Sala de ensayo
Macedonio FernándezLas Meninas, de Macedonio Fernández
El realismo rasgado entre espejos y abismos

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El arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Jorge Luis Borges, “Arte poética”

Alguna vez Roberto Bolaño escribió que existe una extraña circunstancia de que casi nadie, nunca, hace reír a carcajadas a sus personajes. Evidentemente concordaba con aquella noche en Rayuela —entre la una y las cinco de la madrugada— en la que Horacio Oliveira se encuentra leyendo mientras llega a una conclusión desconcertante:

El silbido no era un tema sobresaliente en la literatura. Pocos autores hacían silbar a sus personajes. Prácticamente a ninguno. Los condenaban a un repertorio bastante monótono de elocuciones (decir, contestar, cantar, gritar, balbucear, bisbisar, proferir, susurrar, exclamar y declamar) pero ningún héroe o heroína coronaba jamás un gran momento de sus epopeyas con un real silbido de esos que rajan los vidrios.1

La pequeña lista de verbos de los que está harto Oliveira —al igual que Bolaño— son los rasgos básicos que un lector espera encontrar en los personajes de una obra realista y que no son más que funciones, trucos, títeres que simulan vida. La misma actitud de enfado y rechazo a este tipo de novelas la advertimos en Macedonio. Por esa razón, evita las tramas y los personajes realistas con los que se pueda identificar el lector: “No se entretenga el lector con el vigilante mencionado; no es el nuestro; el de la novela está parado en otra esquina de ella”.2 Curiosamente, en Adriana Buenos Aires, se deshace o rechaza al “lector de desenlaces” contando, desde el principio, el final. Es decir, Macedonio no quiere un público pasivo que se pregunta cómo continúa la historia. Allí perdería a un lector. No, quiere lectores activos, que construyan la obra conforme la van leyendo, que participen en la creación.3 Y la forma como lo logra es a través de un mareo provocado en el lector. Así que para desarrollar la idea, cedo la palabra al honorable Macedonio Fernández, ex candidato a la Presidencia de la República Argentina (aplausos por favor): “La tentativa estética presente es una provocación a la escuela realista, un programa total de desacreditamiento de la realidad que cuenta la novela. [...] Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir”.4

En pocas palabras: un violín no necesita llorar para hacer llorar. Proyecto parecido al de Paul Valéry, contemporáneo de Macedonio Fernández, quien planteaba la destilación de la poesía, quitándole todo sentimiento, todo subjetivismo, el pretexto y dejar solamente la técnica para alcanzar la pureza; de igual forma, encontramos en el teatro alemán de los años treinta la siguiente propuesta: actor que siente no es buen actor, pues ¿qué diferencia puede observar el espectador entre su abuela llorando y un actor que de verdad está llorando?; o pensemos en Flaubert quien —extraordinaria, extraña e interesantemente— expone en una carta a Louise, su amada, un ambicioso proyecto: “Un libro sobre nada, casi sin tema, un libro sin apoyos exteriores, que se sostuviera solamente por la fuerza intrínseca del estilo”.5

Como decíamos anteriormente, Macedonio acentúa aun más su procedimiento. Hace obvio el artificio en frente del lector para que éste se dé cuenta. Le recuerda que está leyendo una ficción, y que la ficción se rige por principios totalmente distintos a la realidad.

Hay un cuadro de Magritte que enfatiza esta idea: La condición humana, en el que observamos una ventana, delante de la cual hay un caballete con una pintura donde se prolonga un árbol, un caminito de tierra y el cielo que están detrás, aludiendo a la noción de obra artística que artificiosamente reelabora, completa y tuerce un paisaje natural.6 Al implementar extrañamientos en la obra, el público tiene que tomar distancia y repensar por qué razón se está haciendo ese procedimiento. Interrumpe la lectura o la contemplación para reflexionar sobre el asunto. En cambio, si en la pintura de Magritte no existiera el caballete sino sólo la ventana donde se ve únicamente un paisaje (como un cuadro realista) probablemente la audiencia se sumergiría en un estado de apreciación sin molestarse por meditar la obra artística.

Tanto las letras de Macedonio como las pinceladas de Magritte son violentos recordatorios de estar ante una ficción. Pensemos y tengamos en mente por toda la eternidad aquella sentencia de Pessoa: “El poeta es un fingidor”.7

En las páginas de Museo, el argentino dice: “Llamo bellartes únicamente a las técnicas indirectas de suscitación [...] de estados de ánimo que no sean ni lo que siente el autor ni los atribuidos a los personajes en cada momento”.8 En efecto, fuera de la técnica no hay arte; la novela, la obra, es la que debe provocar una emoción, no la identificación del auditorio con el fatal destino de un personaje.

A Macedonio le habrá causado gracia los juicios en contra de Flaubert y Baudelaire, en 1857. Incluso le habrá parecido patética la defensa de los abogados tratando de demostrar que las respectivas obras condenan el pecado, exponiendo fragmentos de los textos en el Palacio de Justicia de París. No se daban cuenta de que la ficción tiene su propia realidad; que el mundo estético está sujeto a reglas propias que excluyen al mundo extra-textual. Hubiera bastado gritar: “¡No jodan, esto es literatura!”.9

Lo que está planteando Macedonio, por ejemplo, cuando entorpece el hilo conductor del relato, interrumpiendo la narración para dar paso a una digresión exagerada, es decirnos: ¡recuerden que es un artificio y yo soy el mago!, “en el instante en que dejo de escribir dejan ellos de hacer”.10 O en otras palabras: señores, “ceci n’est pas une pipe!”.

De esta manera se desarrolla su teoría: en la obra misma y no aparte. Interrumpe, retarda, obstaculiza, impide y sujeta la acción en una denuncia contra el realismo. Repudia la anécdota. Y prefiere usar incongruencias, olvidar tanto la identidad de los personajes como la ordenación temporal de la historia, incluso prefiere no narrar lo que pasa sino que refiere, simula que algo sucede —“es todo lo que pensó (el personaje) de lo cual algo dijo y nada se oyó”—,11 para, acto seguido, olvidar la acción y continuar con otros asuntos.

Ahora bien, durante la lectura de Museo, el lector entra y sale de la obra constantemente. Es como si estuviera parado frente a Las Meninas (1656) de Velázquez o, aun mejor, frente a las de Picasso. Pero separemos la experiencia de ser un espectador del cuadro del sevillano en dos momentos.

En primera instancia, el espejo implica que el lector está siendo leído. Es decir, el espectador encuentra su reflejo en el fondo de la obra y descubre su rostro. (Creo que la metáfora es clara si hacemos un paralelismo con Museo). Descubre el realismo rasgado. Siente una “conmoción conciencial”, se siente personaje, y aunque solamente suceda por un momento, cree él mismo no vivir. Se pierde en la bruma del espejo en el que se observan los reyes (que está pintando Velázquez personaje), asume su lugar geográfico dentro (o fuera) del cuadro. Entonces el mareo viene y lo absorbe en un espacio que se hunde en otro espacio. Casi como el que siente el lector de Hamlet, cuando éste se cree humano al observar una obra de teatro. Puesta en abismo sobre abismo. El lector voltea hacia atrás para confirmar que nadie lo está escribiendo. Quiere asegurarse de que no es Augusto Pérez, el personaje de Niebla de Unamuno, contemporáneo de Macedonio Fernández, que además coincidía con sus ideas estéticas. Planos espaciales que se funden artificiosamente.

Existe otra pintura en la que sucede este efecto: El retrato de los esposos Arnolfini (1434), de Jan Van Eyck. En él encontramos a Giovanni de Arrigo Arnolfini, un rico comerciante italiano, afincado en Brujas, y a Giovanna Cenami, quien procedía de una acaudalada familia italiana que vivía en París, tomados de la mano en una habitación decorada con una cama roja, un ventanal, algunos muebles y un candelabro. La escena parecería normal, exceptuando quizá el ridículo sombrero del hombre y el extraño peinado de la mujer. Pero dejémonos de bromas. Lo importante acá es de nuevo el espejo que aparece en el fondo y gracias a su reflejo sabemos la verdadera y secreta historia del cuadro. Entonces, la historia viene a darse a conocer por un reflejo, por un rebote, por un medio indirecto, por una técnica artística o, citando a los formalistas rusos, por un truco.

El espejo es el centro de gravedad de la pintura del flamenco. Los personajes que aparecen en él, además de las espaldas de los esposos, son un sacerdote y un testigo, necesarios en todas las bodas. Ahora bien, el testigo no es cualquier persona sino el propio pintor del cuadro vuelto personaje. Esto se sabe por un detalle que aparece arriba del espejo: una firma, que no sólo reclama la autoría del cuadro, sino que testifica la celebración del matrimonio: “Johannes de Eyck fuit hic 1434” (“Jan van Eyck estuvo aquí en 1434”). De esta manera sabemos que la pintura es un documento matrimonial, que no conocemos directamente sino, repito, indirectamente, por un procedimiento artístico que pide la participación del lector para que se dé a conocer.

Ahora bien, la posición que ocupan tanto el clérigo como el pintor personaje, es la misma que habitan los reyes en el cuadro de Velázquez. Y dando pie al juego de identidades y el desdoblamiento, son el espacio geográfico en el que se sitúa el público cuando observa las respectivas pinturas. Entonces, todo convive dentro de la obra del español, del flamenco y del escritor argentino. Al incluir al lector en un espacio que simula su existencia (gracias al espejo) dentro del cuadro o libro, se cierra la técnica artística para darle un carácter autorreferencial a su arte. Todo se discute y se reflexiona pero adentro de su obra por el simple hecho de tener varias perspectivas sobre un mismo hecho.

Lo curioso es que ambos espejos, tanto el del español como el del flamenco, se encuentran al fondo. Dando la impresión de lejanía respecto al público. Y es que ese es precisamente su lugar, pues si estuviera cerca, el lector lo podría tocar y se empañaría, arruinando la técnica del reflejo extra-pictórico. Metáfora fácil de asimilar con Macedonio, quien introduce el espejo en su obra sutilmente, de una manera efímera. Recordemos que quiere que el lector sea leído, pero no es lo más obvio del libro. Uno tiene que buscar y encontrarlo precisamente en el fondo de sus palabras como si se dijera en el fondo del salón de Las Meninas o de la alcoba de los esposos Arnolfini.

Sin embargo, regresemos a la segunda instancia de Las Meninas, momento en el cual el público descubre a Velázquez (personaje),12 y se pregunta, al igual que en el caso de Van Eyck, cómo es posible que haya entrado a la obra la misma persona que la pintó. Entonces el guiño, la paradoja, la triangulación, los trucos se descubren y el espectador sale de aquel espejo del fondo en el que se encontraba sumergido —dejándole el lugar a los reyes—, y regresa a la silla en la que está sentado, sintiendo sus empíricos huesos y sabiendo que los personajes (las meninas, Velázquez, el perro y el misterioso hombre del fondo) que observa son funciones: meros pretextos para cavilaciones estéticas y metafísicas del autor. De la misma manera Macedonio introduce trucos para que el espectador no pierda la noción de que está ante una ficción:

Quien experimenta un momento el estado de creencia de no existir y luego vuelve al estado de creencia de existir, comprenderá para siempre que todo el contenido de la verbalización o noción “no ser” es la creencia de no ser. El “yo no existo” del cual debió partir la metafísica de Descartes en sustitución de su lamentable “yo existo”; no se puede creer que no se existe, sin existir.13

Esta no-existencia que comparte el lector con los personajes es un recurso para poner el dedo sobre el renglón en el rechazo contra el realismo. Pues, para que una novela sea realista el lector debe entrar en complicidad con la historia y creer que existe la amada, el caballero, la muerte, las lágrimas, las venganzas, la belleza, etcétera. Ahora bien, al plantear la no-existencia de nada ni nadie sino siendo tomados los personajes y la trama como pretexto, el público no tiene con quién identificarse y se encuentra a expensas del escritor.

Anteriormente proponía que la metáfora pictórica sería aun mejor si tomáramos a Las Meninas (1957) de Picasso, y esto lo decía no como un simple apunte a pie de página o una manera de demostrar mi parca cultura, sino porque la obra del malagueño es cubista, y “qué es el cubismo sino un canto al espejo, pero al espejo que estalla en mil pedazos liberando las formas que antes aprisionaba”.14 Es el Museo de la Novela de la Eterna al cuadrado. Es una radiografía de cómo se está reelaborando una obra que está hablando de cómo se está haciendo la obra; además de decirnos cómo se constituye el libro o la pintura, a partir del autor (de carne y hueso), el lector (personaje), el autor (de tinta y papel), el lector (empírico), y los personajes o funciones o pinceladas o pequeñas letras que forman las palabras “pequeñas letras”. Así que todos estos desdoblamientos, estas metamorfosis, encajan perfectamente en el cubismo de Picasso con mayor fineza que en el barroco de Velázquez.

 

Bibliografía

  • Cortázar, Julio. Rayuela. Madrid: Ed. Cátedra, 2007.
  • Diego Velázquez. Las Meninas (1656). Museo Nacional del Prado, Madrid.
  • Fernández, Macedonio. Museo de la Novela de la Eterna. Buenos Aires: Ed. Corregidor, 2010.
  • Jan van Eyck. El retrato de los esposos Arnolfini (1434). National Gallery, Londres.
  • Mario Vargas Llosa. La orgía perpetua. Ciudad de México: Alfaguara, 2008.
  • Pablo Picasso. Las Meninas (1957). Museo Picasso, Barcelona.           
  • Pereira, Manuel. Biografía de un desayuno. Ciudad de México: Miguel Ángel Porrúa, 2008.
  • Pessoa, Fernando. “Autopsicografía”. Obra poética. Tomo I. Madrid: Ediciones 29, 1981.
  • René Magritte. La condición humana (1933). Museo Colección Spaak, Francia.
    —. La llave de los campos (1936). Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
  • Scott, Edgardo (comp). El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire. Buenos Aires: Mardulce, 2011.

 

Notas

  1. Julio Cortázar. Rayuela. Madrid: Ed. Cátedra, 2007. Pág. 389.
  2. Macedonio Fernández. Museo de la Novela de la Eterna. Buenos Aires: Ed. Corregidor, 2010. Pág. 35.
  3. Una idea similar propone Cortázar en Rayuela: el lector colabora en la construcción de la novela al momento de elegir de qué manera va a leer.
  4. Macedonio Fernández, op. cit., pág. 41.
  5. Mario Vargas Llosa. La orgía perpetua. Ciudad de México: Alfaguara, 2008. Pág. 48.
  6. Se ha tomado como referencia el excelente ensayo de Manuel Pereira en el que desarrolla una teoría de los espejos en la pintura, y en el cual, estudia con magistral detenimiento las obras de Magritte, el Greco, Van Eyck, Klimt, Monet y Velázquez, entre otras. Véase “El vicio de mirar”, en Biografía de un desayuno. Miguel Ángel Porrúa: Ciudad de México, 2008.
  7. Fernando Pessoa. “Autopsicografía”. Obra poética. Tomo I. Madrid: Ediciones 29, 1981. Pág. 175.
  8. Macedonio Fernández, op. cit., pág. 121.
  9. Si a alguien le interesa seguir el registro de los juicios puede consultar el libro: El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire. Buenos Aires: Mardulce, 2011.
  10. Macedonio Fernández, op. cit., pág.77.
  11. Ibid., pág. 33.
  12. Sería lo mismo afirmar que el lector descubre a Macedonio (personaje). Aclaro los paralelismos para que nadie olvide que el tema principal aquí es el escritor argentino y su obra. Bastante olvidado está ya para concederle otra descortesía.
  13. Macedonio Fernández, op. cit., pág. 42.
  14. Manuel Pereira. “El vicio de mirar”. Biografía de un desayuno. Miguel Ángel Porrúa: Ciudad de México, 2008. Pág. 63.