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La foto

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No hay beso que no sea principio de despedida;
incluso el de llegada.

George Bernard Shaw

Ireneo Tanturi era un hombre de notable presencia, algo entrado en carnes, aunque por su elevada estatura disimulaba dignamente el sobrepeso. El rostro estaba enmarcado por una barba blanca bien cuidada y había en la mirada una gravedad que llamaba la atención. Tenía el andar seguro de aquellos que han luchado y vencido en las batallas de la existencia, era cortés, pulcro al extremo y siempre vestía trajes del mejor corte. Su habilidad comercial lo había hecho prosperar más allá de lo imaginable, era una fuerza viva de la comunidad aunque de la mano de sus ocupaciones jamás se dio tiempo para formar una familia. Los negocios, los amigos, las reuniones políticas y las carreras de caballos ocupaban sus días y algunas noches.

El nombre Ireneo provenía del griego y significaba: “Aquel que es pacífico” y así era él en realidad. Pero de un tiempo a esta parte, la calma habitual estaba perturbada. Percibía secretamente la ocurrencia de extrañas situaciones.

Todo comenzó una tarde cuando, nostálgico y apesadumbrado por la enfermedad de su único hermano (a quien hizo trasladar a uno de los mejores sanatorios de la ciudad), tuvo la ocurrencia de mirar viejas fotografías de su niñez, muchas de ellas de color sepia, según el virado de sulfuro con que antiguamente se las protegía del desteñido. Notó que algunas imágenes aparecían borrosas, pero a medida que las rememoraba, rostros y siluetas, cual si fueran un espejo de su memoria, recobraban la nitidez hasta en los menores detalles. Se tranquilizó conjeturando que semejante fenómeno era un ocasional desvarío de su mente, producto de las penosas circunstancias familiares que atravesaba. Refugiado en esa conclusión trató de olvidar el asunto.

Pero bien dicen que uno de los atributos más notorios del hombre es la incesante curiosidad, razón por la cual semanas después volvió a escudriñar las viejas fotos. Una en particular llamó su atención: era la antiquísima instantánea tomada en ocasión de una carrera de autos en los polvorientos caminos de tierra de su pueblo. La recordaba muy bien pues en ella estaba junto a su hermano y a la linda Emilia.

Es útil aclarar que Emilia había sido el gran amor de juventud de Ireneo.

Le sorprendió sobremanera advertir que el cuerpo y el rostro de su hermano aparecían en la foto progresivamente difuminados, a punto de borrarse, en tanto que la figura de Ireneo, joven y fuerte, cobraba paulatina intensidad y el rostro de la muchacha, al recordarla, gradualmente recuperaba sus rasgos y se delineaban con toda claridad los lindos ojos, la tierna sonrisa además de las suaves formas del cuerpo. Temeroso de su cordura calló la experiencia y a nadie se la refirió.

Horas después le comunicaron la muerte de su hermano.

Tres meses más tarde decidió viajar hasta el poblado natal, al norte de la Provincia de Buenos Aires, donde habían transcurrido su infancia y su juventud. El paso del tiempo había corroído la mayoría de las vivencias de entonces. Fueron años difíciles cercados por la pobreza y había en Ireneo, como en casi todos nosotros, una tendencia natural hacia el olvido de los tiempos desdichados.

Apenas si recordaba el golpe de suerte que había permitido a su padre adquirir la casa que él ahora iba a vender y en la cual había vivido su único hermano, soltero y sin herederos declarados.

Cuando el tren se detuvo en la fértil llanura, el pueblo aparecía como una ínsula en el inmenso mar de hierba y sembradíos. Antes de subir al coche de alquiler que lo conduciría al hotel, cabizbajo, atisbó el paisaje. Respiró hondo mientras sus ojos soslayaban la tristeza del caserío y sus callejas solitarias. Había transcurrido medio siglo desde el día en que se alejó de ellas.

Tenía el propósito de examinar las pertenencias de su hermano y luego presentarse en la escribanía para formalizar la transacción de venta de la propiedad.

A la mañana siguiente se levantó temprano, marchó hacia la escribanía primero y a la iglesia después, con la intención de donar el mobiliario y las ropas del difunto a los necesitados de siempre. Arreglado el asunto caminó hasta la antigua casona. Las bisagras de la puerta rechinaron por la herrumbre cuando las abrió. Allí estaban, alfombrados por las hojas secas, los dos patios, las galerías laterales y el aljibe de mármol blanco, en medio de un silencio sepulcral. Recorrió las piezas desoladas y sus viejos muros le produjeron esa súbita aflicción que provoca la irrupción del pasado irrevocable.

Revisó sin demasiado cuidado las cosas que creyó importantes y guardó para sí un reloj de bolsillo que había sido de su padre, algunas cartas y media docena de fotografías. Se sentó en una silla para observarlas. Había una en particular, casi olvidada, que había sido tomada por su hermano en la estación del tren el día de su partida. En ella, como en una nebulosa, estaba Ireneo sentado junto a Emilia tomada de su mano.

Permaneció mirándola un rato largo, pensativo, ínterin en el que su memoria laboriosa evocaba aquel instante preciso; las imágenes, por raro portento, se tornaban puras y detalladas. Esa progresiva transformación del retrato ya no lo alteró, pues se estaba acostumbrando al prodigio.

Ireneo y Emilia se habían separado llevados por las necesidades de la vida, él hacia la ciudad para procurarse un buen trabajo que le permitiera dejar atrás las privaciones, y ella acompañando a sus padres a un exilio en el extranjero con iguales propósitos. Nunca más se volvieron a ver. Jamás una carta del uno hacia el otro que permitiera dar señales de vida. Sólo silencio y distancia.

Pasado el mediodía el hambre lo encaminó al comedor del hotel. Apenas concluido el almuerzo se le acercó un hombre que se presentó como el dueño del establecimiento. Le habló en voz baja y con gran respeto.

—Disculpe el señor... Leí su nombre en el registro de pasajeros y se me iluminó la cabeza. Yo soy Pedro Marchi... Pedro el Gato. ¿Se acuerda? El que le ayudaba a trepar a los plátanos del fondo de su casa.

Tanturi sonrío y se levantó para estrechar la mano del viejo amigo de la infancia.

—¡Gato! Qué sorpresa. ¿Qué es de tu vida? —le preguntó, instalando el tuteo amistoso.

—Aquí me ves —dijo el otro—, mal no me ha ido, soy dueño del hotel, del almacén de Ramos Generales y de unas cuantas cuadras de campo, no lejos del pueblo, repletas de vacas. Me ayudan en los negocios mi mujer y mis dos hijos.

El Gato hizo servir unas copas de coñac y al cabo de media hora la empatía de los viejos tiempos había reverdecido entre ellos. Conversaron de todo y de todos.

—¿Qué es eso de que te vas a ir esta tarde? —le preguntó sin dejar de mirarlo con sus ojos felinos—. Ni lo pienses. De ninguna manera permitiré que te vayas tan pronto. Si me permitís una idea, hoy mismo nos instalamos en el campo y pasamos el fin de semana entre festejos. Haremos un buen asado, beberemos buenos vinos y traeremos a algunos invitados para que te hagan saber cómo es la vida en tu antiguo pueblo. Y el domingo, si te parece, te llevo a la estación y regresas a tus asuntos.

Ireneo aceptó el convite y a media tarde rumbearon para el campo de Gato, distante unos 4 kilómetros. Ingresaron por una alameda que se abría a un parque bien cuidado y a la bella casona señorial rodeada de galerías. Había un molino, un tanque australiano, y un alto palomar de ladrillos. Algo más lejos se veían dos galpones rojizos y algunos corrales. Atardecía y el último sol arrebolaba las nubes. El horizonte estaba salpicado por las manchas oscuras del ganado que pastaba indolente.

Conoció a la familia de su amigo y lo trataron con afecto inmediato, como si fuera uno más de ellos. La noche del sábado se sirvió una cena bien criolla: lechón y ternera asada, ensaladas y buen vino. Alrededor de la amplia mesa discurrían una media docena de invitados. Una mujer entrada en años, obesa y con dificultades en su andar, se sentó a su lado y se dio a conocer con una sonrisa dibujada en la cara redonda surcada de arrugas. La intuyó apenas por el gris de sus ojos. Era Emilia, ¡su gran amor de ayer!

Veía ante sí las flores de aquella juventud, marchitas por las injurias del tiempo. Emilia le relató que tras vivir 10 años en España retornó al pueblo para casarse con un agricultor, fallecido el año anterior. Ireneo la escuchaba cual si fuera una extraña. No registraba dentro de sí la más mínima emoción.

En un relámpago del pensamiento, emergió la remembranza de aquella pasión juvenil en la que el amor vivía en estado puro, elemental, alejado de conveniencias, intereses o hábitos. Le admiraba comprobar que solo los jóvenes aman y creen en la perennidad de sus sentimientos. Cada beso, cada abrazo, cada éxtasis es una promesa perdurable, eterna. La fugacidad queda reservada tan sólo para los sufrimientos que depara la pasión, pronto borrados por la alegría del rencuentro.

Durante la cena, observándola de reojo, concluyó que todo pasa y al pasar surge el desapego y se vislumbra la verdadera tragedia del amor, que no es ni la separación ni la muerte, sino la indiferencia.

Cuando todos se hubieron marchado, ya de madrugada, antes de acostarse Ireneo y Gato salieron a caminar por el parque y a comentar los pormenores del encuentro. A lo lejos se distinguía un monte de eucaliptus de donde provenía el ulular de las lechuzas. La alta noche cubría los campos y animaba los lazos amistosos entre esos dos sobrevivientes de un tiempo perdido para siempre.

Al día siguiente se despidieron en el andén de la estación. Ireneo se acomodó en su asiento del vagón de primera y emprendió el camino de regreso a Buenos Aires. Se sentía débil y cansado. Trató de sobreponerse y del portafolio extrajo un libro con la pretensión de atenuar el tedio del viaje. Algo cayó sobre su regazo. Era la amarronada fotografía en la que él y Emilia, sentados sobre una valija, en el andén, se tomaban de la mano.

Un pequeño e inesperado detalle lo sobresaltó.

Mientras observaba esa reliquia amorosa, su propia imagen se iba lentamente borroneando hasta desaparecer...