Artículos y reportajes
Roberto ArltUn mundo sin bosques, sin pájaros y sin soñadores

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Roberto Arlt sorprendió a muchos por su escritura tenazmente profética. Arlt vivió siempre aquejado moralmente por los males de su época, y uno en especial: la irrupción del nazismo, como la síntesis y la quinta esencia del mal, de un mal que él también supo delimitar y que anclaba al maquinismo, al capitalismo, a la tasa de ganancia, a lo que, en suma, el escritor más feroz de la narrativa sudamericana denominó como deshumanización, que es la consecuencia de lo antedicho.

“No reaccionamos ya frente a nada”, clamaba desde una de sus inigualables columnas del periódico El Mundo, publicada en 1937, ya en los albores de la Gran Guerra. Su crítica iba dirigida a sus colegas (y a nosotros), los periodistas, y al mundillo de la información, del manejo de la información. Hoy, frente al auge de la comunicación de masas, un auge desquiciante y un verdadero país no-fértil, sus palabras cobran ese valor anticipatorio ya anunciado, son también una radiografía trágica de nuestra época.

Setenta y cinco años atrás, Arlt pintaba así el cuadro de situación: “Una noticia. Tres líneas. Una foto. Un nombre... y a otra cosa. Sí, a otra cosa. ‘Esa otra cosa’, a pesar de su aparente ingenuidad, señala con precisión terrorífica el grado de nuestra progresiva insensibilización”. Digan si esa es o no es la dinámica de cualquier noticiero televisivo de la actualidad, aquí y en cualquier parte del mundo. Un show macabro donde los culos de las actrices se mezclan con los cadáveres de todos los días en Siria o en México o en donde fuere, ya que en el mundo desterritorializado que promueven los medios masivosno hay fronteras geográficas ni culturales: lo importante es esa sobrecarga perversa e inmovilizante que trastorna a millones, a todos.

“Cien mil chinos se mueren de hambre en cualquier provincia... Paciencia”. Arlt se pregunta qué ocurre, qué deja de ocurrir, qué va a suceder. Lanza un piedrazo: “¿O es que nuestro sistema nervioso no da ya más?”. ¿Quién puede dudar hoy, en el siglo XXI, de los estragos psicosomáticos que causan la alienación y el desarraigo? ¿Quién puede dudar a la vez que hoy vivimos el auge de la respuesta forzada a ese colapso cerebral anunciado e inundados de drogas químicas, narcóticos sociales, pastillas de todos los colores, cocteles de sustancias tóxicas, discursos y más discursos, que lo único que sirven es para reciclar a las máquinas en lo que pretenden convertirnos? El autor de Los siete locos cierra el círculo de la degradación de la condición humana y se interroga y nos interroga a todos: “¿O es que viviendo, como vivimos, en plena vibración, estrépito, catástrofe y horror, hemos perdido el sentido de la vibración, del horror, del estrépito y de la catástrofe?”.

Luego vendría la historia a agravar y confirmar la sentencia: el tour de force insensato y macabro de los nazis y la extensión y perfeccionamiento del método del aniquilamiento de los otros como la solución final aplaudida por la mayor parte de un pueblo que había sido la cuna de Kant; luego de los nazis, la comprobación de que Stalin y su temible burocracia nos decía una cosa y estaba haciendo otra, incluyendo el genocidio, dizque necesario para construir el socialismo que anda ahí fosilizado por culpa de tanta infamia; luego de los nazis y los estalinistas, asquean los yanquis masacrando vietnamitas, y como los vietnamitas se defendieron y los echaron a patadas de su tierra, y tras que se cayeron los diques ideológicos, ahora las guerras o invasiones que se suceden (pienso en Panamá, pienso siempre en Panamá y lo cobardes que fuimos todos) sin que nada perturbe el circo indecoroso del consumismo (la etapa superior de la insensibilización) y la progresiva energumenización colectiva, producto de lo ya anotado: la imposición de un pensamiento único y la suplantación de nuestras terminales nerviosas por el auge estupidizante de los medios técnicos de comunicación.

Arlt se pregunta si esta posición mental de la humanidad es natural y se contesta a sí mismo y con firmeza: “Creo que no”. Aunque frente a las evidencias vividas y padecidas en su momento histórico, no puede eludir el pesimismo, afirmando —al final de su crónica— que “el horror de la presente civilización se ha quintuplicado en pocos años” y el hombre se ha vuelto más duro, más sordo, más ciego y más topo, “un topo que ya no sabe en qué dirección excava su galería subterránea”.

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El libro que reúne las crónicas periodísticas de Roberto Arlt se titula El paisaje en las nubes, es un tomazo de 766 páginas y una edición muy cuidada a cargo de Rose Corral, con un prólogo de Piglia. Lo editó el Fondo de Cultura Económica. El libro tiene un problema gravísimo: cuesta 265 bolivianos, casi 40 dólares, más de la cuarta parte de un salario mínimo local, lo cual lo convierte en un artículo tan suntuario que no hace más que afirmar lo que venimos anotando. Los osados podrían intentar robarlo. Los demás seguirán condenados a la tele, al paroxismo de su vulgaridad y su complicidad con los crímenes. Ni modo, por ahora.

Arlt vivió obsesionado hasta el final con esa amenaza de deshumanización. Días antes de morir, le decía a su compañera de vida, algo que sigue estremeciendo: “Pensar que cuando yo me muera, estos árboles van a estar y yo no los veré más”. A César Tiempo, tan sólo una noche antes de partir, le gritó antes de subir a un tranvía: “¡Cuidado con la tristeza! ¡Es un vicio! ¡No aflojemos!”. Había soñado con conseguirse un yate y navegar y dar la vuelta al mundo. Falleció convencido de que las realidades de la guerra eran mucho peor que cualquiera abominación imaginada. El 26 de julio de 1942 le dio un ataque y murió. Tenía 42 años.

Arlt es uno de los mayores exponentes de esa raza combativa y sensible de los escritores-periodistas, los periodistas-escritores como también lo fueron Mark Twain, Pasolini o el Chueco Céspedes, Walsh y el Gordo Soriano. Gente que dejaba el pellejo y algo más en lo que escribía.

Otra de sus crónicas, esta vez de 1938, reflejaba a la perfección ese amor que Roberto sentía por la humanidad y por lo siniestro de las acechanzas. Había leído en algún lado, en un periódico de Dantzig, una frase pronunciada por un doctor alemán, doctor en física y en filosofía, un tal Robert Ley (sic), nazi connotado, director del Frente de Trabajo Alemán, dicha en Ginebra, en una asamblea: “En Alemania”, dijo el dos veces doctorado, “no debe haber sitio para los soñadores”. En la misma ocasión, nos trató de “países idiotas” a los sudamericanos.

Arlt escribe que cerró los ojos y entonces vio a la eminencia germana, “estrujando el planeta entre sus manos” y “exprimiéndolo, como una naranja, de su substancia más preciosa”, y al volver a abrir los ojos se encontró con el mundo de Ley, “un mundo cúbico. Sin bosques, porque los bosques, de acuerdo con la economía dirigida, se habían convertido en yacimientos de madera. Los últimos pájaros que quedaron en los bosques fueron exterminados por decretos del doctor Ley. También, por decreto del doctor Ley se le prohibió susurrar al viento entre las ramas de los árboles y se decretó que los ríos rodaran en sus cauces sin un murmullo”.

El padre de Los lanzallamas sigue, anotando la máxima del Nuevo Mundo: “Nada sobre la tierra debe soñar. Todos deben trabajar”.

Sigo con su descripción a vuelo de pájaro torturado: “hacia donde se dirigía la vista, sólo se distinguían multitudes encorvadas, cara al suelo, empuñando el azadón, dirigiendo la grúa, sumergiéndose en los negros agujeros de las minas”. Todos deben trabajar.

Enumero más monstruosidades, más sueños de la razón: 1. Supresión de la línea curva, porque provoca sueños e ideas concupiscentes. 2. Las bicicletas se fabricarán con ruedas cuadradas. 3. Las montañas serán “triangulizadas” como las Pirámides. 4. La comida será reemplazada por dosis de celulosa condensada. 5. Las escuelas se cerrarán, porque saber leer y escribir no servirá para nada. ¡Todos deben trabajar!

El producto de esa mentalidad antinatural y antipoética eran, para Arlt, “los hombres cúbicos”, los esclavos que pretendían los nazis, los seres humanos que sólo trabajan y que ya no sueñan. Nadie se crea, por si acaso, que Arlt era un vago, rico o mantenido. Fue un animal de periódico, escritor imparable, inventor sin suerte. Sucede que en su vorágine visionaria, Arlt ya intuía el mundo tal cual es hoy día: un mundo que se devora las selvas y las aves y, con ellos —aunque la mayoría no lo sepa—, los sueños de la gente. Un mundo donde todos trabajamos obligados como bestias sin cadenas y donde los sueños caben en ese aparato rectangular y eléctrico, y allí se quedan y allí se mueren. Un mundo más sutil al de los campos de concentración pero que para la mayor parte de la humanidad, en los hechos, es igual a Auschwitz. O, como dijo el poeta, tan bellamente como sólo podía decirlo Nicolás Guillén: “Me matan si no trabajo / y si trabajo, me matan / siempre me matan, me matan”.

Este mundo horroroso debe cesar, debe abolirse. Y eso ocurrirá no cuando haya nuevas ideas, como lloriquea con hipocresía Vargas Llosa (diría Paul Valéry: no necesitamos nuevas ideas, sino que las dos o tres buenas ideas que hemos tenido entre todos, se hagan realidad), sino cuando la gota rebalse la copa y listo. Será la próxima generación, o la otra. Eso no importa. Pero será. Será, empezará, cuando los changos apaguen el Facebook y saqueen las últimas librerías, y vuelvan a juntarse y compartan la lectura de los libros, como cuando el viejo de la tribu contaba sus historias a los niños, alrededor del fuego. Libros que, como quería Arlt, encierren la violencia de un cross a la mandíbula. Cuando en esos libros volvamos a leer y encontrar todo lo bueno y lo bello que trajo aparejada la presencia humana en el espacio-tiempo, volveremos a las antiguas huellas, a los caminos, a las eternas montañas, a plantar árboles y regarlos con el vino de la amistad sincera y al silencio filosófico que nos cure de todas las heridas televisivas y permita que volvamos a escucharnos, a saber lo que realmente queremos y nos da vida y a llamar de nuevo a las cosas por su nombre y con nuestra propia voz.

 

Nota

Todas las citas pertenecen a dos crónicas de Roberto Arlt: “El Polo Norte no está más en el Polo Norte” y “Un mundo sin soñadores”, publicadas en El paisaje en las nubes. Crónicas en El Mundo. 1937-1942, FCE, Buenos Aires, 2009.