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La cigüeña y el cuervo

Hace tiempo me trajo aquí una cigüeña.
Me dijo, “Quédate aquí con esta mujer”,
y mi mamá salió de la cocina con los brazos abiertos.
A lo largo de los años ella me enseñó
que lo más hermoso se nos escapa paulatinamente,
y que lo que más anhelamos está dentro,
pero nunca lo encontramos.
Me decía, “Hijo,
vive tu canción antes de escribirla.
El cielo en esta vida no se alcanza,
pero de todas formas, intenta.
No ignores la tierra,
ya que un día te reclamará”.

Así crecí con creces, como quien dice,
entre bloques, perros y leche entera.
Me gustaba jugar en el sótano,
jugar al escondite,
quedarme dormido delante de la tele.
Perseguía las palomas en el parque,
trepaba los árboles, tiraba piedras en el agua.
Todo esto lo hice hasta cierto día gris de noviembre
cuando en un bosque recién llovido me encontraba a solas,
y vi el cuervo.

Allí mismo se acabó mi juventud.

Empecé a pasar tiempo en los cementerios,
en el pensamiento,
y en la conciencia de los espacios ulteriores.
Sentado en la oscuridad de noche, mirando la pared,
separando sombras con la palanca de mi indagación,
respiraba al revés,
despertándome al alba en la baba de mis sueños.

Y una noche, en sueños, en una fogata de herejías,
oí una conversación entre dos aves,
la una, blanca, la otra, negra.
Me acerqué un poco más y vi que eran
la cigüeña y el cuervo.

La cigüeña le traía al cuervo un crío envuelto en un paño.
Y desde mi escondite miré con asombro
y me tapé los ojos, y me di cuenta
de que incluso nace la muerte.

 

Testárum crépitus

Mi rumbera.
Te recuerdo, bailaora mía,
Cómo te llevó el duende,
ese duende tan incierto, pero preciso.
Entre cabales reunidos para la danza común estábamos.
Entraste tú con jaleo y derroche,
Entraste bailando lo tuyo.
iconoclasta del cante libre,
indómita espiral de carnes inéditas.
Con tus castañuelas y la flor en tu pelo
los volantes de tus faldas cosquillaban los humos,
despistando la rectitud de mi vigilancia.
Manos arriba, espalda arqueada,
tenías los ojos fijos en un espacio imaginario,
algo en un horizonte lejano.
Cogiste algo en el aire,
la manzana flamenquera,
fruto de la tentación.
Comiste un mordisco
y la tiraste con jeta destemplada.
Y luego, con taconeo rapaz,
en las tinieblas de jerez y embrujo humeante,
en un sitio entre los lunares de tu vestido
y la distancia de mi luna,
entre las curvas de tu cintura
y las esquinas de mi retiro,
diste la vuelta, despacio y con calma
y desapareciste por el portal,
flotando, manos arriba,
mentón sobre el hombro.

 

Todo menos

Huesos dentro de estos pantalones,
increíble, la verdad.
Un organismo biológico soy,
igual que ese pájaro, una hormiga, un pez espada,
pero con zapatos y lápiz.
Ellos reacción según sus instintos,
sin vicio, sin conciencia;
matan, comen y procrean,
no entienden del tiempo.
Viven en un presente constante
y por eso a su manera son inmortales.
pero yo, con mi matalotaje mental,
mi calculadora y mi café.
No logro separar el vicio del instinto
ni el presente de mis deseos,
un atavismo curioso,
demasiado sencillo para entender quizás.
Y así paso el día
defenestrando posibilidades e ingeniando otras,
diciendo soy mortal porque pienso,
maquinando superlativos,
intereses creados a mis intereses imposibles.
La verdad es que
mientras procuro inmortalizarme yo también,
ensanchando la periferia de mis recuerdos
y enalteciendo mis dicotomías,
el café se enfría
y mis huesos siguen en estos pantalones.