Letras
Escisión

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Querido Manuel:

No quiero asustarte. Tampoco quisiera que tomes esta carta como una exagerada dramatización de los hechos. Simplemente creo que debes saberlo y dado que no contestas el teléfono ni te apareces por los lugares que solías frecuentar, entre ellos tu propia casa, he decidido escribirte esta carta y dejarla en manos de tu sastre, quien está arreglando tu saco marrón, el que siempre llevas a los entierros. Sucedió que también mi pantalón gris necesitó un pequeño arreglo y entre dires y decires nuestras prendas se cruzaron. ¿Y por qué no entonces intentar que tú te cruces con esta carta?

Como somera introducción he de decirte que haces bien en reacondicionar tu saco marrón. Matilde está ya gris como mi pantalón y los médicos no apuestan a que pase de este otoño. Que no pase viva, me entiendes, asumo.

Su leucemia es poderosa y la consume vorazmente. No hay cura médica ni sacerdote que pueda sanarla. Es cuestión de un par de docenas de días y estaremos encargando docenas de rosas blancas, sus favoritas.

Como te dije al principio: no quiero asustarte. Todo gasto correrá por cuenta de su familia, como lo ha sido siempre; y su estado, dicen, no es contagioso como se pensó en un principio.

Matilde pide verte. Lo pide sin vueltas y a quien vaya a visitarla: que te busquen. Nos dio una lista de lugares que cree que frecuentas y por supuesto tu dirección, teléfono y el café en el cual sueles ir a escribir tus poemas en esa vieja agenda verde desteñido. Nos dio una lista inútil, la pobre, porque sin habernos salteado un solo punto, no te hemos encontrado.

Matilde se muere, Manuel, y nadie sabe en dónde estás. Quiere despedirse y no podemos acercarte a ella.

Por mi parte poco me importa encontrarte. Luego de lo que le has hecho a esta pobre mujer, yo preferiría que no volvieses a mirarla siquiera, pero ella insiste e insiste con que es su último deseo. ¿Cómo contrariarla?

Si algo de decencia te quedase, y digo decencia porque sé muy bien que amor nunca ha habido de tu parte y mucho menos consideración o respeto hacia Matilde, te pido que acudas a verla. Al menos una tarde, un par de horas antes de su cena. Su casa se ha transformado junto con ella y ambas están tan lúgubres como agrietadas, pero eso no debiera importarte, tienes suficientes recuerdos de su época de mujer subyugante como para no subyugarte ahora ante su aspecto cetrino.

Te necesita, Manuel. Para toda mujer despedir de manera intensa al ser amado es un suceso trascendente y aun más si la despedida es así de definitiva. No hay médico que quiera ya pasar a verla, dicen que “¿para qué?” si ya la vieron y está apenas viva; no hay motivo para pasar a controlarla; nos dejaron el número de la funeraria y se despidieron.

El padre Roberto también ya pasó, por las dudas. Faltás vos, nomás, pero nadie te encuentra. ¿Dónde te metiste?

Si tu ausencia se debe a que te sentís culpable, te repito, no es contagioso y no es la sífilis que se pensó en un principio, la que vos le pasaste. Tampoco el herpes ni la desesperación por haberse quedado con un pibe de meses, sola y sin un peso. Eso se borró y prestó. Y ella no es rencorosa. Tampoco la idea es encajarte al pibe, su hermana se hará cargo. Sobre el dinero que le robaste al irte, de eso ya ni se habla ante tal cuadro patético en el que ella se encuentra. De nada le serviría y su hermana no quiere verte ni para que le devuelvas el dinero, te odia y de verte te partiría la cabeza con un hacha. Acá el único problema es la pobre Matilde que insiste con verte. Y como todos la queremos mucho, nadie intentará hacerte nada, por eso: no te asustes.

Por mi parte, como bien todos lo saben, siempre la he amado a Matilde de una manera profunda e irremediable. Pensar en perderla es mi mayor tormento, aun así, perderla en medio de su frustración por no verte, me acongoja más. Quisiera verla partir con una sonrisa aunque no sea por un beso de mis labios.

Todos te estamos esperando, Manuel. Todos. No sólo Matilde. Y por ella todos te estamos buscando. Por ella.

Sería bueno que aparecieras por tu bendita voluntad y no nos obligaras a rastrearte como a rata de terreno baldío. Que no nos empujes a pedirle ayuda a los muchachos de la federal ni a los de provincia. ¿Para qué, no? Si vos, Manuel, en definitiva siempre intentaste hacer las cosas bien. Te salieron mal, reventadamente mal, pero lo intentaste, seguramente lo intentaste, quiero creer. Y Matildita, pobrecita, tan débil, tan ingenua y en las nubes, ni notó que la abandonaste apenas nació el pibe. “Psicosis del puerperio”, así la caratularon cuando la internaron loca como un plumero luego de dar a luz, justo cuando vos te borraste. Cuando por fin volvió en sí, ¡zas! la leucemia galopante y vos perdido, “de viaje”, como le dijimos. “Ahora viaja, sí, consiguió un trabajo nuevo, vendedor de biblias antiguas”, y sí, le teníamos que mentir con sofisticación o la desgraciada se moría entonces de un infarto.

Por eso, Manuel, no te asustes, pero queremos verte, Matilde te necesita. Salí de la maldita madriguera en la que te escondiste, andá a saber por qué, y aparecete en casa de Matilde. Que no te sorprenda verme allí, alguien tiene que acompañarla, y como te he dicho: yo sí la amo, y se me va, en cualquier momento se me va mientras pide verte a vos.

Aparecé, hijo de puta, vení al menos a mentirle y decirle que siempre la amaste, que cuidarás a tu hijo con tu vida y toda mentira acorde a las que antes ya le vendiste, decile lo que quieras pero aparecé, porque no para asustarte, sino para prevenirte, somos muchos buscándote, incluido el sastre.

Por eso esta carta, quizás inútil, quizás no, pero que no se diga que se te pidió que aparecieras por las tuyas y por las buenas.

Ojalá nos veamos pronto y que sea antes del entierro de Matilde. Desde ya que nos veremos pronto para el tuyo.

No te asustes, los verdaderos hombres no se asustan de cartas ni de moribundas, hacelo por Matilde, vení a verla. Uno nunca sabe las vueltas que puede dar la vida, y para qué marear al trompo, ¿no?

Pensalo, el saco marrón es tu favorito y mi pantalón gris lo viene marcando de cerca. Pero no te asustes, ni el susto te salva de esta.

Atte. Juan