Letras
El irredento

Comparte este contenido con tus amigos

Nevaba. ¡Qué blanco! Le pareció que la nieve que caía se derretía un poco ahora que el sol había alcanzado su cenit, como la miel cuando cae sobre algo caliente. Casi pudo saborearla más allá de los ventanucos, cuajada la de días atrás como aquel gran pastel de nata de su cumpleaños, treinta y cuatro, que su hermana, dioslepague, le había preparado por última vez hacía cuánto, ¿más de tres años ya? ¿Cuatro? Unos cuatro haría... Llevaba una hora de retraso, pero su objetivo todavía se encontraba en el comedor, ofreciendo un perfil claro y reconocible. Los riscos violentos dels Encantats al fondo parecían amansarse con el paso de las horas, sus ángulos quedaban cubiertos de una pasta blanda y calmante, de un suave apósito. Había pasado la semana como gusano en candela, pero con tanta espera al fin se había enamorado de los atardeceres y también de los gloriosos amaneceres en que la luz difusa del sol quedaba filtrada por una niebla gris y ascendente que no tardaba en desaparecer. Lo había constatado escrupulosamente: a diario, en cuestión de dos horas contando desde el amanecer, hasta le daba tiempo a beberse su cimarrón sin más condumio ni más nada, aquel humillo húmedo se recogía para su casa, y entonces aparecía el puro músculo del río, los telesillas de las pistas de esquí, las terrazas salpimentadas de nieve del terruño que habían transformado en condominios de lujo. Se descorrían los telones de los apartamentos, dejando a la vista el trasiego de la gente. Se recreó un momento viendo las casas de teja, de voladizos generosos e inclinados para facilitar que la nieve se escurriera y cayera al suelo, y los jardines invernales de eternas coníferas jalonando las laderas de los cerros. Y supo que algún día él también..., aunque se reconocía como un auténtico pata-en-el-suelo, con el dinero que le dieran por esta gonorrea, viviría en una zona boscosa bajo la que creciera un sotomonte de puro pasto como aquella, praderas y Andes de un solo plumazo. Se alejaría de los trapicheos de Cali, de los trajimanejes, de las traiciones perpetradas por los viejos que nunca se jubilaban, y hasta de él mismo, de aquello en lo que le había convertido en la ciudad, un desabrido trenzado siempre en peleas fieras por una mala mirada, por rencores enquistados, por recordarle aquel apodo nauseabundo que se le da nomás a los perros sin amo; lejos, en fin, de toda aquella purria; sí, viviría por fin en el campo, pero no en España. A España sólo venía a matar. Además tenía el ombligo demasiado enterrado en su país, tierra de hombres machos, según pregonaba su padre. Y entonces miró por última vez el cielo brillante y dulce como un terroncito de azúcar a pesar de la mísera sección que dejaba entrever aquella ventana saetera, se encaró el rifle y se dispuso a hacer blanco con holgura.

Le habían alquilado una cabaña de leñador enfrente del número siete de la calle Tramuntana en algún lugar del Pirineo. Cerca de un parque nacional, había visto el cartel anunciador en gringo, parecía español pero entrecortado, Parc Nacional. Catalán. Le habían asegurado que cerca de allí esquiaba el mismísimo rey de España, que aquella mierda era un caso de la mayor importancia, de trascendencia nacional, pero no podía precisar sobre un mapa dónde se encontraba porque lo habían traído en plena noche y no había salido de la cabaña ni para comprar tabaco. Estaba aprovisionada para permanecer allí, como si de un zulo se tratara, una semana completa. El único dormitorio había sido amueblado escasamente con dos camitas de ochenta cubiertas con una frazada a cuadros rojos y negros, y un nochero de madera marcado con quemadas de cigarrillo sobre el que se tambaleaba un velador muy alto capaz de deslumbrar a un zorro en plena noche. No debía encender jamás aquella lamparita. Una estufa de butano caldeaba el cuarto, pero no lo suficiente, así que pasaba el día arrebujado en unas cuantas cobijas. La habitación estaba situada en el piso superior, circunstancia providencial que lo ponía a salvo de la inoportuna humedad que podía dar con todo el asunto al traste. Desde aquella especie de atalaya divisaba ahora a un hombre atlético y pinganilla que abría con maneras desenvueltas, a las 11:00 en punto de la mañana, sus regalos de Navidad arrumados por lotes contra el árbol. Tal y como le habían informado, este iba a ser el único día en que no iría a planear sobre la nieve a las 9:30, costumbre que lo ponía sobradamente a cubierto a pesar de que él no era consciente de la intervención del guardaespaldas improvisado que era la niebla. Un bichito de unos nueve años se asió de su cuello por la espalda, esperando el momento esplendoroso en que el hombre se incorporaría, llevándolo en volandas por unos instantes. Tío Pedro, deja que me trepe. Estaba orgulloso a rabiar de su sobrino porque tiraba a blanco, de pelo color trigo maduro con algunas mechas bermejas y ojos grisazulados, como él, lo cual significaba que sería buen tirador y pondría pan en la mesa. Para darle casquillo, para matarle de rabia, solía escondérsele detrás de los bidones de agua que había junto a la portezuela desvencijada de la entrada para así retrasar en lo posible su partida al colegio. Él hacía ver que se enfadaba mucho, dónde estás, gamín sinvergüenza, y cuando lo atrapaba, lo cogía por las axilas, con todo cuidado, y lo levantaba hasta encarárselo mientras lo atravesaban convulsiones y escalofríos, por culpa del bazuco que hacían temer cualquier descalabro. Cuando tenía al pilluelo a su misma altura, ahora ya podía hablar de hombre a hombre, le repetía la letanía matinal. El sobrino se quejaba, le pegaba en el ombligo. El ombligo era el centro del mundo, un paracaídas suave, una tira cómica del Chavo del Ocho. Al nene siempre le tiraba el pantalón y se lamentaba de su suerte: “Pero tío, no me des más barniz, ya voy, ya voy...”. Y a renglón seguido, sin que mediaran más protestas, se colgaba obedientemente su badaza en bandolera mientras prometía una y otra vez que no, que tampoco aquel día haría novillos. A él ni siquiera le habían dado su cartón de sexto grado, pero su sobrino sería un señorito de pro, un abogado famoso con bufete en Bogotá. Se lo había jurado a su hermana en el lecho de muerte. La cosa se le puso muy fregada en el parto y no hubo dinero para llamar a un doctor. La partera, una cuya muy ajada del sol y el viento de la sierra, pero sobre todo por la ingente cantidad de amantes, la cubrió de ensalmos, de potingues y hierbas..., pero no hubo fresca para un doctorcito de verdad. ¿Por qué no tomaste la pepa, criatura?, le había increpado la ínclita asistenta. Tú calla y sácamelo no más... no estoy... no estoy para sermones.

Cuídamelo, le había ordenado muy seria después a él su hermana sin asomo de lágrima, capaz hasta te haga sentar la cabeza, Pedro, que tú necesitas un poco de lastre para no irte a ese cielo de corrido, que tienes unas puntadas de zafado, de medio loco. Que cuando no estás pastoreando el insomnio con el perico, es con la botella, y cuando no, con la yerba, que se te va a disolver el cerebelo, que a ti lo que te quedan no son neuronas, sino mera agua. No me mires con esa cara. ¿O es que piensas que a mí me puedes engañar? A mí no, por algo soy yo quien te ha criado.

Ay, no me hables así, madrecita, había acertado a mascullar él, tu hijo será alguien en la vida o no me llamo yo Pedro Mejías Rodríguez.

El niño se llamó Robin, sonaba a alguien importante, había nacido dando puntapiés a diestro y siniestro, me está perforando el vientre, sacádmelo, sacádmelo por Dios bendito, había suplicado su hermana retorciendo el cabo de la sábana. Aquel ombliguito sanguinolento, aquellos ojos claros sin turbiedad ninguna, con las manitas almohadilladas como un gato, tenía arrestos de Robin Hood, de trapisonda cucarachero, este no morirá en un palenque al lado de otros negros cimarrones, ha salido palomo y bravo, al menos eso había dicho su padre, don Santiago, un hombre de cierto empaque social venido a menos por culpa de un golpe fallido, pero aún bien relacionado y que sabía de poesía, de taxidermia, de filatelia además de poseer la memoria más prodigiosa de todo el Chiverete; su único hijo varón, apodado El Sarnoso, había llegado a contabilizarle más de setenta números de celulares dichos de un tirón, sin pestañear. Cuando el español se presentó como el señor Junyent, Santiago no tuvo que pensárselo dos veces, con la penetración que dan los años de oficio le espetó que serían diez mil dólares. De números sabía un rato largo. Tiene usted que adelantarme el billetico de cincuenta pavos para dejar a la gente comiendo. El muchacho ya ha afanado varios carros, para hacerse una vuelta... No se violente, había dicho con mucho énfasis, el suyo está seguro. Es cierto que con Consuelo Osorio la cosa se le puso color de hormiga, ya se lo habrán contado... Este tipo de faenas las suelen hacer mercenarios, “paras” que venderían a su madre por un buen billete, que lo sepa usté, pero mi muchacho es un buen muchacho, trabaja por cuenta ajena, tiene entrañas, pero no los puedes dejar en la estacada, si no cumples te pegan de pescozones y de culatazos hasta que te sale la sangre por las orejas, de las ganas con que te dan. ¡Ché!, no me haga aspavientos. ¿Que le extraña? Mister, usté no sabe con quién trata, pero no hay por qué apurarse, les he dicho que esta vez será distinto, que mi muchacho es muy hombre para lo que sea, que si yo me quedo con el chicharrón es para cumplir con él, sólo que aquella muchacha lo enamoró y ya no tuvo remedio. Se le quedó pegado el fierro a la mano y ya no pudo meter estoque ninguno. Puro cobarde. Cuando me lo encontré, se estaba rascando la cabeza como si una legión de piojos le estuviera abonando la cabeza, se le volvió canosa de pronto. Ahora ya nadie se dirige a él por su nombre, eh Sarnoso, vente para acá a tomar unos tragos, le dicen. Sólo mi nieto le recuerda que alguna vez se llamó Pedro. De todas formas, ahora todo es distinto. Yo mismo le he enseñado la diferencia entre una chola y una guacharaca con clase de verdad: son rubias, de caderas estrechas, mirada altiva y nunca salen de casa si no van arrojando improperios por la boca contra un criado empeñado en protegerlas. Cholas hay a montones. Debería haberle metido el tiro, qué importará una criada más o una menos. Para su padre hubiera sido una boca menos que alimentar. Si usted la hubiera visto después, paseándose por ahí muy ufana contando no sé qué de que tiene un ángel de la guarda, que si no, de qué se hubiera encasquillado el rifle de mi muchacho, y se lo contaba a todo el que tuviera oído para escucharla. ¡Hocicona! Que lo explicaba con la mejor intención. Para que todo el mundo viera que Dios existe y que cualquiera que quisiera comportarse cristianamente, tendría el espaldarazo del Altísimo “para que no diera su pie contra una piedra”. Todo el día dando lora. Por culpa de ella, mi hijo se ha convertido en la comidilla del barrio. Así no hay forma de que lo respeten a uno.

Había seguido escrupulosamente todo el ritual. Buen aseo del arma. Encomendarse a la Virgen. Disolver en aguardiente la pólvora de una bala y bebérsela de un trago. Por último, tomarse aquel mejunje, una mezcla de barbitúricos. Le iba a ir muy bien porque se había despertado muy desaborío, con un guayabo espantoso: la víspera se la había pasado cantando coplas de amor contrariado y bebiendo hasta bien entrada la madrugada. Por ti, Lili, por la boca más fresca de todo Cali. Por ti, mi niña, aunque no quieras ser mía. Qué cursi me pongo siempre, ¿verdad? Porque te cases con un hombre de bien y porque tus hijos sean blancos como la lana. A tu salud. Porque algún día yo te pueda ver descuerada...

Amaneció con los ojos vidriosos, inyectados en sangre, se sentía héroe, y la nota muy alta. Aquella mañana prescindiría del mate amargo. Bastante ácidas tenía ya las entrañas como para encima echarle a aquel fuego una carretada de leña. Comprobó que el bebedizo le daba sudores. El sudor le dispararía la aprensión. Una alergia nomás, le había diagnosticado el doctor, que se le ponía especialmente rebelde cuando tocaba llevarse por delante a alguien. Aquel hombre bigotudo, de vientre abombado como el de una preñada y piernecitas de alambre se desplomó en cuanto le descerrajó el primer tiro. Era su tío tercero.

La prueba iniciática. Los machos no deben morir ahocicados contra el colchón, le habían dicho. O tú, o ellos, no te engañes, hijo. Y él, que tenía ganas de contradecir porque se consideraba más hombre que nadie, contestó que los verracos pueden morir en cualquier parte y que el día menos pensado se lo encontrarían a él desangrado sobre el catre, con las balas que la ley del “diente por diente” tenía destinadas para él. Todavía se imaginaba a aquel con-socio de su padre entrando en la casucha, y encerrándose con este último en el último cuarto de la casa que se presentaba amarillo, muy amarillo tras una puerta desconchada de pintura, roído por el alquitrán del humo, destinado a trastos de cocina con la base huera, bicicletas oxidadas y artillería ligera, todo inservible, y también a concretar los pormenores de alguna entrega. Se había criado viéndolo arriba y abajo. Vivía sólo tres cuadras más arriba. No hizo falta más que un golpe del percusor contra la palma fría de su mano para quemarlo. Aquel disparo le franqueó la entrada al Olimpo y a la miseria.

Ahora tenía la oportunidad de hacerse grande. No le resultó fácil aceptar que era un ignorante. Se dejó sobornar. Acató que lo era..., uno más, uno de tantos otros, un toro, el toro y el rejoneador: sin aspavientos triunfales. Eres sólo un viejo pendejo, una vieja ruina agarrada a la cola del viento, le dijo enrabiado a Santiago, con el asunto del tío me redimí por lo de Liliana, no voy a seguir con esta bazofia. La falta de respeto en que incurría con esos apelativos no logró, sin embargo, que don Santiago perdiera su calma imperturbable. El dinero de su primer encargo le había servido para llevar al sardino al médico, tenía algo de disentería y no aguantaba nada en las tuberías. El pequeño tiene mucha predisposición a enfermarse, como todos los niños, arguyó el abuelo con solemnidad, como si su palabra tuviera el peso de un decreto divino, y en efecto, sabiendo que con ese razonamiento recuperaba el ascendiente sobre la familia. Míralo, está creciendo sin madre ni abuela... El caso es que precisaremos de ingresos regulares de dinero, cueste lo que cueste, sentenció. Con los años se había vuelto más compasado y también más recio y no mostraba signo alguno de irritación. Los ciento diez kilos y aquella nueva prudencia fruto de unos cuantos cientos de fracasos le cortaban ahora el revesino. En otro tiempo, un simple amago de insolencia le hubiera hecho saltar, cuchillo en mano, y abrirle el pecho a su propio hijo, pero la edad lo había postrado en una silla de ruedas que cubría escrupulosamente de orín, como si marcara aquel territorio conquistado a base de sufrir porque sí, y allí se las pasaba acumulando grasa y boletos para irse al otro mundo. Sólo conservaba de aquel poder primigenio la estólida voz y la mirada hinchada enfermizamente de un azul oceánico. No des pábulo a tantas memeces, concluyó al fin el patriarca. ¿Memeces? ¿Qué farfullas, padre?, le había preguntado más dócil Pedro. Santiago tuvo que traducírselo a la pata la llana. Que se dejara de chiquilladas, que no eran más que manías. Ahora se dedicaba a leer a los escritores contemporáneos y no había quien entendiera su plática. Las excusas no le sirvieron: padre, tú sabes que yo soy muy claridoso, muy íntegro, muy de veras, que no digo blanco por negro; atiende bien, no es cagazo, es una comezón que me tortura desde la raíz de los pelos hasta la punta del dedo gordo. Yo no sirvo para esto. El cuerpo no me aguanta el tirón. De la primera vez en que había aparecido la suegra, sabía que le produciría unos picores tremendos y que no acertaría a dar en un blanco móvil situado a más de cinco metros de distancia. Y pensando en su enfermedad, se dio cuenta de que ya empezaba a notar los primeros síntomas. Seguía con el rifle apoyado contra el deltoides. Tenía que disparar. O ellos, o yo, pensó. O el mundo entero o yo, el sardino y el viejo. O tal vez no, tal vez aquel hormigueo difuso fuera otra cosa. Concentrarse demasiado en las sensaciones de su cuerpo, aguzado como navaja de barbero por las últimas noches en vela, era cosa de hipocondríacos. Lo sabía, pero se sentía cada vez más mareado. Una sensación de irrealidad empezó a apoderarse de él. Tal vez “la brochita” le habría hecho ya efecto. Aunque no sabía la composición, ni falta que hacía, algo de antihistamínico llevaría porque le pareció que ni aunque le picara un tábano, se enteraría. El doctor, viéndolo muy maltrecho con las vomiteras y los picores, le había recetado el medicamento aprovechando la última visita a su padre, al que le zumbaba ya el corazón un día sí y el otro también, y él se había aprendido aquella palabreja larga que pronunciaba con mucho énfasis en la primera “i”, antiiihistamínico, por hacerla más larga. Le había parecido, por la facilidad con que se la había grabado en la sesera, que con la ayuda de Dios y la Virgen, hasta acabaría letrado. “La brochita”, con o sin antihistamínico, se convertía en un colchón de aire en el que aterrizar desde una altura vertiginosa. El nerviosismo y la ansiedad se estaban amortiguando con una paz blanca y sedante como la que le producía echar una nube de leche en un café bien negro.

Sudaba. Se encaró el arma de nuevo y se dispuso a buscar alguna zona vital del objetivo a través del visor telemétrico. ¡El objetivo! Qué manera de quitarle hierro al asunto. No dejaba de ser un padre. Alguien que no había consentido en hacer una barriga y luego zafarse del asidero del matrimonio. Como mínimo eso. ¿Qué hubiera sido de su sobrinillo si hubiera contado con un verdadero padre? Con alguien que no estuviera siempre colgado de las drogas y el alcohol para ir pasándola, un padre con talento suficiente para escaparse de las telas de araña de la capital, para comprarse un pedazo de monte y cultivar rosas y lechugas. Tuvo la sensación de que las corvas se le doblaban al inclinarse sobre el arma en el último esfuerzo. Los poros de su cabeza se le sofreían. Más de una hora de retraso. Segundo fallo. De un momento a otro se abriría la puerta tras de sí y algún zurrapa con ganas de ascender, de mejorar sus días, lo chaparía con el rostro cubierto por un pasamontañas negro y él le metería un tiro entre los ojos. Sabía que sucedería. Dejó el fusil sobre el suelo de madera crujiente y dio en esperarlo tumbado sobre el camastro. Los niños merecen un padre, merecen un padre..., se quedó musitando para sí, y los verracos pueden morir en cualquier parte.