Todos, empleados, funcionarios u obreros debíamos subir, una vez al menos en nuestras vidas, el tramo Badaling de la Gran Muralla, porque para ser viril Mao así lo había aconsejado.
Deng Xiao Ping, en cambio, propiciaba el ascenso al monte Tai Shan, una de las cuatro montañas sagradas de China que tiene la friolera de 7.000 escalones; sí, como suena, porque una vez en su vida los emperadores también lo hacían para que les trajera buena suerte aunque ellos, a diferencia de nosotros, subían más sosegados a hombros de palanquineros fortachones. Bueno, al final del resuello, Deng exhortó, en el 60º aniversario del partido, que para ser un buen comunista había que seguir trepando otra escalera empinada y angostita, para acceder, por fin, a la cima donde se encuentra el templo del Emperador de Jade.
En las oficinas no había fotocopiadoras porque los jefes discutían si era bueno que a los empleados se les facilitaran las tareas. ¿No se volverían ociosos? La pereza, ya se sabe, es la madre de los peores vicios. De las ventanas pendían, como arreglos florales, las coles para las sopas de todo el invierno, y las chicas empezaban a cambiar las trenzas por las permanentes.
Autos, sólo limusinas con ventanas cerradas por donde asomaban los muy grandes del poder, motos algunas y bicicletas negras por doquier. La única variante en las chaquetas Mao entre ricos y pobres, cercanos o alejados del régimen era la calidad de la sarga o el algodón y el número de bolsillos.
En Shanghai, que es siempre la más atrevida y aventurera de las ciudades chinas, las parejas empezaban a llevarse tímidamente de la mano y a besarse furtivas en el crepúsculo, porque hasta entonces las efusiones públicas eran reprimidas.
Pero China, y también Japón, son pueblos que avanzan por sedimentos y, a diferencia de América Latina, no se jactan de poseer la memoria corta. Un estrato se superpone al siguiente y a veces profundas capas de napa freática permanecen de reserva, por si las moscas.
La bolsa de valores, los rascacielos a cual más imponente, la publicidad, las últimas modas europeas, la droga que reaparece, los archimillonarios de Hong Kong con sus colmillos afilados y zarpas más que dispuestas, son un avatar más de la China que alguna vez, cuando le molestaban ciertos discursos, enterraba sabios y escritores con sus respectivos libros bajo una u otra de sus murallas. Pueblos que inventaron la pólvora y la imprenta, suman, incluso, contradicciones y enigmas, pero nunca restan. Tienen la memoria y el tiempo con viento a favor.