetes de veinte dólares. Todavía son las siete de la mañana.

Podría quedarse a vivir indefinidamente en aquel recodo de isla, detener el tiempo, si no fuera porque cada día las palabras se van aproximando cada vez más en japonés a las que conoce demasiado bien en español y en las dos, tres versiones de inglés. La mayoría de las expediciones a la isla las organizan los japoneses, pero él todavía le habla a Sonia en inglés, aunque ya con un leve acento australiano. El día que le hable en japonés será para despedirse. La conoció en l’Etretat, pero ella hace un mes que se ha mudado a una ciudad satélite de Quebec. Le ruega que no lo abandone nunca, pero ella insiste en ver una prueba tangible de devoción. “Tienes que volver aquí”, le suplica. Le increpa que ya no vivan juntos. No, no cohabitan en el espacio físico, pero él necesita un ancla que lo mantenga sujeto a la masa continental y eso es Sonia. Sonia le pesa por dentro lo suficiente. No podrá sobrevivir por mucho tiempo en un atolón coralino, el fragor de las tormentas presagia el tifón bisiesto y puntual de las Palau. Él lo sabe. Sin embargo, se encalla una y otra vez en las mismas palabras, un soniquete que pronuncia incluso después de que Sonia ha colgado el teléfono: “No, no regresaré”, y se le llena la boca de espuma, mirando el mar, y saca inesperadamente las fotografías de su muerta, the she-wolf, que luce irónicamente una camiseta de los Beatles en el concierto que dio David Bowie en L.A. el 14 de agosto de 1979. El tour completo estampado en el reverso de la camiseta negrísima, en otra foto, ella boca abajo, la cara contra la hierba rozagante, con el jeans medio roto a la altura de las glúteos mayores, un intento prometedor de customización en una prenda confeccionada de todas formas al por mayor en Hong Kong. Los ideales de la juventud. “¡Tienes una mierda de sentido del humor! Te van a machacar si no te la quitas”. Soba su sahariana kaki para planchar la arruga formada por el último tirón y besa las dos fotografías resguardadas bajo una capa doble de plexiglás. Hoy es él quien la ha llamado, como casi todos los días durante el último mes. Todas sus novias contienen en su nombre la consonante “s”. “Es mi sonido favorito, el sonido del silencio”, les dice. Usa un potente teléfono celular que carga todos los días en la tienda. Se lo regaló Sonia porque de todas formas, sabía que llegaría el momento en que necesitaría llamarlo. Se oye un cuarto tuttuuut, cada vez son menos los timbrazos antes de que se accione un mecanismo y se inicie una grabación automática: fuera de cobertura. Ahora que la radio ya no funciona, que el suave murmullo producido por una inofensiva combinación de vocales y consonantes no surte el efecto deseado de la indiferencia, que oye voces de salitre, vueltas hacia atrás en una Sodoma imposible de contemplar, que el mar le ha vuelto a mirar a los ojos, tal vez sea hora de mudarse a otra playa. Las dos mujeres coreanas no se anduvieron con rodeos en su inglés chapurreado: “Tu playa está en Tailandia”. Y le sonrieron a continuación a modo de despedida, mostrando ambas uno de sus premolares, y un canino, de plata nueve veinticinco, primera ley, con una aleación de acero, de las que ya no se ven por ninguna parte.