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Martín RamírezMartín Ramírez: las claves del silencio

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A veces nos hacemos preguntas que no obtienen respuesta; entre otras cosas porque nadie jamás las podrá responder. En las limpias y asépticas salas del Reina Sofía, paradójicamente un edificio que albergó un hospital, se expuso por primera vez en Europa la obra de un autor que fue diagnosticado de esquizofrenia catatónica, de sordomudez (cuando uno no domina un idioma puede parecer mudo) y de maniaco depresivo, además de tuberculosis, que probablemente fuera lo único acertado en la tan larga lista de “formalidades” en los formularios de los abarrotados recintos poco después del trágico crac en la gran depresión del 29 que tambaleó los cimientos financieros de la todopoderosa Norteamérica.

Nos conmueven y admiran sus dibujos, sobre todo por la pasión que puso este creador que aportó de una manera especial, y casi pura, tanta vida. Vida y sólo vida es lo que contienen estas imágenes, metáforas de una forma de vida singular y apartada defendida hasta el límite a base de visiones y recuerdos, de miradas y anhelos en una fuga distinta, la huida hacia adentro, como una arquitectura de interiores con un fondo didáctico, parecido al de esas pinturas de apariencia naíf portadoras de unas claves que se nos escapan o tal vez de esas representaciones del románico o de las culturas prehispánicas con su carga de símbolos que pueden contemplarse en capiteles y pinturas, en extrañas pictografías ricas en universos a menudo imposibles de descifrar.

 

La historia de Martín Ramírez es la historia de un emigrante mexicano que busca en otra frontera un trabajo digno para ganar dinero y así poder terminar de pagar su parcelita, volver con su familia y su amado caballo y ser feliz al lado de sus hijos, de su mujer y de su tierra. Una serie de equívocos y de naufragios personales desembocaría en un destino adverso y en una cruel historia que sería posteriormente rastreada por otro mexicano, el sociólogo Víctor M. Espinosa, quien al contemplar sus dibujos decidió ahondar en la raíz biográfica de este autor de huellas entonces casi borradas, aunque a través de sus obras se vislumbrara su personal y dolorosa biografía.

Como si de una tragedia griega se tratara, nuestro héroe silencioso nació en Los Altos del Jalisco en 1895 y murió en 1963 en el hospital estatal De Witt, en Auburn (California), después de treinta años recluido.

 

En 1925, Ramírez viaja a California y encuentra trabajo en el ferrocarril —después una de las obsesiones de su obra— y al cabo de un año recibe confusas noticias desde su tierra de origen que le hacen creer que su familia y su hacienda habían sido aniquiladas por la revolución cristera. Por aquellas fechas, el presidente Plutarco Elías, de un anticlericalismo radical, enfrentó a los católicos con sus partidarios y ya se sabe cómo acaban estos enfrentamientos cuando nadie es capaz de poner sensatez. El caso es que nuestro personaje piensa que se ha quedado solo, agravado porque todo se viene abajo con los sucesos del 29. Lo veremos vagar por plazas y caminos sin saber una palabra de inglés, aturdido y desconcertado. La policía lo detiene por “comportamiento errático” y a partir de ahí deambulará por los hospitales, perpetuamente en silencio, con el solo refugio de su arte en una soledad delirantemente acompañada ya que tenía que dibujar rodeado de internos. Cuentan que guardaba bajo el colchón sus dibujos, que utilizaba el material que tenía a mano, palillos a modo de cálamo o punzón, recortes de revistas o periódicos para sus manipulaciones colagísticas, miga de pan, patatas... Todo lo acumulaba y todo le servía.

El caso es que en esta historia de equívoco y tragedia sólo hay un perdedor que ganó para el mundo un legado valioso, difícil de entender e irrepetible para todo el que quiera acercarse a las orillas del dolor y de su imaginativa lucidez subconsciente.

Vadeamos un territorio fluctuante igual que la existencia de este autor confinado en sus impenetrables muros y en sus dolorosos silencios.

 

Igual que si viajáramos en uno de esos trenes dibujados que se pierden entre las líneas o los arcos de medio punto febrilmente alineados, repetitivos, como si se tratara de claustros candorosos reinventados por el artista, contemplamos estas obras. Probablemente el fuego las hubiera reducido a cenizas cuando, cogidas por las pinzas bajo la arrugada nariz de las higiénicas enfermeras, iban frente al temor del contagio, en una aséptica frialdad, camino de ser incineradas. Probablemente hubiera sido pasto de las llamas esta materia onírica de tantas obsesiones, de tanta desventura con un fondo común reconocible en la figura maternal de la Guadalupana, en la muerte tan presente en la raíz antigua de la cultura azteca, prehispánica o hispana, en las arquitecturas reales y ensoñadas, en los animales casi abstractos que nos miran desde su ingenuita libertad, en la estampa de los jinetes cabalgando por las libres praderas; aire fresco sobre el confinamiento forzado, si no fuera porque los ángeles de los poetas tienden a veces sus alas sin temor a mancharse con la tinta, el barro o la saliva de los que consideran elegidos. Otro Pasto, el finlandés Tarmo Pasto, el visitante profesor de psicología y arte, salvó esta creación libre, este lenguaje vivo y persistente de aquel presunto enfermo mental que fue diagnosticado nada menos que de trastorno maniaco depresivo, sordomudez y esquizofrenia catatónica, además de padecer tuberculosis —probablemente lo más acertado del diagnóstico en la tan larga lista—, y que enmudeció para poder hablar sobre las formas, dialogar con el espacio fronterizo entre la realidad y la disidencia de otros mundos posibles donde impera la fuga que el sueño nos permite.

Porque: ¿qué es lo que singulariza verdaderamente a Martín Ramírez de otros “alucinados”? Algo puro y desnudo, distinto e intocable que late entre silencios; la intemperie creadora de indefensión y olvido salvada de las llamas de los inquisidores que se ampara en recuerdos para no sucumbir entre los muros helados de la incomunicación y los sedantes, las brumas del dolor y el extravío. Hay muertes prematuras que parecen estar fijadas de antemano en esos “Laberintos de la soledad” que el marginal o extraño experimentan.

 

¿Dónde encajaba un hombre como él?... Cuando ya no hay deseos que cumplir, ni se dominan lenguas extranjeras y la mirada de expresión diversa pierde brillo y afán de interpretarse, cuando las manos pierden el poder de los signos o cuando un golpe duro como el fatídico Crack del 29 te expulsa de ese banco acristalado o de la confortable ventanilla para enfrentarte al tiempo del relente, sin protección ni riendas, trasladando tu vida hacia otro banco de algún parque con ínfulas, de alguna humilde plaza, como despojo anónimo de sociedades prósperas y de altiva apariencia. Como una paradoja inexplicable este creador sin voz y sin destino dejó todo su mundo carente de envoltorio en papel de embalar: su descarnado y ávido universo y su autobiografía desolada...

De las paredes del Reina Sofía, como antes en Nueva York, colgaron testimonios, impenetrables diálogos junto a sus motivaciones, todo un proceso íntimo y silente, un vendaval que arrastra las pasiones en las elipses de la memoria.

 

Sobre la resonancia de los muros, la analogía de los enclaustramientos y esa eterna mudez del perdedor entre la indiferencia de batas impolutas o entre condescendencias compasivas que le dejaban lápices, material de desecho, acaso como a un niño para que no moleste y se entretenga plasmando sus delirios y obsesiones. Mundo vertiginoso que buscaba fijar en la madeja de la desconexión la estrecha vigilancia de su propio interior atormentado. La muerte, tan presente en su México o en sus simbologías, roza con su violín la partitura de las despedidas llamándolo a su reino sin retorno; tiene la risa descarnada y dulce, como esas figurillas del altar de difuntos de azúcar escarchada; puro hueso pulido sin posible materia, ni fúnebre sudario; la muerte es un mariachi que acompaña rancheras por los desiertos campos interiores como una alegre ronda que se pierde en los campos y en las puras esencias del doméstico entorno cuando ya se ha perdido. En estas geometrías alucinadas e indagatorias empapadas de enigmas, palpita la creación como algo eterno y vivo que nada ni nadie podrá jamás abolir, detener... El arte es ese tren que se desliza hacia su propio túnel y, abismándose, el maquinista logra alcanzar ese destino; la lámpara que guía, la luz dorada de los elegidos.

“Jinete sobre caballo”, de Martín Ramírez (1954)
“Jinete sobre caballo”, 1954.