Artículos y reportajes
Gustavo Adolfo BécquerGustavo Adolfo Bécquer (II)
El misterioso santuario de la cabeza

Comparte este contenido con tus amigos

—Ha pasado ya el lacerante y saludable frío. Estamos a punto de entrar en la alegre primavera. Dentro de poco experimentaré, por enésima vez, que abril es el mes más cruel, efectivamente; cada año que pasa es más cruel. Y dentro de pocas semanas, en un día rico de luz y de colores, de esos en que, viéndolo todo envejecerse a nuestro alrededor, nos admira que nunca se envejezca el mundo, quizás pueda acercarme a Noviercas, a Veruela o a Sevilla. Y tal vez hasta Madrid. Mientras, aquí o allá, por donde quiera que voy, no dejo de experimentar que usted, como habrá podido observar, forma parte de mí. Igual que Beethoven, Mozart, Cervantes...

—No se obsesione usted con ir a Noviercas o al resto de los lugares donde transcurrió mi breve vida. Seguramente todo estará cambiado, y resultará difícil ver mi pobre fantasma por calles que, seguro, ya ni reconoce. Todo cambia. Desaparecen los vestigios del pasado. Y nos vamos muriendo una y otra vez ante ese mundo que desaparece casi sin descanso.

—Sí, pero se renueva con la misma intensidad; también nacen a la vida otros seres que añorarán esos nuevos lugares... Es como el ave Fénix.

—¿Cómo añorar estas cosas tan feas y horribles?... Aunque sí, pensándolo bien, tiene usted razón. Por muy despreciable o feo que sea algo, lo adornamos con un toque de añoranza y de melancolía. En realidad nos enamoramos de nuestros sueños y fantasías. Y sacados éstos de su elemento, languidecen y mueren. Y son sustituidos por otros.

—Lo expresó usted de forma preciosa en una narración que he leído y releído una y otra vez. Y siempre perdura su misterio, su encanto, su belleza...

—Me halaga usted. ¿De qué narración se trata?

—De La venta de los gatos. Me gusta mucho ese relato. Hasta he soñado con él. Una noche de insomnio, tras haberla leído por enésima vez, se me ocurrió pensar que Amparo, la protagonista, es el reverso de Inés, la heroína de la primera serie de los Episodios nacionales...

—Nada más lejos de mi imaginación, créame. Ni se me ocurrió pensar en ella, como puede usted comprender.

—Me lo imagino. Y quede claro también que no trato de hacer literatura comparada, ni artículos eruditos, ni siquiera crítica literaria. Le cuento mis impresiones. Nada más.

—Perdone la interrupción. Tiene usted todo el derecho del mundo a hacerlo. No obstante, no será de extrañar que se nos deslice algún que otro dardo. De crítica, me refiero.

—Todo sea por Dios. Por cierto, algún día hablaremos de sus relaciones con don Benito.

—Poco hay que decir. Glosó mis obras tras mi muerte, aunque no me cita en los Episodios, donde aparecen casi todos los poetas del momento... Volvamos a la Venta de los Gatos. El resto tiene poca importancia.

—Volvamos. El tema de su narración es, si me lo permite, un tema recurrente: La ilustre fregona se contaría entre los antecesores más inmediatos.

—Vaya. Veo que está usted en el ajo. Es posible. En esta profesión, joven amigo, resulta muy difícil ser original. Nada nuevo hay bajo el sol.

—Tampoco tiene por qué proponérselo. Es cierto: no hay nada nuevo bajo el sol. No obstante, usted lo consiguió. Y no solamente por el lenguaje, totalmente novedoso en su momento, claro y limpio, aun hoy, como una clara mañana de primavera, sino también por los temas que plantea en algunas de sus cartas y narraciones. Dejando la poesía de lado.

—Me halaga usted.

—No creo que le esté diciendo nada que usted no conozca.

—Sí, es cierto. Por lo menos me esforcé por que mi lenguaje fuera como usted lo describe. No obstante, no hay que descuidarse: a veces no vemos sino espejismos. Muy a menudo la realidad dista mucho de lo entrevisto o soñado.

—Sí, efectivamente; ese es otro de los temas que quisiera tocar con usted. Pero ahora me gustaría volver a la Venta de los Gatos.

—Y tomarnos allí un vaso de buen vino.

—Y fablar con el vecino... La novedad de dicha Venta, o mejor dicho, de su protagonista, es la muerte de ésta, muerte que proviene del rechazo de la nueva y aparentemente halagüeña situación a la que la quieren llevar. Rescatada por sus padres, la sacan de la Venta, la separan de su novio, y dejan que se marchite, por mor de una situación social que ella ni desea ni quiere, en un lujoso palacio, o algo similar.

—Eran otros tiempos. No sé lo que pensaría don Miguel, pero a mí su Constancica siempre me pareció un poco postiza, aun siendo La ilustre fregona un relato precioso, ¿no le parece? Esos cambios repentinos, y que se aceptan tan de buenas a primeras, tienen algo de falso que a mí me molestaba. No creo que sea tan intensa la fuerza de la sangre. El amor y el odio se consiguen con el roce continuo.

—Sí, tiene razón. Esos finales felices son postizos, mensaje del autor. Lo mismo me sucede con algunas situaciones del teatro áureo: como todos tienen que casarse, se acepta al primer marido, o mujer, que se nos asigna... Aun así, yo, que soy un poco quijotesco, me enamoré de Constancica.

—¡Ah! Algo similar me sucedió a mí. Yo, en mis noches febriles, pensé en volver a escribir el relato de Cervantes, y hacer que Constancica viniera a mi mundo y se uniera a mí. ¿Cómo meterme en una novela del siglo XVII y rescatar a su heroína y atraerla hacia mi mundo?

—Muy sencillo: escribiendo la Venta de los Gatos.

—Es muy fácil decir las cosas a agua pasada. Pero también es cierto que esto de la inspiración es un verdadero misterio. ¿No le ha pasado a usted ponerse a escribir, y que comiencen a surgir cosas que ni se sabe de dónde provienen?

—Sí, sí que me ha pasado. Por supuesto.

—Yo no sabría decirle de dónde surgió la figura de Amparo. Es posible, ahora que lo dice usted, que fuera una especie de reacción contra la novela de Cervantes... Eso de la anagnórisis, el de aceptar a unos desconocidos padres como se acepta algo que se ha encontrado por la calle, no me convencía lo más mínimo. Quizás la Venta fuera una reacción contra esas apreciaciones, el resultado de una lectura crítica, o el recuerdo de una mirada, de una mano, y de otras muchas cosas. O de todo a la vez. Ahora bien, lo interesante sería saber si yo logré despojar al relato de lo que de folletinesco tenía.

—Problema agudo el que estamos planteando. Siempre se ha dicho que es muy fácil pasar de una situación mala o otra mejor, caso de Constanza y de Amparo. Y, por lo tanto, supuestamente, sería muy fácil la adaptación. Y el olvido del antiguo amante a menos que también fuera noble.

—Sí. No le niego que las cosas sucedan así. Pero se olvida usted de una cosa muy importante: hay gente que es feliz con lo que tiene, porque no aspira a más, o porque donde unos ven pobreza, otros ven la realización de sus aspiraciones y sueños. No olvide que Amparo está enamorada, y es correspondida. Sacarla de la Venta de los Gatos es como arrancar una flor del medio que la sustenta. Es condenarla a morir. Un balcón andaluz puede ser la alegría de la vida, y un invernadero, la tristeza, la muerte.

—Lo ilustra usted perfectamente. Sacada de la Venta a la fuerza, muere la pobre mujer. Y enloquece su enamorado. Aquel que le pidió el dibujo que hiciera usted de Amparo.

—Sí. Es triste. Triste que, al final, de una persona sólo nos queden las pobres y desmayadas líneas que conforman un dibujo que imita aquello que tanto amamos, y que ya no está.

—El mundo de los muertos se impone al de los vivos. El cementerio que han edificado al lado termina con lo poco que queda de la Venta de los Gatos.

—Pero sucede así por la muerte de Amparo. Si a ella no se la hubieran llevado, hubiesen vendido la Venta, se hubieran traslado de lugar, y el cementerio, edificado a escasos metros de la Venta, no hubiera tenido ninguna ascendencia sobre ellos. La separación no deseada paraliza a los protagonistas. Y esa es una primera muerte. Pero, claro, ¿dónde iba el hijo del ventero si se habían llevado lo que más amaba y ya no tenía posibilidades de acercarse a ella?

—Sí. Es cierto. La ilustre fregona es un tanto postiza. Y la persecución de Gabriel hacia Inés, en la primera serie de los Episodios nacionales, de don Benito, es un puro folletín; yo le diría que más romántico, por imposible, que su narración y muchas de sus Leyendas, es este empecinamiento galdosiano.

—¡Ja, ja, ja! Tendría gracia ahora que resultara Galdós un escritor romántico, y me colgaran a mí la medalla de autor realista.

—¿Por qué no? Cosas más raras se han visto en esta vida. No obstante, don Benito se percató del peligro, y renunció a Gabriel y a Inés: en los siguientes Episodios habrá más protagonistas. Pero no desaparecerá el folletín.

—¿Sí? ¡No me diga! El hombre no deja de asombrarnos. Y mientras haya asombro, habrá poesía.

—Yo con usted, sin ir más lejos, he ido de asombro en asombro.

—¡Vaya por Dios! ¿Y cómo ha sido eso?

—Mi primer y magnífico asombro fue la lectura y relectura de sus Rimas. Luego percatarme de las opiniones tan absurdas que había sobre su poesía; y por fin, descubrir que el Bécquer humano poco o nada tenía que ver con esa figura pálida, rodeado de damiselas y flores, que una parte de la crítica se ha empeñado en crear y mantener.

—Sí, hay veces que uno, con la mejor de las intenciones, se tiene que resguardar de sus amigos. Crearon un reclamo, y ese reclamo terminó por imponerse sobre la realidad hasta casi hacerla desaparecer.

—De forma interesada. Quizás por motivos crematísticos.

—O no. No crea. Muchas veces el que una imagen se sobreponga a otra, e incluso llegue a sustituirla, no es por intereses, ni siquiera porque la imaginación sea mejor que la realidad, sino por eso tan prosaico que se llama pereza. Y ya sabe que yo soy un impenitente perezoso. Así que los perdono de todo corazón.

—Sí, me consta su pereza. Yo también lo soy.

—Entonces ¿qué hace usted estudiando en vez de estar tomando el sol en un viejo claustro?

—Es lo que estoy haciendo, don Gustavo, es lo que estoy haciendo. Aunque también debo reconocerle que cuando llevo mucho tiempo al sol, como las lagartijas, me surge la conciencia, la voz dormida, y tengo que ponerme a hacer algo...

—Yo también necesitaba de eso. Tanto como de respirar. Pero como tuve problemas con la tuberculosis, amigos, deudos y parientes me amputaron un pulmón y me dejaron el otro envuelto en las brumas medievales. Lo hicieron con la mejor de las intenciones, ya lo sé.

—Afortunadamente hay gente, la ha habido hace tiempo, preocupada por usted, y hace tiempo que empieza a tenerse otra imagen suya. En fin, gente trabajadora y poca amiga de los blandos almohadones.

—Sí, pero en ciertos libros de texto... Y año tras año, oiga.

—¡Ah! Con la iglesia hemos dado, Sancho. Los autores de esos libros son una especie de cirujanos: tienen que meter en una pequeña caja, donde sólo cabe una corbata, cuarenta metros de intestino, grueso y delgado. Lo encajan como pueden. A usted le han colocado el sambenito de poeta romántico o post-romántico, y no hay forma. Si volvemos a operar igual se nos quedan las tripas desparramadas por ahí.

—Y me temo que ya no se puede hacer nada para evitarlo.

—Pues no, porque lo mejor hubiera sido que se hubiese muerto usted a los noventa o noventa y cinco años, rodeado de hijos y de nietos y con una obra más extensa, claro.

—¡Hombre! ¿No sería más fácil revisar algunas partes de nuestra historia de la literatura? Un perezoso como yo no podía estar escribiendo tantos años. Es mucho trabajo.

—¿Usted cree?

—No sé, no sé. Difícil se me hace que dejen de considerar a nuestra literatura como una literatura realista.

—Yo considero que es más realista un folletín que Fortunata y Jacinta, por ejemplo.

—¿Y mis leyendas?

—No sé. La venta de los gatos tiene algo que me afecta y me conmueve. Por algo será digo yo. Tal vez por una realidad que se impone a los sueños...

—Bueno, esto de las clasificaciones en el fondo es algo un poco bobo, ¿no le parece?

—Sí, yo creo que sí.

—Aquí lo que interesa es escribir bien y de forma clara. Y tocar al hombre para que sea un poco mejor.

—Labor más que imposible esto último. Porque lo que es lo primero lo hizo usted con creces.

—Algo es algo. Creo, por lo menos, que nuestros pasos iban por el buen camino, ¿no cree usted?

—Y tanto. Siempre me ha inquietado, por motivos de trabajo, una de sus cartas de la serie Desde mi celda.

—¿Cuál es?

—No recuerdo el número. Pero en ella habla usted de cómo debería ser la educación, la enseñanza, en el país. Algún día la comentaremos.

—Cuando usted quiera. Tenemos toda la eternidad por delante.

—Suponiendo que la bomba atómica no alcance al mundo de los muertos.

—¡No fastidie, hombre, no fastidie!