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Relaciones no matrimoniales

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He terminado por aceptar que el comienzo de la relación con Miriam no fue nada cómodo para Jonás. Lo sé por los silencios que he visto a mi alrededor en ciertos momentos delicados. Al principio le imaginaba llamándola desde el portal, en la calle, para poder subir a su casa, apretar el timbre con la aprehensión en el rostro porque así era él. Después observaría el ambiente del piso en el que ella vivía mientras lo conducía hasta el dormitorio, se desnudaba y se metía con ella en su cama, bajo sus sábanas, y practicaba el coito. Jonás era un poco torpe, eso seguro, y le dirigiría las palabras indispensables, del tipo “ponte así” y poco más. Pero sé igualmente que con el tiempo consiguió entrar resuelto por la misma puerta y que ella lo esperaba salir del ascensor espiando a través del orificio de la mirilla con creciente tranquilidad.

Con el paso del tiempo llegaron cambios, entre ellos algunos detalles sorprendentes en esa relación como la risa espontánea de ella, o las charlas después del coito, relajadas, sin prisas. Los acercaban a una relación más normalizada, y les iba bien. Pero un día estirada en la cama, alargó el brazo para levantar el sostén del suelo y de un latigazo inesperado del brazo lo desenredó. Esa actitud no pasó desapercibida a Jonás. Había bastado un gesto desconcertante para descubrir cuán diferente podía ser la realidad en ese misma habitación. Ahí comprendió Jonás que ni era tan lánguida ni tan despreocupada. Miriam continuó con un brusco pasar del jersey verde sobre el cuerpo y se le cayeron los pendientes. Luego recogió los pantalones vaqueros del suelo. Eran de un azul desgastado y con manchas de barro seco en el dobladillo. Ella tenía que salir, él tenía que marcharse.

Por entonces los encuentros continuaron en casa de Jonás. Este nuevo cambio le permitía sentirse mejor haciendo lo que hacía. A veces la veía entrar con un humor tenso y ofuscado en no decir nada inconveniente. Jonás preparaba las citas y Miriam siempre iba a lo suyo, de buena o mala gana. Fue en algún enfado con el ceño fruncido cuando Jonás se lanzó, decidió abrir la boca y hacer la pregunta: “¿Te ocurre algo?”. Supongo que entre todo lo que es sexo de mutuo acuerdo crece fácilmente un sentimiento cálido, un sentido nuevo de las relaciones que de tan estimulante te parece mejor a cualquier relación anterior y pretendes preservarlo. Jonás no solo creyó que podía hacer la pregunta, sino que además debía hacerla. Puso el primer pie en la pendiente, e insistiría mientras Miriam callara o diera muestras de contrariedad y agradecimiento a partes iguales.

Con ese gesto torcido en la comisura tan típico de su boca, ella cedió y le contó la intención de una hermana, la hermana mayor. Había recibido su llamada dos días atrás para anunciarle que se venía a España a trabajar, y que iría a verla lo primero, y que si a ella, Miriam, le iba tan bien como había dicho a todos allí en su país, entonces seguro que podría ayudarla a conseguir un buen trabajo. Esto último pudo parecer divertido a Jonás en su calenturienta imaginación, pero en realidad todo tenía el aspecto de que se avecinaba una calamidad.

—Entonces tu familia no sabe esto...

Hubo tanta precipitación y rencor al recoger Miriam sus cosas en el bolso e irse, que todo quedó ahí por el momento.

Jonás se sentó en la cama, vistiéndose lentamente por los calcetines, mirando unas fotos de su promoción en el Instituto Irabia. Se sentía estúpido. Una señal de alarma se estaba instalando como un nublado sobre el rostro. Acostado de noche, a solas, se convertía en un malestar profundo destinado a no dejarle disfrutar de nada y a recordarle que había cosas en la vida destinadas a malograr todas las demás: la falta de amor. De día continuaba dando clases de matemáticas en un instituto público, hablaba con los profesores en los descansos y con los alumnos por los pasillos, opinaba en todos los corrillos, pero ya no era tan jovial, tan espontáneo como antes, sino un tipo taciturno. Ahora había un poso amargo e indefinible en sus relaciones. Subía en el autobús de la línea 9 al final de la mañana de regreso a su barrio, y el hambre de siempre a esas horas ya no era hambre. Era otra cosa. Era intranquilidad. Ya no se fijaba en la gente, alumnos sobre todo de los colegios, camino de sus casas, apretujados en el autobús como él. Al contrario, ahora aprovechaba para evadirse hacia sus propios sentimientos. Se sentaba recto contra el respaldo y sacaba su mirada por el cristal de las ventanillas hacia las aceras adyacentes, a los escaparates huyendo hacia atrás, la posaba en la gente común que iba de paso. ¿Tenía un problema? Sí, no volver a ver a Miriam cuando su hermana llegara y conociera qué hacía para ganarse la vida. Reconocerlo le impulsó a saber qué sentía de verdad. Sabía lo que debía hacer, y en cuanto llegó a casa la llamó.

Sí, ella quería cambiar de vida.

Sí, ella aceptaría otro trabajo.

También iría a su casa esa tarde.

Y él se quitó un peso de encima.

En cuestión de días, el ánimo de Jonás comenzó a remontar hacia las nubes. Las cosas de la vida, a marchar sin esfuerzo. Sus deseos, a estar al alcance de la mano. La agenda de amigos de Jonás había sacado de la noche a la mañana un puesto de montador de salpicaderos de coches en el polígono industrial de Landaben. Un puesto de operario, cuarenta horas semanales en sustitución de una excedencia. Ahora Miriam contaría con un horario fijo, unos ingresos concretos y unos compañeros con los que codearse. Nada objetable para cualquier familia ni para la sociedad.

El primer sábado de febrero, a media mañana, Jonás se encontraba acodado en el parapeto de la muralla del Casco Viejo, de cara al río Arga y a la Cuenca de Pamplona. Su técnica para tranquilizarse era la siguiente: fijar su atención en algo concreto y seguirlo, ver cómo evolucionaba una hoja, un pájaro, un papel tirado en el suelo. Era un día de inusual calor y vestía una camisa de un azul claro uniforme bajo la americana beige, y observaba el progreso de una piragua de dos plazas remontando las aguas pardas del río. El esfuerzo armónico de ambos deportistas rompía la superficie acuosa y conseguían superar la inercia. Luego Jonás echaba un vistazo al reloj y se daba la vuelta para ver si Miriam subía por la calle hasta él.

Había dejado la cajita envuelta en papel de regalo sobre el parapeto de la muralla. La cogía y la dejaba constantemente, pendiente de no dejársela. Se sentía bien.

La vio venir sonriente, morena y alta, con esa chispa de gracia y picardía en la mirada y en los labios que llenaba toda la estrechez de la calle del casco viejo por la que subía. Se la veía contenta, el vuelo de la falda agitado entre sus piernas, meneando sus caderas al compás de sus brazos desnudos. Su vestido olía a rosas. Llegó y le dio un beso largo rodeada de sus brazos.

—Toma. Esto es para ti —ella puso curiosidad en la mirada, y Jonás aclaró—: me apetecía.

Miriam contempló el bonito envoltorio entre sus manos durante un instante y lo rompió allí mismo. El regalo era una cajita de joyería, y en su interior forrado de un carmesí sedoso brillaban los pendientes de plata en forma de espirales celtas, una bonita filigrana con añadidos de hojas de olmo. No tardó un minuto en quitarse los pendientes que llevaba y sustituirlos por estos. Sacó después un espejito redondo del bolso y se miró embelesada desde uno y otro ángulo. Perseguía su imagen de piel juvenil y morena, el negro azabache de sus cabellos alisados a la plancha, y murmuraba mientras se contemplaba:

—Gracias, cariño, no sabes cuánto te quiero...

Sé que, unido al placer de estrenar, la vida de Miriam se puso patas arriba. Madrugar no le resultaba algo nuevo, pero sí le era muy, muy lejano. Tan lejano como su país. Había olvidado el mal genio que esto le dejaba para toda la mañana. Acababa su primer mes en el nuevo trabajo y ya sabía que nunca ganaría de esa manera el dinero suficiente para cubrir sus gastos de siempre. Contaba con decirle a su hermana que de alguna forma había exagerado un poco su vida en Pamplona para no preocuparlos, pero otra cosa bien distinta era mentirse a sí misma: antes ganaba más y tenía más cosas. Pero de todo esto ya trataría de convencer a su hermana cuando llegara. Lo peor de todo era lo que seguía sucediendo a cada rato, a través de su móvil o en su casa, cualquier día de la semana. Esas llamadas al timbre del portal preguntando por... para subir si estaba libre... y, en fin, hacer todas aquellas cosas. Y una sobre otra, todas estas situaciones agriaron el entusiasmo inicial de Miriam al igual que, semanas antes, Jonás estaba contrariado al comprender que se había enamorado de una chica poco conveniente a la que deseaba redimir.

—Tienes que irte de allí, dejar ese piso, cambiar de teléfono —decía Jonás con algo de apuro, poniendo en su imaginación las voces más broncas, lascivas, aguardentosas, las más asquerosas. Él también llamó a ese timbre, y solo de ponerse también en ese lugar se sonrojaba—. Mira, aprovecha que viene tu hermana y deja ese piso y busca otra cosa. Además, dices que ahora te sale caro pagarlo, ¿no es cierto?

Quedaban para llamar por algunos pisos en alquiler del periódico, luego los veían y con eso se quedaban. Seguían quedando pasados los días en la misma cafetería, pero al final el dedo que recorría la sección de “alquileres” solo se detenía cuando topaba con el rótulo de “motor”.

Disfrutaron la Semana Santa en un apartamento de Laredo. No lo puedo asegurar, pero cabe suponer, por el carácter apremiante de Jonás, que ya entonces propusiera a Miriam lo que iba a suceder después: trasladarse a su piso mientras se buscaba uno para compartirlo con su hermana. Pero Miriam era muy reticente por principio; no era su estilo depender de nadie. Siempre había imaginado una vida propia, basada en sus propios recursos, sin renunciar a nada de lo que le gustaba. Sus mejores planes pasaban por abandonar su piso antes de acabar marzo para evitar otro mes de alquiler. Debía juntar dinero para hacerse cargo de su hermana en cuanto llegara, y para evitar las decisiones precipitadas. Y, como me dijo, deseaba por encima de todo mantener a su hermana en la ignorancia acerca de cómo había sido su vida en todos estos años. Mezclados tantos detalles en su cabeza, solo entonces cobró el sentido necesario la oferta de Jonás como para arriesgarse a todo lo que podía venir después.

El día del traslado Jonás salió del instituto y montó en su coche. Ella le esperaba en su propia casa con la comida caliente para los dos. Y después comenzó el trasiego de cajas, maletas y bolsas con destino al pasillo y las habitaciones del piso de Jonás. Embarcados los dos en la convivencia, pronto Miriam perdió la pista de dónde había guardado las cosas más necesarias: la ropa diaria, el calzado cómodo, aquel bolsito de cosméticos. Botes de crema, de laca, de esmalte, de quitaesmalte y un sinnúmero de artilugios invadieron las superficies horizontales del lavabo. Cajones atiborrados de cintas, horquillas, pinzas, la plancha del pelo. Todo un arsenal de productos para el cabello, la piel, las pestañas, las arrugas de aquí y de allá, acomplejaban a un triste aftershave a medio gastar.

Como Miriam había olvidado entre tanto paquete dónde estaba lo que le apetecía en cada momento, se metía en una habitación, abría una caja y la destripaba; luego hacía otro tanto con una maleta sobre la cama hasta dar con lo deseado, y así logró formar una montaña de ropa multicolor.

—Mi amor, ¿te importa que coloque mis muñequitas en la estantería?

La compañía de trapo y felpa colgaba sus patitas al aire desde sus asientos en las estanterías de libros, utilizados ahora como útiles respaldos. Si, desde la mesa de trabajo, Jonás levantaba la cabeza, le sonreían desde el otro lado de la habitación los ositos, la familia de vampiros, las ranas y muchos monstruitos graciosos. Un pequeño búho había anidado entre sus botes de lápices y un gran tigre meloso custodiaba la cama.

Fátima. Ese era el nombre de la hermana de Miriam. Su avión tenía una fecha próxima de aterrizaje en Madrid. No sin sorpresa, fue en la capital donde supo que Miriam vivía con un hombre, un amigo que iba para novio o algo así. Pero para Fátima, un hombre con el que se había liado a fin de cuentas, le soltó secamente su voz telefónica hasta Pamplona. Era ese el tipo de tensión que Miriam ya no recordaba, y la hizo titubear de las promesas que le tenía reservadas:

—Así no compartirás una casa con gente extraña porque estarás con nosotros, en una habitación propia. Y Jonás es un chico muy bueno, ya verás —era la tentativa tranquilizante para sedar la desconfianza de Fátima.

—¿No tenías tu propia casa?

—Eso fue al principio, y de alquiler, pero eso cuesta mucho de mantener en España. Hay que pagar calefacción y luz. Tú no vas a ganar nada al principio, y así ahorraremos dinero. La vivienda es cara —adujo Miriam como disculpa.

—Sí, eso dicen de aquí —Fátima colgó con disgusto.

Miriam se guardó el móvil en el bolso, había estado hablando todo ese rato a la puerta del supermercado. Subió a casa. Puso las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina. Iba a cocinar y se sentía perdida sobre un mar de dudas acerca de lo que a Jonás le gustaría probar. Cabizbaja, abstraída en la fregadera mientras pelaba zanahorias, crecía en ella una sensación penosa. Lo que podía pasar esa misma tarde cuando llegara Jonás le producía temor. ¿Cómo se iba a llevar con su hermana? Quizá, por experiencia, sabía muy bien que, ante cualquier decisión, siempre tropezaría con alguien que se sentiría molesto con lo que estaba haciendo.

¿Por qué debía dar explicaciones de su vida a estas alturas? ¿No era suya? ¿Estaba perdiendo el control sobre ella? Tal vez, si ambos vivieran fuera de Pamplona, en una ciudad donde nadie los conociese, tampoco Jonás se sentiría incómodo con las preguntas de sus amigos. Los dos sorteaban la curiosidad de la gente acerca de quiénes eran y cómo se habían conocido. Ojalá fuera ese lugar un sitio accesible y no imaginario, alejado de la familia, donde no hubiera personas a las que responder con medias verdades. Llevar a casa a Fátima, que los reprobaba, no era lo más conciliador en esa situación. Miriam terminó de picar las zanahorias, patatas y cebollas y las echó a la olla bullendo de agua. Eso sí era una de las cosas sencillas de la vida que no requerían explicaciones.

—Pero me gusta cocinar —se dijo finalmente confiada—. Le haré un buen guiso.

La primera de la casa en levantarse para ir al trabajo era Miriam. Dejaba a Jonás estirado por toda la cama y con una sonrisa beatífica. Luego era él quien se calentaba el café a eso de las siete, con la convicción de que ya era el último de los tres en levantarse. Durante semanas, fue la mano invisible de Fátima la que limpió la casa, cocinó y ordenó cada rincón, pues la ropa de su hermana y Jonás quedaba tirada en cualquier lado en cuanto entraban. Él tenía una sensación ambigua, porque si le quitaba trabajo de casa, también perdía autonomía, y no se hacían las cosas a su manera. Y eso le irritaba solo de pensarlo. Se ponía en guardia cada vez que Fátima y él coincidían en una habitación. Miriam llegaba rendida del trabajo, se tumbaba en el sofá con los brazos y las piernas estiradas, y con la conciencia muy clara de que, por muy harta que llegara, cuando volvía a casa era como caer en el fuego tras escapar de la sartén. Se echaba a dormir un rato y luego se levantaba en estado de zombi, sin ganas de hablar, perdida en algún rincón de su cabeza despeinada hasta recordar que hacía falta algo. Se encerraba en el baño y se arreglaba con esmero para salir y comprarlo por el barrio. Si Fátima estaba en casa la acompañaba. Por entonces, Jonás las observaba distantes entre sí unas veces, pero otras muy unidas. Con él, en cambio, había cuestiones que ya no trataba, vetadas por completo. El tipo de cuestión que solo por existir lo eclipsa todo en la vida, aunque no merezca esa importancia. Ya no se hacían planes de futuro, ya no se contaban qué tal les fue el día de trabajo. Apenas se buscaban por las noches. Se acordó de su época de estudiante, cuando compartía un piso en Madrid con otros compañeros; se sentía igual. Odiaba a Fátima, acusándola de envenenar la convivencia. Cuando estaba solo la maldecía, la insultaba en su mente, pensaba montar un escándalo cualquier día de esos. Y los días se sucedían iguales de anodinos, aburridos y crispados, pero con el odio enquistado entre ceja y ceja.

—¿No crees que todo ha cambiado desde que vino Fátima? —decidió preguntar.

—Pero es mi familia. Siempre estuvieron cerca cuando les necesité.

—A cada cosa que hago o digo pone mala cara, aunque se lo calle.

—Cariño, siempre fue así, trata de comprenderla. Ha dejado al marido y los hijos allí —y, anticipándose a más reproches, concluyó—. Tú también has cambiado.

Un día Fátima les anunció con mucha satisfacción que había conseguido un trabajo. Durante un rato antes de la cena comentó cómo eran las casas que iba a limpiar; una conversación correcta, incluso animada. El sueldo era justito, pero ya era algo, y pronto empezaría con los papeles para permanecer legal en el país. Después de cenar, Jonás encendió el televisor y se arrellanó frente a la pantalla. Las dos hermanas se encerraron en una habitación.

Hacía días que Fátima había dejado muy claro que no había venido de tan lejos para entrometerse en la vida de su hermana. Sus asuntos personales eran suyos, y prefería ponerse a limpiar casas y portales de vecinos antes que molestar más en esa casa donde no tenía cabida según entendía. Y a solas, entre las cuatro paredes, volvió a explicárselo:

—Te quiero mucho, Miriam, pero es lo mejor —terminó diciendo. Se estiró con las manos en alto para alcanzar y bajar la maleta colocada sobre el armario—. Te dejaré mi nueva dirección. Estaré bien. Ven a verme allí.

—Pero, ¿qué mal te hemos hecho? Es por Jonás...

—No solo es eso, Miriam. Siempre hiciste lo que querías. Si estás bien con él, me alegro, a mí no me ha hecho nada malo, pero no sé si a ti te conviene. Sois muy diferentes. En fin, le daré las gracias y me iré.

Miriam se sintió descolocada en la casa; se hundió en una sorda amargura, sin ganas de nada, evitaba explotar. Se conformaba con destilar cada día unas gotitas concentradas de desencanto y rencor. Evitaba las conversaciones con Jonás, se apalancaba frente al televisor hasta muy tarde y comía a cualquier hora. A veces, sin saber Jonás por qué motivo, soltaba un comentario hiriente, desmesurado, cargado de plomo candente. Y él se apartaba de su lado rezongando aturdido, azorado y muy dolido.

—Estoy harta —decía—, todos me exigís, mi familia, tú, el trabajo. Quiero irme, estar sola, saber qué es lo que quiero. Aquí es imposible.

—¿Quieres que lo dejemos, entonces?

—Oh, Jonás, no lo sé... No lo sé —estaba acodada sobre la mesa de la cocina, cubriéndose el rostro con las manos.

Miriam lloraba, y Jonás, relegado y atormentado por su comportamiento, mirando las paredes de azulejos blancos, estaba asumiendo una amarga lección. La dejó a solas.

Un rato después las maletas volvían a rodar por el suelo y a tragarse la ropa de Miriam. El sentimiento de fracaso era la causa de su rabia hacia todos, de ira contra sí misma. Su esfuerzo por cambiar de vida no había sido suficiente, ahora cargaba con la culpa de lo que les estaba pasando. Como en una ensoñación que la sanara lo antes posible, saldría por la puerta no para llevar la misma vida en cualquier otro barrio, sino que fantaseaba con romper con todo e irse bien lejos de todos y no ser encontrada nunca más. Viviría cerca de la playa, trabajando en lo que fuese, no importaba. Pidió un taxi, cargó lo que pudo y desapareció en el tráfico de semáforos verdes y rojos.

Jonás procuraba no inmiscuirse cuando ella venía a llevarse el resto de sus cosas del piso. Sentía la cabeza muy ligera esos días; muy seguro de sí mismo, pero vacío. Quiso hablar, verla algún día más, pero cada vez menos convencido de hacerlo. Dando por perdido el amor, dejó de amarla, pero no de pensar en lo que había sucedido.

Un día de agosto, según me contó Miriam, le llamó por teléfono. Jonás estaba en la piscina y contestó al móvil desde la hamaca. Su amiga Elena, que no tardaría en convertirse en su novia, tomaba el sol con él.

—Hola, Jonás, necesito verte ahora.

Quedaron en el bar de las piscinas después de comer, cuando menos gente había en las instalaciones. Algunos críos entraban y salían, se perseguían y tropezaban con las mesas y sillas de plástico en medio del griterío. Salieron corriendo y Jonás y Miriam se quedaron a solas con el rumor del ventilador. Se sentaron.

Llegó con ojeras, el cabello lacio y más hinchada. De repente, Jonás dudó de que fuera aquella la mujer de la que poco antes estaba enamorado. Echaba miradas a través del cristal a su amiga, y le satisfizo el presente. Elena también volvía la cabeza hacia ellos de vez en cuando.

—Hola, ¿qué me cuentas?

—Estoy embarazada —contestó con temblor en los labios, los ojos acuosos y las manos agarradas la una a la otra en el regazo. Permanecía con la mirada en las baldosas porque percibía la creciente hostilidad y el gran susto encajados en el rostro de Jonás. Él se contuvo apretando los reposabrazos de la silla y se puso colorado de cuello para arriba, mucho más que el bronceado de todo el cuerpo.

—¿Es mío? ¿Qué vas a hacer?

—Sí, es tuyo. Y lo voy a tener.

La decisión de Miriam lo crispó como una descarga eléctrica. No podía creer que esto le estuviese pasando a él en ese momento.

—Si no me quieres ayudar —añadió restregándose las lágrimas con los puños por las mejillas—, lo tendré sola y será mío.

—¿Pero tú crees que puedes venir aquí solo para decirme esto? Haz lo que quieras —Jonás echó una mirada inquieta a cuantos por allí entraban a pedir un café—. Vete de una vez, ya hablaremos después.

Se levantó, se secó la frente con la palma de la mano y se desplomó otra vez contra el asiento.

—¿Aún estás a tiempo de..?

Miriam lo fulminó con los ojos.

—Te lo pagaré yo. Iremos a un médico privado que conozco —reiteró Jonás como una súplica.

—Ni hablar de eso. Pensé que tenías derecho a saberlo y nada más. Tú, haz lo que quieras, pero éste no me lo arranca nadie —al hablar así, su voz se iba quebrando.

—Está bien. Pero yo no quiero entonces saber nada.

—Como todos los hombres.

Al levantarse de golpe, Jonás tiró la silla al suelo. Se asustó del ruido que había hecho, aunque nadie allí le hizo apenas caso. Se agachó para ponerla bien, y Miriam lo miró con lástima por unos instantes. Luego desapareció cruzando rápido el local hacia la puerta. Cuando Jonás comprobó que estaba solo, regresó a la piscina.

—¿Qué tal te ha ido? —el semblante de Elena era de preocupación.

—Una mierda. Mejor dejarlo.

Se aguantaba las ganas de vomitar esa bilis de rabia y miedo a partes iguales, y el esfuerzo obedecía al temor de decir algo que lamentara después.

—No pasa nada, maldita sea —tiró el reloj sobre la toalla—. Me voy al agua.

Así fui creciendo yo, un poco en casa de mi madre Miriam, y otro poco en la de mi tía Fátima. Esta última, con el tiempo, se trajo al marido y a sus hijos, lograron la ciudadanía y se establecieron con mucho esfuerzo en la normalidad. Pasaba el tiempo con mis primos y mi tía me quería casi más que a su propia prole. Entre ambas mujeres trataron de llenar el hueco de alguien que nunca estuvo. Tener un padre era una experiencia que todos a mi alrededor siempre compartieron menos conmigo. Todo el empeño por suplir la figura de mi padre lo redujo a una idea nacida de mi instinto de hijo, una idea que al final quedó acorralada en el último reducto posible, el de mi imaginación.

Siempre hay un montón de circunstancias en la vida por las que se cuela una pregunta sobre el padre: amigos curiosos, impresos preguntando por el progenitor, encuestas, profesores con afán educativo y las novias. No eran preguntas que me inquietaran. Sin embargo, recuerdo estar desnudo ante el espejo y buscar partes de mi rostro que no fueran heredadas de Miriam, y simular con esas partes algo parecido a un retrato robot de mi padre. Después esbozaba su dibujo en mi cabeza y buscaba en la gente de la calle alguien que se delatara de alguna manera con esos rasgos. Con un padre tan virtual me explicaba aquellos aspectos de mi carácter que no comprendía bien, o lo más oscuro que había en mí. Él, de alguna manera, era yo.

Mi madre nunca se casó. Algún que otro hombre pasó por su vida sin ánimo de echar raíces en ella. Trabajó y me pagó la carrera. Pasamos mucho tiempo juntos. Nuestra vida era de lo más normal del mundo. Hasta que un día, nada más entrar yo en casa, me anunció muy seria:

—Mañana por la tarde vente para las cinco. ¿Podrás?

—Sí, bueno —dije dudando más por lo inesperado del asunto que por otra causa—. ¿Vamos a algún sitio?

—Quiero que me acompañes.

Para la ocasión Miriam me eligió una chaqueta azul oscuro y los zapatos, con los vaqueros que yo quise. No tuve escapatoria. Por su parte vestía de riguroso negro excepto la camisa azul claro bajo la chaqueta. Nos apeamos del coche en el parking del cementerio. Traspasamos las puertas de hierro forjado y caminamos atentos a la cola de un grupo de personas. Así dimos, entre nichos y panteones, con un espacio abierto cubierto de césped, con un féretro y el sacerdote vestido con una casulla blanca, más otro buen número de congregados. No conocía a nadie. Ninguno encajaba con mi retrato imaginado.

El ataúd descendió con dos maromas hasta el fondo de la sepultura. Una situación novedosa para mí. Miriam me invitaba a seguirla e imitarla en sus gestos, como cuando tomó un poco de tierra oscura y húmeda entre los dedos y la soltó sobre la tapa del ataúd. El sonido en el hoyo se elevó escueto, duro y siniestramente evocador. Después lo cubrieron con paladas de tierra. En seguida me esforcé por leer a quién pertenecía el sepelio en la inscripción de la losa de granito. El nombre de Jonás, o sus apellidos, no tenían un significado para mí. En cambio, su foto al lado me explicó qué hacía yo en ese lugar.

Con el ritual cumplido, la gente congregada se dispersó lentamente en corrillos por entre los macizos de flores y los cipreses siempre verdes. La familia del difunto daba las gracias a quienes se acercaban, y en algún momento, la viuda reconoció a Miriam, pero sin decidirse a saludarla. Titubeaba. Era la rivalidad de años de dos enemigos que se quedaron sin armas para la guerra. Si alguna de las dos creyó haber prevalecido alguna vez, en ese momento lo olvidó. Pensé si no habían pasado demasiados años para sentirse así, y me vinieron a la memoria los recuerdos en que la sorprendí detrás de una puerta, a escondidas, esperando que no la hubiera escuchado hablar de mí, por teléfono, a alguien desconocido. Llegaron desde la bruma de mi infancia aquellos regalos extraños, impropios de mi madre, incluso de lugares donde ella nunca estuvo. Nunca había terminado de comprender esas cosas, detalles que se quedan por el camino.

Pero lo que no se ve, se adivina, como el rostro de Jonás.