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El secreto de Greti Schmidt

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Greti Schmidt entró a su casa. Otto, un viejo gato siamés, estaba, como siempre, postrado sobre el desteñido sillón de piel café oscuro y apenas se inmutó al ver entrar a su ama. Se limitó a girar la vista hacia el recibidor y regresar los ojos hacia la chimenea. Al verlo así, tan reflexivo, mirando hacia el infinito, Greti fantaseaba con que su gato era un genio, un filósofo de los grandes. Mientras se quitaba la mascada y el abrigo de lana beige, y los colgaba junto con su bolso en el closet de visitas, ella dijo en tono amable y sereno:

—Buenas tardes, amigo mío. Sin duda tendrás hambre tras todo un día de tanto pensar.

Al llegar a la cocina, con su plancha de acero reluciente bajo la fuerte luz amarilla y los vidrios empañados por el frío y la humedad, Greti se arremangó la blusa y sacó del refrigerador un envase de plástico del que sustrajo con las manos algunos pequeños pedazos de hígado y los colocó sobre un plato de cerámica francesa. Era el único del que Otto aceptaba probar bocado.

Sólo después de cerciorarse de que Otto se hubiera acercado al plato, olfateado su cena y empezado a comer, sacó de la alacena una bolsa de pasta y un frasco de aceitunas. Las colocó sobre la tosca mesa de madera que funcionaba a la vez como comedor y escritorio. Del refrigerador cogió una cebolla roja, un jitomate y dos pequeños pimientos —uno rojo y uno verde— que había comprado el sábado, su día de compras, en la tienda del señor Pandit.

Mientras ponía a hervir el agua para la pasta y cortaba finamente los pimientos, la cebolla y el jitomate, se sirvió medio vaso de vino tinto y le agregó un poco de agua del garrafón de plástico. Dio un trago largo que hizo que su rostro se tornara de pronto de un beige pálido a un leve color carmesí. Miró su reloj de mano y colocó exactamente una cuarta parte de la bolsa de fusilli dentro del agua. Metió los trozos de jitomate y pimiento en la licuadora con un poco de agua. Cuando estaba ya lista, vació la mezcla en el sartén con un poco de aceite. Lavó la licuadora y esperó. Se deleitaba en la espera. Se sentó en la mesa y al mirar nuevamente el pequeño paisaje que colgaba encima de la estufa, silbó una canción que le recordaba a su abuela materna Wilhemina y a su infancia en el campo.

En su mente saboreaba ya la noche de lectura que la esperaba frente a la chimenea. Primero, como aperitivo, leería algunos poemas de Los Alpes de Albrecht von Haller en voz alta, seguido por algunos fragmentos de Insauratio Magna de Bacon y de postre: retomaría Waverly de Walter Scott desde el primer capítulo, ya que la noche anterior se había quedado dormida a la mitad de la tercera página. Muchos de los libros que ella ahora atesoraba habían sido recomendaciones de D. No directamente, claro está, sino que ella había tomado nota cuando él los había mencionado en alguno de sus largos monólogos frente a los alumnos.

Ya en su cama, antes de dormir, Greti rezaría un rato, otro ritual que anhelaba desde el momento en que empezaba a preparar la cena. Era el momento de mayor quietud de todo el día. Sin embargo Greti no rezaba oraciones impuestas por otros. A esas oraciones hipnóticas les faltaba el toque personal. Ella prefería rezar con los recuerdos. Repasaba los momentos de mayor felicidad de su vida, desde su infancia hasta ese día en el laboratorio de D. De esa forma, ella agradecía a Dios por la vida que le había dado, por sus padres y sus hermanos, todos ahora en el paraíso.

Mientras servía la pasta, pensaba en D. Seguramente él estaría ya en su casa, cenando sólo en ese comedor tan grande. Pensó en cómo la saludaría al día siguiente y en cómo le diría algo gracioso y burlón, que la haría sonrojarse como siempre lo hacía. Ese hombre brillante, loco, imposible. A veces ella fantaseaba durante esos momentos —al prepararse ella la cena— que la estaba preparando para los dos.

Después de la cena regresó a la sala, donde a un lado de la chimenea tenía un atado de leña listo para ser utilizado. De pronto al agacharse para desatar la madera sintió un fuerte jalón en el pecho, seguido por un dolor agudo en el brazo izquierdo. Ardor y falta de aliento. El dolor se intensificó. Greti cayó al piso y cerró los ojos.

Otto se acercó y le lamió el rostro —el primer cariño que le hacía a su ama desde hacía varios años.

Se quedó con ella varias horas. Primero sentado sobre su pecho. Luego jugando aburrido con un hilo rebelde del suéter de Greti. Después de haber echado un vistazo a su plato de cerámica, lentamente regresó y se acurrucó de nuevo al lado del cuerpo.

Pasaron muchas horas y con la luz de la mañana Otto empezó a rezar. Rezar con un violento maullido. O tal vez a filosofar desesperadamente. Cantó sobre la muerte de Dios, sobre la resurrección, sobre los condenados a muerte, sobre Isaac, sobre Tánatos y la oposición al “divino Eros”, sobre la pulsión, sobre el divino juego de dados, sobre la hermenéutica, sobre “la empresa limitada”, sobre animales inconscientes y mortales, sobre dioses conscientes e inmortales, sobre los humanos conscientes pero mortales —aquellos que nacieron con una absurda sabiduría.

Y algo sucedió.

Habiendo escuchando el llamado, llegaron los alumnos a la puerta del maestro. Gatos y más gatos. Del vecindario, del pueblo. El gato sin ama, el gato gordo, el gato hambriento, el gato de la iglesia, el gato del alcalde, el gato trotskista, el gato neonazi, el gato estructuralista, el gato estoico, el gato anarquista, el gato humanista.

Todos sentados. Olfateando la sabiduría por debajo de la puerta.

Primero se acercó el cartero con su cara de luna llena, sospechando. Vio a un grupo de gatos frente a la casa. “Qué raro, ¿estaría regalando Greti sus deliciosos wienerschnitzels a todos esos animales hambrientos?”. “Estos viejos locos, con tanta falta de amor les dan todo a las bestias domesticadas: la mejor carne, la cama, les permiten sentarse a la mesa y a algunos hasta les dan habitación propia”.

El cartero Jürgen tenía tres hijos, una habitación y mucha hambre.

Poco después lo alcanzó una vecina, llamando a otras. Se quedaron todos atónitos mirando a los gatos maullando ya más enérgicamente, con el acaudillamiento de Otto desde el interior de la casa.

—Creo que algo está pasando.

—Los gatos presienten el peligro.

—Los gatos tienen un séptimo sentido.

Con los comentarios pesimistas de las vecinas, y como único hombre del grupo, Jürgen se sintió obligado a tocar la gran puerta de madera.