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Terribilis est locus iste (Titanic)

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Morgan Robertson. Collage: cruiselinehistory.com

Allí quedó en lo alto de la madrugada. Abatido bajo el peso del silencio helado de la noche, como un inmenso árbol fulminado, desangrándose entre dos eternidades: de un lado la cúpula inconmensurable de la noche hacia donde la inmensa popa apuntaba, como un gesto de suplicante impre... cación al infinito. Del lado opuesto, el abismo negro, primordial del océano, ejerciendo su fatal e irresistible poder de atracción, arrastrando hacia sus profundidades la nave y sus almas.

Mientras tanto (refirieron algunos supervivientes), impertérrita, con igual impasibilidad que la noche, que el abismo y la muerte; en medio del terror, de la desesperación, de los gritos y los llantos, y mientras el capitán ordenaba evacuar el buque... se alzaba la música:

La música comenzó a sonar en la cubierta. En un gesto de elegancia y desprecio a la muerte propio de héroes de la antigüedad clásica, el director y violinista de la pequeña orquesta del trasatlántico, el inglés Wallace Hartley, dirigió unas breves palabras a sus compañeros:

—Señores, me despido de ustedes. Ha sido un honor.

Y comenzaron la interpretación de un himno hondo, cálido, sereno, imbuido de un sentimiento que ya no pertenecía a este mundo: “Nearer my God to Thee” (“Más cerca de ti, Dios mío”), poema que había sido compuesto en 1841 por Sarah Flower Adams, y puesto en música por Lowell Mason en 1856 (este poema se canta con diversas músicas, si bien es la de Mason a la que la tradición ha otorgado más probabilidad de haber sonado en aquella hora suprema).

El himno está basado, muy libremente, en la historia del “Sueño de Jacob” (Génesis 28:10-19), que nos refiere cómo, habiendo partido Jacob de Bersabé, caminaba hacia Harán, cuando llegó a un lugar en donde quiso detenerse a reposar, tras la puesta del sol. Tomó una de las piedras que había en la tierra y, poniéndosela de cabecera, se acostó y se durmió.

Tuvo entonces un sueño en el que vio una escalera enorme cuyos pies se asentaban en la tierra, y su remate tocaba el cielo. Ángeles de Dios subían y bajaban por ella. El Todopoderoso, arriba, estaba apoyado en la escalera, y desde allí decía a Jacob: “ Yo soy el Señor Dios de Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac: la tierra en la que duermes la daré a ti y a tu posteridad (...) y seré tu guarda a donde quiera que fueres, y te volveré a esta tierra, y no te dejaré hasta haber cumplido todo lo que te he dicho”.

Despertó entonces Jacob y dijo: “Verdaderamente, el Señor está en este sitio, y yo no lo sabía”. Y exclamó, aterrorizado: “¡Qué terrible es este lugar! [Quam terribilis est locus iste]. ¡No hay aquí otra cosa sino Casa de Dios y Puerta del Cielo!”.

Palabras que parecen describir el mismo inquietante aspecto a que se refirió recientemente el científico Sergio Bertolucci, cuando sugirió la posibilidad de que el Gran Acelerador de Hadrones europeo pudiera llegar a rasgar el velo de nuestra realidad por unos breves instantes, entreabriéndose una puerta dimensional a universos desconocidos, desde donde algún retazo podría emerger a nuestro mundo, a la vez que, desde nuestra esfera, “algo” podría deslizarse al otro lado.

No son pocos quienes a lo largo de la historia han cuestionado la existencia del tiempo y de la realidad misma, postulándolas como meros ejercicios arrogantes de nuestras percepciones, refutadas por diversos argumentos.

En 1898, Morgan Robertson publicó el relato Futility, en el que el transatlántico Titan, considerado indestructible, tras colisionar con un iceberg en una noche de abril, se hunde para siempre bajo las aguas del Atlántico Norte... El cúmulo de coincidencias con el hecho acaecido catorce años más tarde es sobrecogedor, terrible.

Cioran, trágico e insobornable insomne, tras demoler y reducir a ilusorias cenizas cualquier atisbo de realidad o de sentido en la existencia, salva —contra todo pronóstico— a la música, como único refugio posible: “Fuera de la música, todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados”.

Entretanto... la música. La música seguía sonando en la cubierta del Titanic, irremediablemente anegada ya por las aguas... Nearer my God to Thee...

Colapsado el sistema de iluminación del barco y sus luces apagadas para siempre, todo quedó únicamente bajo el remoto y “burlón mirar de las estrellas, que con indiferencia...” (la misma con que los dioses contemplan los trabajos y los días de los hombres) asisten impasibles a la tragedia.

Mientras, la música, ineluctable, seguía sonando, deslizándose ya hacia otra esfera...

Cioran sentenció: “Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”. Morgan Robertson había rasgado el velo de la realidad, y había entrevisto una dimensión de horror que ya no le abandonó jamás (Quam terribilis est locus iste!). El 24 de marzo de 1915 —apenas tres años después del hundimiento—, Robertson fue encontrado muerto en su habitación de un hotel de Atlantic City, desplomado sobre el escritorio, junto a un frasco de paraldehído con el que trataba de escapar a los insomnios que lo atormentaban, y poder así alcanzar el ansiado sueño.

El sueño; una escalera entre dos mundos; la abolición de tiempo y espacio; la contemplación de una realidad espantosa a través de una grieta entre dos dimensiones; un estremecimiento de horror; el silencio de la bóveda estrellada... y la música como testigo, como oficiante.

Cernuda escribió una vez que las caricias del mar son un sueño que entreabren la muerte... El Titanic se adentra para siempre en las profundidades de una eternidad escrita sobre las aguas.

La música cesa.

(Allá a lo lejos, Sevilla, envuelta en suaves brisas, vive, etérea, el florecimiento de su primavera, alguna de cuyas cadencias, quizás llegase, distante, apenas perceptible, a expirar sobre la superficie del mar, helado, ya en calma).

Lo demás es silencio.