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Desarraigo

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Cuando Marta se subió al avión y ubicó su asiento, se sintió tranquila. No era la primera vez que volaba, ni era la primera vez que viajaba, pero la ansiedad de que todo saliese correctamente, sin demoras, sin cancelaciones, sin cambios de asiento, le produjo bienestar. Fue cuando el cinturón de seguridad hizo ¡click! entre los dedos de su mano, que el corazón le dio un vuelco. Tomó conciencia de que se iba. Se dio cuenta de que había pasado los últimos diez años de su vida sin saber muy bien dónde estaba su casa; llamando hogar a dos o tres sitios a la vez y sin que ninguna de esas estancias le dejase de reclamar su afecto ni un minuto. Entonces la angustia comenzó a subirle por la punta de los pies. Sabía que cuando le llegase a la altura del pecho, no podría contener las lágrimas, y tenía pavor de que pensasen que lloraba por miedo a volar o por cualquier otra neurosis relacionada con no tener los pies en la tierra. Porque ella era una experta en hacer y deshacer maletas. Conocía la medida exacta de los bultos que permitían subir en cabina y hasta recordaba alguna que otra azafata con la que había coincidido en esos diez últimos años, de tanto ir y venir de una casa a otra más.

En aquel momento el capitán dio la orden de despegar y saludó a los pasajeros, deseándoles un buen vuelo. A Marta se le hizo un nudo en la garganta. Apenas podía respirar con normalidad, mientras intentaba ocultar la desazón de tener que volver a irse. Ya nunca había dejado de despedirse, ni reencontrarse, ni de esperarse, ni volverse a marchar.

Entendió que ni todo el oro del mundo le devolvería la paz y la tranquilidad de saberse delimitada por la existencia de un solo hogar como único sitio de referencia al que aferrarse cuando las cosas marchasen bien o no tanto. Su cuerpo deambulaba en un extraño limbo, un punto en el mapa, sin principio ni final. Cuando estaba allí, echaba de menos aquí, y cuando por fin regresaba aquí, su corazón se lamentaba tras el recuerdo de las calles que le habían visto nacer.

Su familia y amigos le repetían que no tenía por qué preocuparse, que su alma estaba en el sitio correcto y que las distancias ya no consistían un problema en la era de las comunicaciones; pero Marta era consciente de que se había vuelto nómade, y que el día del juicio final, justo a las puertas del infierno, cuando le preguntasen el nombre, el teléfono y la dirección, a este último dato no sabría responder.