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Primera lluvia de mayo

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El primer aguacero de mayo llegó de sorpresa la tarde del tercer domingo del mes, justo cuando el cielo parecía mostrar a los habaneros su cara más amable. Fue un vendaval largo y rabioso que rompió la calma de la ciudad y produjo numerosas molestias a vecinos y transeúntes en buena parte de La Habana. A Pietro y María Cristina los sorprendió cuando paseaban juntos por las márgenes del río en el parque Almendares. Entre las muchas cosas que el agua se llevó aquella tarde, la más irreversible fue quizás la ilusión de la muchacha por irse a vivir a otro país. Porque además de atasco en alcantarillas e inundaciones en la zona baja del litoral, el meteórico chaparrón trajo consigo el fin de aquello que Pietro llamó durante varios meses su romance con la chica cubana. Él ya nunca sabrá si sus lágrimas fueron sinceras; pero fueron muchas. Recordará, eso sí, la expresión terriblemente desconsolada de los ojos de María Cristina. En cualquier caso, aquella tarde de lluvia se sintió más ruin y cobarde que en ningún otro momento de su vida.

Para ella, habían ido al parque junto al río con el propósito de pasar la tarde cerca de la Naturaleza, caminar un rato bajo la sombra de los grandes árboles y tomarse un helado en alguna de las cafeterías pintadas de colores vivos que existían bajo la arcada del puente. Quizás el parque Almendares sea uno de los sitios más idóneos en La Habana para que un respetable empresario extranjero vaya a solazarse con una joven prostituta cubana sobre la hierba de las márgenes del río, al amparo de una floresta siempre ardiente y acogedora.

Pero no aquella tarde, que en realidad era la tarde en que Pietro había decidido poner punto final a una aventura que ya parecía haber durado demasiado. La había invitado a salir para tratar de cortar serenamente, terminar en paz lo que había comenzado en paz un inolvidable día de frustraciones y rencores. Esta vez, a diferencia de otras, caminaron en silencio hasta uno de los sitios más despoblados del parque. Entonces decidieron sentarse. Acababan de ocupar un sitio sobre la hierba hirsuta, junto a un inmenso algarrobo, cuando los pesados goterones comenzaron a desprenderse del cielo y caer furiosamente sobre ellos. Un fuerte vaho a tierra húmeda se levantó en el aire, y Pietro se puso inmediatamente en pie. María Cristina, sin embargo, permaneció sentada, mirándolo sonriente.

—Nos vamos a mojar —dijo él.

—Eso trae felicidad —replicó tranquilamente la muchacha.

—¿Por qué? —preguntó Pietro sorprendido.

Entonces ella le contó que en Cuba existía la creencia de que mojarse con la primera lluvia de mayo era beneficioso para la salud. A él aquello le pareció un mal presagio para sus intenciones, pero insistió en que no debían mojarse y, tomándola de la mano, la condujo hacia una garita que se levantaba en los límites del parque. La garita era muy pequeña y parecía estar en desuso desde hacía tiempo. Pietro se sentó en el suelo y María Cristina ocupó un sitio a su lado y quiso iniciar una caricia. Él esbozó un ademán de rechazo que pretendía ser cortés, pero que ella interpretó correctamente como una señal adversa. Pietro no tenía el menor propósito de ofender su amor propio; la respetaba pese a todo, además de que se sentía agradecido por los buenos momentos que habían vivido juntos. De nuevo se reprochó por su torpeza y su falta de carácter. Su intención había sido la de terminar con todo de una forma delicada, charlando amistosamente en este paisaje idílico a la sombra de los grandes algarrobos que crecían en las cercanías del río.

Pero había comenzado a llover y todo el mundo se había dispersado corriendo bajo los árboles, metiéndose en cuanto agujero existía en las instalaciones del parque. Ellos, sin que Pietro se lo hubiera propuesto, habían ido a parar a aquel estrecho refugio que se alzaba en los confines del territorio. Ahora estaban allí, replegados el uno sobre el otro, viendo caer el primer aguacero de mayo a través de la alta ventanilla de la caseta.

Invadido por una ternura irresistible, Pietro tomó su pañuelo y comenzó a secar el rostro de la muchacha, que se había empapado en la carrera hasta la garita. Entonces ella se lo arrebató de la mano y, con movimientos no exentos de sensualidad, se puso a realizar la misma operación en la cara de su hombre. Mientras lo frotaba suavemente, lo colmaba de mimos y cumplidos. Al sentir los dedos de María Cristina acariciándolo a través de la fina tela del pañuelo, él no pudo evitar que una ola de placer lo arrastrara hacia una rápida y soberbia erección. Ella lo notó al instante, y abriéndole rápidamente la bragueta, introdujo la mano y la sacó acompañada del miembro viril de Pietro.

Éste ya había comenzado a ascender por la espiral de la felicidad, cuando de repente recordó por qué había venido a este parque. Entonces experimentó una vergüenza inmensa, un acerbo malestar que lo hizo sentirse súbitamente frío y cansado. Y una caótica madeja de pensamientos enrevesados cubrió como una nube su cerebro, llevándose de nuevo hacia el interior de su bragueta todo lo que se había despertado en él.

—¿Qué pasa? —preguntó María Cristina sorprendida.

Pietro no contestó inmediatamente. La contempló un instante largo y la vio tan tierna y cercana, quizás tan llena de ilusiones, que sintió un afecto casi paternal por ella. María Cristina, casi una niña allí a su lado, alimentando quién sabía qué sueños de muchacha de pueblo, convencida de que recorría la distancia que la separaba de ellos, ya casi a sus puertas. Pietro estuvo a punto de ceder al impulso de unirse una vez más a ella y decirle allí mismo que sí, se casarían, se la llevaría para Italia y vivirían juntos y felices por los siglos de los siglos. Estuvo a punto, pero supo detenerse a tiempo.

—¿Qué sucede, Pietro? —insistió ella—, te has puesto extraño. ¿Te sientes mal?

—No, mi amor, disculpa. Es que no puedo.

María Cristina intentó reanimarlo con caricias, pero él apartó su mano. Entonces ella se recostó a la pared de la garita y elevó las rodillas hasta la altura de su barbilla. Así quedó, en posición fetal, como esperando el golpe, que no tardó en llegar.

—Perdona, María Cristina, pero esto se tiene que acabar.

La muchacha no dijo nada. Siguió en la misma posición, la mirada fija en la pared cercana, el rostro sombrío, cada vez más tenso. De pronto comenzó a sollozar.

—Perdona, mi amor —repitió Pietro, intentando pasarle el brazo sobre los hombros. Ella se lo quitó con una sacudida brusca y se encogió aun más. Él continuó el monólogo:

—Es que tengo que regresar a Italia y no veo cómo arreglar esto. Sabes que soy un hombre casado y nunca te lo he ocultado. La verdad es que siempre me ha preocupado este momento, pero tenía que llegar algún día. Te juro que para mí resulta tan duro como para ti; pero, de veras, no sé. Si tú conoces algún modo, dímelo, por favor.

Ella seguía en silencio, había comenzado a llorar y sus lágrimas resbalaban por sus mejillas e iban a perderse en algún lugar sobre la tela de su falda.

—Oye —dijo Pietro—, di algo, por favor. Dime algo, cualquier cosa.

María Cristina levantó la cabeza y mirándolo directamente a los ojos dijo:

—Hijo de puta.

Y poniéndose bruscamente en pie, salió disparada de la garita. Pietro la vio alejarse bajo el aguacero y tuvo la intención de partir tras ella. Pero le faltó voluntad. En lugar de hacerlo, permaneció parado en el umbral hasta que la muchacha se perdió de vista tras un recodo del camino. En ese momento sintió un profundo deseo de echarse él también a llorar, aunque en definitiva se contuvo. Entonces se sentó en el suelo y se quedó allí muy quieto, mirando caer la lluvia a través del vano de la puerta.

(“Primera lluvia de mayo” forma parte del libro Nunca es tarde, que en 2005 recibió el Premio Internacional de Narrativa Corta Generación del 27, en España).