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Rostros

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Ilustración: obra de Salvador Dalí

Cuando era niño imaginaba que los objetos del mundo estaban vivos. Lo que veía a mi alrededor de alguna extraña manera hablaba o cantaba, o reía, y lograba descubrirlo sólo con espiar un poco.

Un carro visto de frente gozaba de expresión, poseía rostro, a veces muy alegre como el del Ford Fairlane de los ochenta, o por el contrario dejaba entrever cierto encono, cierto aspecto de pocos amigos típico del Caprice Classic o del Maverick 84, que daban la impresión de estar furiosos.

Por supuesto, ocurría así no sólo con los automóviles. Por lo general el rostro de las cosas siempre estaba ahí, mondo y lirondo, a la espera de una palabra mía que diera pie para algo adicional, un intercambio de saludos, por ejemplo, o quizás un diálogo divertidísimo. Por no decir más, la nevera de la casa era simpática hasta reventar y los ventanales del cuarto de mis padres estaban cargados de sonrisas. Las figuras en el techo, esas siluetas de paisajes lunares o selváticos, caras con mil formas llenas de muecas que nacían en medio de pintura veteada o de hongos producto de alguna filtración, terminaban siendo delicia entre delicias para crear historias a partir de tantos guiños, de dibujos encontrados al azar en la pared.

Pero nada como el frente de las casas. Salir a la calle suponía mínimo una doble implicatura: darme de bruces con la gente, con sus gestos y expresiones y —extensión natural de todo esto—, con el rostro misterioso que cada fachada ofrecía para ir descubriendo sus secretos. Y sus secretos, claro, desentrañaba por completo a diario, asunto que me sumergía en un éxtasis casi místico, en una emoción que renacía tan sólo con mirar de nuevo otros portales.

Según el rostro de las casas podía imaginar cómo serían sus habitantes. Si me topaba con una cuyas dos ventanas, a manera de ojos, y puerta, a manera de boca, hicieran entrever una familia aburrida o impregnada de mal genio, terminaba seguro de que en verdad era así, terminaba convencido de esa certeza ahora inquebrantable, hallada gracias a los hilos que la develaban, que la ponían desnuda frente a mí y que únicamente yo era capaz de comprender. El rostro de las casas conectaba a la perfección con el talante de sus ocupantes.

Una vez vi en la nariz, en las pupilas, en las cejas muy pobladas, en la comisura de los labios de alguien que caminaba por la acera, el rictus intrigante de un no sé qué imposible de explicar. Fruncí el ceño en el acto. Tendría yo diez o doce años. Podía leer las facciones de las cosas pero me aterró quedar en blanco frente a aquella cara. Llegué a la conclusión de que éramos extraños, demasiado complicados, quizás menos transparentes que un horno o una cafetera. Por primera vez intuí que no todo estaba dado, que había precariedad en cuanto creemos tener siempre seguro, metido en los bolsillos. Me di cuenta de que aumentaban los enigmas, supuse más adrenalina, más incertidumbre en eso de atravesar los días e intentar comprender lo cotidiano.

Después de todo —llegué a decirme— esto se va a poner cada vez más divertido. Y le aseguro que así fue. Juro que así terminó siendo.