Letras
Overland

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Mariel no sabe cuántas veces más caminará esquivando manchas en las veredas de esas cuadras melancólicas de la avenida Overland, las que la llevan del gimnasio a su casa. Faltan pocos minutos para que deba transitar esos pocos metros que no pertenecen ni a su barrio ni a la ciudad porque huelen a cementerio y mezclan irreverentemente modernos edificios, palmeras tropicales y lúgubres institutos geriátricos para enfermos terminales. Sin nexos ni transiciones, tan sólo el cambio de olor en el ambiente.

Mariel cruza la avenida Venice y suspira. No, todavía no. Aún quedan dos cuadras de flores, portones de vidrio espejados y el negocio que vende motos Harley Davidson y autos deportivos de colección. Pero ya las ve, ahí adelante; la esperan. Y no puede evitar enfocar la mente en esos conocidos y odiados dos por dos metros de suelo que huelen a cadáver hecho líquido y que desde hace exactamente ocho años intrigan su curiosidad y despiertan su olfato. Esa mancha viscosa que no deja de ser viscosa ni de ser mancha, saliendo como un río asustado desde la puerta de un garaje aparentemente usado como depósito y cerrado con una cadena y un candado oxidado. ¿Cómo ignorar esa mancha que le grita a sus pies que se corran cada vez que Mariel pisa esas baldosas?

La mancha no es roja, no es sangre, no es algo definido, pero claramente significa para Mariel una vieja pero nunca cicatrizada muerte. Nunca nadie le ha dicho que la vida se vuelve roja al tornarse muerte, pero el olor, el olor a ser humano desapareciendo de sus tejidos, es algo que Mariel alguna vez olió y jamás podrá olvidar. Inconfundible, único, exactamente igual al olor de esa mancha.

Un envoltorio de un chocolate Snicker ocupando territorio sobre esa mancha la distrae, aunque no tanto como el cercano container de basura de donde ese papel seguramente escapó. Está lleno, rebalsa, se suma a la no pertenencia de un barrio que suele esconder sus restos.

Otras malditas dos o tres cuadras y por fin llegará a Ironas Street, en donde abandonará la arteria para meterse por dentro de las venas tranquilas del barrio y perder la vista en las casas costosas y de buen gusto.

Mariel tiene una costumbre: tocar las plantas y las flores que se ponen al alcance de sus manos cuando camina por Los Angeles. Las toca a todas, hasta a las rosas, sin dejar de caminar por ello. En su espalda, la mochila pesada con sus zapatillas, ropa para el gimnasio, toalla, shampoo, desenredante, jabón, llaves, candados, botella de agua, MP3 y cuanta cosa hubiese decidido cargar ese día, enlentecen sus pasos a medida que el tiempo pasa. Carga tanto peso en su espalda que de poco o nada le sirven los ejercicios de relajación que religiosamente ejecuta antes de la ducha que la devuelve al mundo y la prepara para volver a su casa. Pareciera, por su actitud resignada cada vez que acomoda su mochila para evitar contracturarse, que no puede deshacerse del hábito de cargar pesos muertos en su espalda. Pero esos pesos muertos no huelen, el olor a cadáver ya ha quedado atrás, pegado a esa mancha de dos por dos metros en una sucia vereda de la avenida Overland.

Mariel escribe mientras camina, escribe en un cuaderno de tapas amarillas que le costó 99 centavos; y su letra es ilegible. Nunca nadie le dijo que no se escribe cuando se camina, si bien de todos modos, aun sabiendo que no es aconsejable, de sentirlo así, como pareciera sentirlo ahora, Mariel no dejaría de hacerlo. Y ahora parece que a pesar de no entender su propia letra, desde sus recuerdos de lo escrito, quiere transformar este relato en un cuento. Claro que caminando, cargando una mochila pesada, no encontrándole un conflicto central a todo lo escrito y no reconociéndose en su propia historia, no hay nudo que se le aparezca. Y para colmo las motos y los autos, y los perros ladrando ansiosos al pasar Mariel cerca de las casas, y el sol de California que pica y ella que se rasca.

Faltan sólo dos cuadras para llegar a su casa, y allí ya no será Mariel sino Silvia, pero ahora aún lo es y por eso se propone un cuento con firmeza, lo intenta. Un cuento de dos cuadras. Vamos, se dice, algo tiene que salir, algún puto microcuento de esos que sentada en un café perfila en cinco minutos. Piensa, putea, se empecina en lograrlo, y entonces se frena y se da cuenta.

Parada en la intersección de las avenidas Palms y Glendon, Mariel se da cuenta. Es ella. Ella es el nudo. Ella es cada una de las letras ilegibles plasmadas en el cuaderno de 99 centavos. Ella es la piel a la que el sol de las tres de la tarde de Los Angeles quema. Ella es la que teme a la muerte que la invade en esos dos por dos metros de vereda en la avenida Overland, la que busca hacer de sus catarsis un cuento, la que escribe cuando camina porque ciertas tardes necesita no ver el mundo que la rodea.

De repente sonríe y vuelve a caminar mientras mueve su muñeca derecha dolorida de tanto ser forzada a escribir sobre un cuaderno sin base firme, y trata de relajar su mano izquierda obligada a crear esa base. Una nueva esquina: Woodbine y Glendon. Mira alrededor y el cielo se le mete en los ojos. Hay mucho cielo, está cubierta por un cielo celeste virgen de nubes, un cielo que se deja admirar sin edificios grises invadiendo su influencia pero que admite ser observado desde debajo de un árbol con flores ya secas pero de colores brillantes. Mariel mira al cielo, mira al árbol, pero los mira con arrogancia penetrándolos con su mirada, para descubrir entonces que hay tiernas líneas blancas en el celeste profundo y que aquello que parecía ser flores secas en realidad son frutos asomando.

Y allá lejos quedó el olor a muerte, ese espacio eternamente pegajoso de dos por dos porque ahora el cielo con su celeste casi azul y su ternura blanca, y los frutos asomándose a la vida y la colina en donde está apoyada su casa, la casa en donde aún vive pero a la que ya no por mucho tiempo llegará con su mochila cargada de recuerdos del pasado.

El ascenso hacia su colina ya no le cuesta, lo disfruta, es parte del camino y de la llegada (por fin), piensa.

Y curiosamente, su letra se torna clara...

...al mismo tiempo que decide cambiar su próxima ruta para ir y volver del gimnasio. Y dejar su seudónimo atrás, pegado a esa mancha pegajosa que apesta pero que no se define.