Letras
Lajoman

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Cuando Manuel Lajos entró por la puerta del instituto sintió cómo decenas de pares de ojos se le clavaban en su cara, en su torso, en sus piernas, en su manera de moverse. Inspiró profundamente y miró en un plano del edificio que se encontraba junto a la escalera. En ese mismo momento se dio cuenta de que esa escalera era la central y, a partir de ésta, se organizaba el flujo de gente. A los lados de la escalera surgían sendos pasillos que, a su vez, terminaban en una escalera. Al fijarse un poco más, vio que la clase de 2º de Bachillerato, letra C, estaba en el primer piso. Para llegar a ella tenía dos opciones: una consistía en subir por la escalera central y girar a la derecha, atravesar todo el pasillo y, finalmente, entrar al aula; la otra opción le agradó más, pues desde el piso inferior podía acceder a una de las escaleras secundarias pasando por las oficinas y otros despachos, en los cuales apenas había estudiantes. De esta forma, eligió esta manera de llegar a su nueva aula, pero, justo cuando se hallaba por la mitad, una voz femenina le avisó de que “Los alumnos deben usar la escalera central. Las laterales son para situaciones de emergencia”. Esas palabras le cayeron como un jarro de agua fría. Empezó a sudar; las palmas de sus manos comenzaban a estar pegajosas.

Tras abandonar la escalera central, Manuel Lajos llegó al primer piso. Rápidamente se percató de que apenas había chavales fuera de sus clases. Eso le llamó mucho la atención, ya que en su anterior instituto era casi imposible avanzar por los diferentes corredores sin terminar chocando contra alguien. En cierta manera, eso lo alivió, aunque, cuando contempló el nombre 2º BACH C, palideció, suspiró y, al final, atravesó el umbral de la puerta.

El aula no era muy grande. Cabían, aproximadamente, unas veinticuatro mesas con sus sillas apenas separadas entre sí por unos treinta centímetros. Incluso la mesa del profesor destacaba por ser más estrecha que otras que había podido ver en otras clases. Él susurró un tímido hola, pero nadie le oyó o le quiso oír. En realidad, la mayoría de los alumnos se distribuían en corrillos; el resto se encontraba sentado en su mesa o bien preparando el material o bien apurando los últimos segundos de duermevela. Poco después de que Manuel Lajos se decidiera a sentarse en una mesa vacía, el profesor entró y, con voz firme, saludó a los alumnos y pasó lista.

—Manuel Lajos Martínez —leyó—. Es usted el nuevo, ¿verdad?

—Sí —contestó débilmente.

—Bienvenido. Yo soy Isidoro Nieto, profesor de historia y tutor del grupo.

El resto de la hora y del día se desarrolló más o menos como temía Manuel. En ocasiones notó cómo le miraban algunas de sus compañeras, las cuales parecía que bromeaban sobre él con otros chicos. En estas situaciones se sentía el centro del universo, como si todas las miradas de todas las personas del mundo estuvieran pegadas a cada poro de su piel. Como consecuencia de esa sensación, aumentaba su sudoración y un picor característico sobre el labio superior que le hacía aumentar la incomodidad. Se preguntaba entonces si todos los demás se estarían dando cuenta de lo enclenque y de lo enfermizo que se juzgaba y, si era así, cuánto tardarían en ponerle un mote o en reírse sin tapujos delante de él. En este sentido no sabía cómo valorar lo que le había ocurrido durante el recreo. Un chico con el pelo largo, camiseta desigual y pantalones vaqueros desgastados y rotos por las rodillas se acercó a él mientras comía un bocadillo de tortilla de patatas comprado en la cafetería del instituto; le saludó con cierta musicalidad en su entonación y le invitó a acercarse a su pandilla. La pandilla estaba formada por cinco chicas y tres chicos. Dos de las chicas iban a 2º Bachillerato B, pues estudiaban lo que se había llamado Letras Puras. El resto eran compañeros de su misma clase, aunque no se había fijado en ellos.

—Me llaman Da Vinci, porque toco en un grupo con ese nombre. Tú eras...

—Manuel... Manuel Lajos Martínez.

—Claro, eso decíamos, que nos parecía que te llamabas algo con M. Bueno, te presento: esta es Patrus; esta, Carla; esta loca de aquí es Lorrein; aquella que habla con ese peludo es Marta; esta, que será tu novia, se llama Isa; este gordo es Tebanco; y, por último, pero no peor, Germán.

Mientras duró la presentación Manuel disfrutó con el sentido del humor del grupo, aunque no entendía si mencionar que Isabel sería su novia consistía en una broma o en una burla, ya que durante los treinta minutos que duró el descanso todos los integrantes de la pandilla no hacían más que contar chistes unos sobre otros. El sonido del timbre que llamaba a la entrada al aula puso fin a las bromas.

Cuando llegaron las dos y media, Manuel recogió sus cosas del pupitre e intentó pasar desapercibido entre sus compañeros. Le hubiera gustado hablar con Da Vinci pero éste se puso sus cascos a todo volumen y salió deprisa de la clase. De este modo, descendió la escalera central con la mirada dirigida al suelo y con un balance positivo de su primer día.

Tras salir del recinto, se encaminó calle abajo. Su nueva casa se ubicaba a escasos cinco minutos del centro escolar. Sus padres habían celebrado esa suerte, pues les preocupaba que Manuel tuviera que caminar en exceso todos los días, así sería un simple paseo.

Mientras caminaba se fijó en que Da Vinci, que iba más adelante que él, se paró en seco y miró hacia atrás. Entonces le gritó:

—Lajos, ¿vives por aquí? Te espero, macho.

A Manuel le gustó que le llamara Lajos. En cierta manera le aliviaba pensar que quizás ese fuera su mote de ahí en adelante, es decir, que su propio apellido sería su cruz durante ese curso, incluso le gustaba cómo sonaba en la voz de ese curioso personaje que era Da Vinci.

—Yo vivo cerca del estadio de fútbol, pero los días de diario como en casa de mi abuela, la señora Tomasa. ¿Dónde vives tú?

—No recuerdo el nombre de la calle —aclaró Manuel—; pero está muy cerca de aquí. Vivo al lado de una panadería.

—¡Mira qué coincidencia! Vives junto a la panadería de la señora Tomasa —se echó a reír—. Ahora mi abuela apenas trabaja allí. Es mi tía la que lleva el negocio. Si quieres te presento a mi tía, así os saldrán más baratos el pan y los dulces.

Manuel estaba totalmente desconcertado. ¿Qué querría ese chico? ¿Por qué era tan amable con él? ¿Qué le ocurría a toda esa pandilla?

—¿Me oyes, Lajos? —le preguntó Da Vinci—. Te decía que si quieres te presento.

Los dos jóvenes llegaron a la panadería. Había un olor tan agradable que despertaba más aun el hambre que tenían. La tía saludó al nuevo amigo de su sobrino y la abuela, que escuchó la voz de su nieto, salió a darle un beso fuerte y sonoro. Allí se despidieron los dos chicos y Manuel, convertido ya en Lajos, se fue a casa con una bolsa de magdalenas regalada por la señora Tomasa.

Una vez en casa, los padres preguntaron con curiosidad acerca del primer día de instituto. Se alegraron al comprobar que, fuera de todo pronóstico, su hijo se había integrado en un grupo, por lo que, con toda seguridad, no se sentiría tan solo. De hecho, cuando Manuel se metió en su cuarto a leer, algo que solía hacer diariamente, los padres conversaron en un tono de voz bajo y recordaron, no sin pesar, los otros dos institutos en los que había estado matriculado y en los que había repetido curso. Durante esos años, cada mañana, al despertar, lo primero que decía nada más cruzarse con sus padres en la cocina era que no quería ir a clase, que prefería quedarse en casa. Por eso cuando, al día siguiente, Manuel desayunó con sus padres sin mencionar ese reiterado deseo, una sonrisa se dibujó en sus labios, pues se dieron cuenta de que su hijo, por fin, se sentía algo más integrado.

Los días del curso se fueron sucediendo. Da Vinci consiguió que Lajos saliera con la pandilla los viernes, ya que los sábados por la noche solía ver con su padre cualquier partido de fútbol que retransmitieran por un canal de pago. Eso les hacía mucha gracia a todos; de hecho, Patrus llegó a comentar, en ausencia de Manuel, que admiraba la buena relación que mantenía aquél con sus padres. Gracias a esa relación, los padres entendían que Manuel llevara a casa a sus amigos. Esas visitas aumentaron a medida que se acercaba la fecha del viaje de fin de curso, pues entre todos, menos Carla, que no podía ir a Italia, estaban recaudando dinero para costear los gastos. Habían vendido mecheros, bolígrafos, lotería y algunas gorras con el logotipo del instituto. Gran parte de las ventas las lograron a través de la panadería de la señora Tomasa, ya que era un personaje conocido por el barrio y, para congraciarse con ella, la gente compraba al nieto, sobre todo, bolígrafos y lotería. Da Vinci repartía los beneficios con sus amigos, los cuales se turnaban con él en el mostrador, algo que les encantaba porque la abuela les agasajaba con dulces y con historias del pasado.

El día del viaje llegó. Como aún hacía frío, a las siete de la mañana, en la entrada del instituto, se reunían, casi ocultos los rostros por las bufandas y los gorros de lana, los alumnos y algunos padres que se habían acercado a despedir a sus hijos. Los padres de Manuel lo abrazaron varias veces y, de igual manera, le repitieron que se cuidara mucho y que no cometiera locuras. Sus amigos, reunidos cerca de una de las puertas del autobús, lo miraban con complicidad entre risas. Lajos sentía una felicidad que no le cabía en el pecho. Iba a realizar su primer viaje al extranjero, en realidad, iba a hacer el primer viaje de su vida con personas distintas a sus padres, así que abrazó a su madre y comprendió que a ésta le resbalaran, con timidez, unas lágrimas, ya que él notaba cómo se le hacía un nudo en la garganta ante la imposibilidad de expresar con naturalidad sus emociones.

El viaje a Italia fue toda una aventura ya desde el trayecto en autobús. Sin embargo, lo que más impactó a Manuel fueron aquellas noches que compartían todos en una habitación. Cuando se acercaba la medianoche, con disimulo, quedaban todos en la habitación de Da Vinci, Lajos y Tebanco. Alrededor de una de las camas, sobre un mantel, abrían algunas latas de conserva, partían en lonchas embutidos y en rebanadas el pan. En el suelo colocaban cervezas o refrescos, que bebían mientras comían. Después retiraban todo y sacaban dos botellas, una de vodka y otra de ron, y varias de refrescos, las cuales habían logrado subir a las habitaciones sin que sus profesores lo notaran. Durante esas horas, Lajos disfrutaba oyendo a sus amigos cantar o contar historias que habían protagonizado cursos anteriores. Era una forma agradable de conocerlos más, incluso de mitificarlos, porque Manuel sentía admiración por ellos, pues carecían de los miedos que él solía padecer. No tenían miedo a entrar en una clase llena de gente; no tenían miedo a pedir y comprar un periódico en un kiosco; no tenían miedo a fumar un cigarro a escondidas en los aseos del instituto; no tenían miedo, a fin de cuentas, a levantarse por la mañana y mirarse al espejo.

Una de esas noches italianas Lajos no salía del cuarto de baño. Al principio, Tebanco y Da Vinci comenzaron a gastar bromas sobre el estreñimiento que todos estaban acusando debido a la alimentación de esa semana. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, cambiaron de tema y se pusieron a preparar la cena que iba a tener lugar cuando las chicas y Germán llegaran de sus respectivas habitaciones. Las primeras en llamar a la puerta con tres golpes fueron Marta y Lorrein. Las dos estaban aguantando una carcajada, ya que acababan de cruzarse con uno de los compañeros de clase y éste no les había reconocido por unas pelucas que se habían puesto tras comprarlas en una tiendita del centro de Roma. Entraron en la habitación y, como no vieron a Manuel, preguntaron por él. Entonces Tebanco se acercó a la puerta del aseo, la golpeó suavemente con los nudillos y llamó a Lajos. Este tardó en susurrar un tímido “Ya voy”, por lo que Da Vinci se preocupó aun más y repitió las mismas acciones de Tebanco. Esta vez Manuel no contestó y abrió despacio la puerta, dejando una abertura de diez centímetros a través de la cual mostró una mirada angustiada.

—¿Qué te pasa, Lajos? —preguntó Da Vinci—. ¿Te sientes mal?

Manuel, por toda respuesta, le pidió que entrara con él en el cuarto de baño. Da Vinci miró a sus amigos asustado. ¿Qué habría hecho para estar de ese modo? Luego empujó con incertidumbre la puerta y la cerró tras de sí. Entonces vio que Lajos estaba sentado sobre la tapa del wáter, con la cabeza entre las manos. Le pareció escuchar un llanto contenido.

—¿Qué pasa, Lajos? Me estás asustando, tío. Es más, nos estás asustando —remarcó el nos.

—Mmmm...

—¡Venga, hombre! ¿Qué te ocurre? Tan malo no puede ser —sonrió débilmente, puesto que conocía parte de las fobias de su amigo y sentía que estaba atravesando los comienzos de una.

Manuel no se atrevía a contestar. Un nudo en la garganta le impedía hablar con soltura, pero no era un nudo como aquel que había sentido cuando se despedía de sus padres días antes en la puerta del instituto. Era un nudo de esos que hacía casi siete meses que no notaba, de esos que le llenaban de rabia, de impotencia, de una amarga tristeza. Por eso no se atrevía a hablar y por eso percibía cómo su amigo se iba alejando de él, pues él mismo le estaba invitando a regresar por donde había entrado, le estaba invitando a abandonarlo no solo en ese cuarto de baño sino en su vida. No obstante, Da Vinci, frente a lo que podía pensar, volvió a insistirle y le pasó un brazo por encima de su espalda desnuda. Eso le llenó de tranquilidad, por lo que contó hasta diez, como le habían enseñado que hiciera en esos momentos, y se preparó para sincerarse:

—Da Vinci, te vas a reír y eso es lo que menos quiero —empezó a justificarse.

—No, tío, no me voy a reír. Dime ya qué te pasa o no salimos de aquí en toda la noche. Mira que te vas a perder el chorizo rancio de Germán —esbozó una sonrisa.

A Manuel eso le hizo gracia por el doble sentido y sintió cómo se iba aflojando de manera tenue la ansiedad.

—No te rías, por favor. Pero he hecho una cosa horrible; pero horrible, horrible. Me siento un idiota, un subnormal. No soy capaz de mostrarte lo que me he hecho. Sé que te vas a reír. Todos os vais a reír. Por eso no quiero salir de aquí.

Da Vinci no comprendía nada, tan solo la soledad que habría pasado su amigo en anteriores ocasiones. Una soledad que él mismo sufrió cuando sus padres se divorciaron a la edad de seis años.

—Estaba duchándome y tuve una idea —siguió contando Manuel—. Pensé: “¿Por qué no me afeito?”. Ya hace días que me molestaba el vello. Mi madre me suele ayudar a afeitarme; bueno, ella es la que me afeita. Sin embargo, pensé que yo podría hacerlo sin su ayuda y, cuando salí de la ducha, cogí la cuchilla y comencé a afeitarme. Al principio me resultó sencillo, pero, a medida que se me secaba la piel, me costaba deslizar la cuchilla por la cara, así que, al final, me he cortado en dos lugares. Soy un inútil, un imbécil. ¡Con los años que tengo y no soy capaz de afeitarme!...

Da Vinci se quedó helado por las palabras de Manuel, teñidas por el llanto:

—Lajos, no pasa nada. Enséñame lo que te has hecho, que yo te ayudo.

Manuel levantó lentamente la cabeza. Tenía unos leves cortes en el lado derecho de la cara, debajo de la mejilla. Ya apenas sangraban, por lo que Da Vinci, con dos pequeños trozos de papel higiénico, cortó del todo la hemorragia. A continuación lo miró a los ojos y sonrió. Se percató de que Manuel ya no respiraba, entre sollozos, con brusquedad, lo cual lo tranquilizó.

—Manuel, tío, ya no vas a ser más Lajos, ¿sabes? Eso se acabó. Has pasado a otro nivel. A partir de ahora vas a ser Lajoman. ¿Sabes por qué?

Manuel contestó negando con la cabeza.

—Vas a ser Lajoman porque has tragado mucha mierda durante toda tu vida y eres un superviviente. Quiero que a partir de este momento dejes de esconderte y salgas fuera. En esa habitación tienes a unos chavales que, como tú, tienen miedo. Sí, todos tenemos miedo. Yo tengo miedo a repetir el día de mañana la historia de mis viejos. Patrus tiene miedo a que no le concedan la beca para estudiar en la universidad. Tebanco tiene miedo a tener que dejar la música para ganarse la vida con algo que le dé más dinero. Germán tiene miedo a que Lorena le mande a freír espárragos porque no se toma en serio la relación. Carla tiene miedo de decirle a Germán lo que siente por él. Marta tiene miedo a sus complejos. Isa tiene miedo a que su abuela no supere su enfermedad. Todos tenemos miedos. Tus padres tienen miedo. Pero lo que nos salva, lo único que realmente nos protege del miedo, es que no queremos vivir sometidos a él. Así que hazme el favor de salir del baño, pero vas a salir tú solo. Yo te espero fuera con los demás.

Da Vinci abandonó el aseo y se unió al resto de los amigos. Éstos, en vez de preguntarle, permanecieron en silencio mirándolo. En sus caras podían leerse todos los interrogantes, sin embargo nadie dijo nada hasta que, pasados unos minutos, se oyó el sonido de la puerta del baño: Manuel, ya completamente vestido, se presentó delante de todos con una sonrisa en la boca. Ya no le quemaba la garganta ni sentía que su pecho estuviera escondiendo un profundo secreto. Se acercó a la cama, se sentó y cogió el chorizo.

—Lajoman, parte unos trozos —le sugirió Da Vinci.

Manuel sintió que ese era el momento de un nuevo bautizo.