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Coacción

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Es el final; lo sé; el apocalipsis. Lo percibo en la expresión vacía de mi acompañante, en sus manos que tiemblan por la tensión que lo embarga, en la urgencia de su voz. Lo adivino en sus gestos, en su mirada de rapiña, en sus modales, en su sed de sangre. Pero aun en el caso de que no expresara nada, lo sabría. No puede llegar por otra cosa que no sea mi vida; el precio no puede ser menor. Me abordó en el alto de un derivador del periférico; por el mercado de antigüedades, cerca del hospital. Cruzó la calle en línea recta, pero al llegar a la señal amarilla, que divide los carriles, viró directo hacia mí. Traía las manos libres; estoy seguro. No obstante, en lo que dura un suspiro, se las llevó a la cintura y apareció una pistola entre sus dedos. —Vamos —dijo—, sácame de la ciudad.

Cuando lo vi apuntarme a la cabeza, por sobre la ventanilla, estuve a punto de cometer una estupidez. Pensé en gritarle que se fuera con su podredumbre hacia otro lado, y acelerar hasta perderme en el tráfico. Pero de nada hubiera servido. Habría encontrado a otra presa, y yo no estaría viviendo lo que ahora. No vería pasar los vehículos que circulan en sentido contrario, sabe Dios hacia dónde y con qué propósito; o a la gente que transita por la calle, bajo la lluvia, ajena a que dentro de este mundo, que hasta hace unos minutos me pertenecía en exclusiva, se libra una violación. Una batalla entre la vida y la muerte, una lucha feroz por sobrevivir.

Desde que subió no ha dicho nada. No es necesario. Me basta saber que me tiene entre sus manos. Es suficiente reconocer que al menor movimiento ordenará al oscuro laberinto de su pistola que me engulla sin misericordia y acabe con el mundo en el que sólo estamos mi hija y yo. Ella, con sus amiguitos de la calle donde vivimos, sus maestros y compañeros del kindergarten al que asiste cada mañana y la muchacha que la cuida. Y yo, con mi pequeña oficina de consultorías administrativas, mis novelas de suspenso, y la compañía a la que acudo cuando me siento solo. —Apresúrate —grazna, de repente—, nos persigue la policía.

Aunque me asusto un poco, no me preocupo. Lo dijo con ese propósito. En el retrovisor no hay nadie; mucho menos la policía. Tras nosotros la calle está libre. Sola y vacía; excepto por los carros que se pierden en el brillo de las luces que encienden para contrarrestar la oscuridad. Se lo digo y sonríe. Tiene los dientes amarillos, y las manos ensangrentadas. Su comentario fue una pequeña incisión en la careta; una leve herida. Sin embargo, cuando intento comprobar si traspasó su coraza, vuelve la mirada hacia el frente y se pierde otra vez en el murmullo ininteligible que emite desde hace rato.

Puede parecer absurdo, debido a las circunstancias, pero no tengo miedo. En absoluto. A lo mejor, desconocida hasta este momento, mi valentía es un mecanismo de defensa que utiliza mi cerebro para evitar que mi sistema nervioso colapse y cometa una tontería de la que no tendré siquiera oportunidad de arrepentirme. Tampoco me preocupa nada. En lo único que pienso es en encontrar la forma de hacer lo que me ordena, sin extraviar mi personalidad en el intento, y escapar con vida. Mi memoria, igual está borrada. No recuerdo otra cosa que no sean las indicaciones que leí hace varios meses en un periódico, donde advertían sobre cómo proceder en caso de secuestro.

Aparte de eso, hay cientos de cosas sobre las que no tengo la más mínima certeza. Sólo sé que no puede matarme porque me necesita. En verdad, no ha dicho de qué huye. Podría ser de la delincuencia de cuello blanco que nos roe desde que una pandilla de forajidos desembarcó en este lado del mundo, del pantano económico en que nos hundimos cada día, gracias al FMI o el BM, o de la vida que se va sin avisar y sin dejarnos nada. —Ve tranquilo —dice en cuanto descubre la tensión con que manejo—, la gente que camina afuera, automovilistas y pasajeros, no saben que voy contigo. Es más, desconocen lo que hice. Y el que nada debe, nada teme.

Replico de inmediato que lo que importa en realidad es evitar que lo capturen, pues sería en vano lo que ha hecho, pero no presta atención. El lapsus ha terminado. —He matado a muchos —dice en su perorata, mientras se estriega las manos ensangrentadas en la pernera del pantalón y abre el tambor y cuenta las balas—. Otro angelito más no hará que caiga el cielo—. Lo miro, desencajado. —Voy a quitarlas para que compruebes que no voy a matarte —promete en cuanto me ve. Luego se arrepiente. —Quedan tres —murmura para disimular—. De pronto gira el tambor, introduce las balas, monta el gatillo y me toca la sien. ¡Está helado! ¡Como una cripta! ¡Como un muerto! —Mira —dice—, mira. Mira. Me ensucié con la sangre de esos cabrones.

Pese a que lo escuché con claridad, no vuelvo el rostro ni digo nada. Temo romper el ínfimo cristal que nos separa, conocer su identidad y perder la vida. Pero no repara en eso, y me obliga a verlo. No voy a hacerte nada, asegura por enésima vez, no tengas miedo. No es justo que vayas tranquilo por la calle, sin meterte con nadie, y de pronto aparezca un hijueputa al que no conoces y te encucuruche un tiro, nomás porque se le pegue la maldita gana. Cuando termina, coloca el revólver entre sus piernas y sonríe. —Vamos, puedes verme —dice—, no vas a chocar por descuidarte un momento. Voy pendiente de lo que ocurre afuera.

Contrario a lo que creo, esa aseveración me tranquiliza y me devuelve la esperanza. Ya no lo veo como a un enemigo. Semeja un desvalido. Un monigote. Un títere urgido de afecto. Por un momento pienso en la tragedia que marcó su niñez y en las circunstancias que lo obligaron a ser un asesino. Porque eso es: un sicario, un profesional. Es muy frío para ser otra cosa; demasiado impersonal. Pienso, incluso, que debo llevarlo donde quiere, y no abandonarlo a su suerte en el lugar que recién convenimos. Luego reacciono. Entraña mucho riesgo. Además, cuando no me necesite, el vínculo que la tensión ha creado entre nosotros se romperá y quedaré a merced de sus instintos. —Vamos —dice otra vez—, vamos. Apúrate. Apúrate, que los tipos de esa moto nos persiguen.

Cuando veo la motocicleta que sortea uno a uno los vehículos que marchan avante, hasta detenerse en el semáforo en rojo, me invade el desaliento. No obstante, en cuanto la cordura se impone, el miedo retrocede. No puede ser. Hace un instante no se veía a nadie tras nosotros que pareciera conocido. Son dos. Pararon junto a la cuneta. Visten capa amarilla para protegerse de la lluvia que cae a intervalos, lentes oscuros y casco negro. Tras la espalda del pasajero hay una alpina, tipo escolar, de cuero legítimo. Aun así, se ven inofensivos. No parecen percatarse de que existimos. Viajan en su propio mundo.

No bien cambia la luz, acelero hasta el fondo, sorteo los vehículos y me interno en la noche. De súbito, cuando más seguro estoy de que el peligro ha disminuido desaparece todo. Incluso la sordina. Sólo queda el rumor de un líquido que cae sobre mi asiento y un ligero murmullo. Es su voz. —No te sorprendas —dice—, no hay por qué. Es por tus padres. No nos pagaste su maldita ejecución, y las deudas incobrables se saldan con la vida—. Intento replicar para decirle que les pagaré; que se queden con todo lo que quieran; que sólo hubo un malentendido; que nunca pensé en engañarlos; pero mi voz muere antes de que siquiera piense. Después se va. Lo único que escucho es la puerta que se cierra... mi vida que ya no podrá ser... y las sirenas de la policía...