Eso de ver llorar a un hombre
Eso de ver llorar a un hombre golpea. Ver a un hombre llorar sigue siendo algo excesivo. Más si la causa del llanto es la de los amores contrariados. Que existen, los amores.
Si los motivos del dolor son los del día a día: asesinatos, violaciones, ruinas, asaltos, catástrofes, ya no se espera del macho que aguante como un verraco. Al revés. Una que otra lagrimita en la cara crispada se le perdona. Hasta le honra.
Pero si es por un despecho, el hombre, si es que le da por llorar, debe hacerlo a escondidas, no a la vista de terceros. Y menos si esos terceros son unos cuantos y encima, personas extrañas.
Vivir como testigo esa experiencia estruja el alma, pone un nudo en la garganta y hace voltear hacia otro lugar. Es mejor pasarle de lado, aunque no siempre se puede. Ni de broma, cuando el que atraviesa el trance es un amigo. Tampoco, si la situación te arrastra como un remolino hacia lo inevitable.
Por entonces transcurrían los años en que los de la oficina aguardábamos, lustro tras lustro, a que los presupuestos para cultura se materializaran, superando todos los escollos: proyectos extraviados en alguna división, firmas ausentes, rostros de incomprensión, sellos sin tintas, órdenes de pago a las que un fantasma les metía el pie antes de llegar a su destino. Toda una contracorriente para las cosas más sencillas de la vida universitaria: un vestuario sin muchas pretensiones para los actores del teatro; un pan con mortadela, un jugo y el autobús de regreso para algunos fiesteros de cruz de mayo; una cama de pensión donde durmieran los coralistas invitados al Festival Internacional; el premio, muy modesto, que reconociera un concurso literario; las faldas baratas para las muchachas de la danza; las películas del ciclo de cine organizado por Edsel Durand, por el más puro amor al arte; agua y café que medio saciaran a algún conferencista útil y solidario; todos esos despropósitos, todas esas insensateces. Sueños de una cuerda de imbéciles, vainas que, por lo visto, nadie necesitaba.
Soñar detrás de los escritorios, vegetar sobre las rutinas densas de los Actos de Grado, o ante la convocatoria de las fuerzas vivas que suponía el aniversario de la institución, hacía creernos medianamente justificados en lo que a trabajo competía.
También, por supuesto, responder ante alguna idea bastante ejecutiva de los de arriba. Por ejemplo, editar un poemario de versos costumbristas firmado por un compañero del partido. Cosa que de vez en vez sucedía y convertía aquello en un jubileo.
Como se puede inferir, éramos los perfectos burócratas.
Una de esas tardes soporíferas en que al calor se sumaba el disgusto de que la lista de trescientos graduandos nos la mandarían apenas una hora antes del Acto Académico —como para hacer todavía más emocionante ese momento— se arrojó llorando sobre mi escritorio, Aarón, miembro destacado del grupo de teatro estudiantil “María Escalona”, alumno de la universidad y muy amigo, hasta ahí yo suponía, de la Jefe del Centro de Procesos Informáticos, cercana mía de cotilleos.
Llorando a moco tendido. Sin reparos ante los cuatro funcionarios que ocupábamos en ese instante los cuatro mesones de fórmica blanca. Veintidós años más o menos que hacían un bien nutrido adn de gitano.
El recinto, inmediatamente, agarró aires de confesionario. Los otros recogieron sus carpetas y se mandaron a mudar; tropezando con las sillas me dejaron a solas con él, de quien yo nada más conocía eso: unos veinte y algo más, alumno del instituto y del teatro.
Enseguida, de hipo en hipo, las manos como dos tordos saltando inquietas de su nariz a la mesa, me puso al tanto. De que él, Aarón, era el novio de la Jefe del Centro, y sabía que ella y yo éramos muy amigas. Y por eso, por eso, y vuelta al llanto de quien lo ha perdido todo en la vida y lo único que quiere es.
¡Con tan poco en este valle de lágrimas!
Llevaba un año, algo más, residenciado en el apartamento de ella, me informó.
La muy asaltacunas se lo tenía, literalmente, muy bien guardado.
Mientras hablaba y hablaba, desconsolado, percibí una vida muy intensa en común. Vacaciones en La Azulita. Frecuentes bajadas a Choroní. Intercambios con artistas, tournées por toda la programación culturosa de Caracas, encuentros en Mérida, Barquisimeto, Maracay, Cumaná.
Es algo, créase.
No se perdieron, por decir, cada uno de los montajes del Festival Internacional de Teatro en las principales salas del país. Ese año fue extraordinario con la participación de agrupaciones de Europa, Chile, Argentina, Brasil. Cada función les significaba, gracias a las relaciones de Aarón con el medio, espectaculares amanecidas celebrando los estrenos junto a las troupes.
Bien por Aarón, venido menesteroso de novias en el pupitre o en el vecindario.
El lamento presente iba por la mujer que se le fugaba de entre sus manos recién adolescentes, que lo abandonaba ante el mundo, dejándole, eso sí, una buena herencia de madurez sexual, en estos momentos inapreciada. Con ella había descubierto, sin lugar a dudas, el placer inimaginado de los inicios, la vorágine sin fin de un arrebato a dos, el más voluptuoso de los sosiegos.
¿Pero qué sabe él del Tao?
Y ni que supiera.
Ella. O morir.
Comenzaba yo a entender el cambio de look que en mi amiga se había operado y que sorprendió a más de un colega. De un tiempo para acá parecía una bohemia: batas hindúes, sartas de brazaletes, sandalias de cuero, habían sustituido sus elegantes blusas de lino, sus tacones clásicos, su peluquería, su perfil marcado de ejecutiva, toda una desarmonía sumada a un laisser passer nublado de inciensos.
Ella era postgraduada, jefe de un departamento de la institución y por encima de todo le daba crucial importancia a su currículum y a su imagen. Pero, por lo visto, ahora cumplía a plenitud la sentencia con la que un tiempo atrás me confesó que orientaría su vida sexo afectiva:
—He dado un vuelco de 180 grados en mis relaciones: nada de compromisos. Ya nada me frenará para gozar un hombre.
Cuarenta y dos años; unas cuantas separaciones.
Muy bien por ella: cualquier abuelita le daría solemne aprobación, enérgico espaldarazo. Cualquier jovencita de esta época sonreiría irónica, ya de vuelta.
El gran problema ahora era este duelo de manos heladas, ojos enrojecidos y oscuros cabellos desgreñados que yo tenía sobre mi escritorio. Y sin atisbos de reacción.
Le prometí que mediaría.
En el receso la encontré en el cafetín. Estaba radiante.
Vestía un blazer en crudo, fase intermedia entre las túnicas de algodón y el retorno al buen vestir. Medias de seda, bien maquillada. Los cabellos volvían a su lugar en aquel cráneo acostumbrado a las manos diestras del peluquero. Aliviadas, las uñas se reencontraban con el acrílico y la paleta. Sobre la mesita, su pitillera de siempre, incrustada por swarovski.
Supe que el muchacho podía irse despidiendo.
A ella el momento ya le había pasado. Y así me lo hizo saber cuando, cautelosa, le expuse la encomienda:
—Lo que sucede es que él no se lo esperaba. ¿Has de creer que ya estaba haciendo planes con nosotros? ¡Ja ja ja! Se estaba poniendo demasiado intenso. Por eso decidí cortar. Empecé a desconectarme. Es parte de mi técnica, ¿sabes? Me doy mi tiempo. No quería enfrentarlo estando yo, de alguna manera, todavía enganchada. Esta mañana se lo dije. Que ya. Que esto no puede ser. Tuve que asumir un papelito, para no parecerle tan cruel: yo, un obstáculo en tu camino, mi edad. Sí. Debe haberse derrumbado. Pero ya se le pasará. A todos se nos pasa ¿Motivos? No, ninguno. ¡Me cansé de esa vida! De tantos hippies, tanto repertorio... ¡Es que no es lo mío! Definitivamente no es lo mío. Aunque el carajito no estaba nada mal, ¡ja ja! Na-da mal.
Amor breve
Un timbrazo del teléfono a las dos de la madrugada es como un puñal que atraviesa cualquier somnífero. Por más que el alcohol arrasara con todo y te arrojara a ciegas en la cama sin deshacer. Por más que. Tu brazo, ajeno, sigue obedientemente alguna orden remota y se arrastra por cuenta propia hasta el auricular, provocando un deslave de vasos con posos añejos y cajas de Tafil. Logras al fin jinetear un aló pastoso y expirante. Una voz en la otra punta del cable es motivo para que tus párpados forcejeen: voz de hombre. Con dificultad te danzan algunas sombras. Voz de hombre. ¿O lo sueñas? El codo te ayuda a alzarte un poco y a recomponerte: a recomponer un aló.
—Disculpe la hora, pero es que estoy llegando a Maiquetía y me urge hablar con el sargento Caicedo.
Las palabras que rodaron por el bar se te agolpan en la mente oscurecida, pugnan por salirte bien sonoras y agresivas, atropellándose unas con otras, en medio de un reflujo de tequeños, papas fritas, ginebra, y mucha cerveza. Algo allá, en lo oscuro, algo que patina por tus tímpanos, que ronda por las circunvoluciones de tu cerebro, frena esos impulsos tan poco civilizados, ante ese desconocido que,en este instante, preciso, precioso, acude a ti.
—No. Creo que está equivocado, ¿sabe? Aquí no vive ese señor.
—Perdone la insistencia pero este fue el número que me dieron.
—Pues no.
—Perdón, ¿no es el 362874?
—Sí, pero no es.
—¡Qué broma, señorita! La desperté.
—No se preocupe. Me vuelvo a dormir —mintió.
—¡Menos mal! Porque el insomnio es muy desagradable y no quiero ser el causante de.
—No se preocupe. Esté usted tranquilo.
—Si me permite. Ese número es de Los Teques, ¿no?
—Sí. Así es.
—¡Claro! Y yo debo comunicarme con Maracay, ¡qué torpe! Debí marcar el código de Aragua. No la molesto más. Perdone.
—No se preocupe.
—Muchas gracias, señorita. ¡Ni siquiera sé su nombre!
—Mariateresa. Pegado.
—¿Cómo?
—El nombre. Mi nombre: María y Teresa. Pegado.
—Ah ¡Bien bonito! Bueno, señorita, o señora Mariateresa. Tenga usted muy buenas noches. Ha sido muy amable. Muchísimas gracias.
—Hasta luego, ¿señor?
—Andrés. Andrés Belisario. Adscrito al Servicio de Informática de la Universidad Central de Venezuela. Allí estoy a la orden.
—Ah! Encantada, señor Andrés. Y que pueda comunicarse.
—Gracias, Mariateresa.
¿Quién colgó primero, después de ese gracias, Mariateresa que salió así, sin señora ni señorita, un poco íntimo en medio de la noche oscura?
Si fuiste tú, no sabrías decirlo. Ya no sería por culpa del sueño, ni de la resaca, que no recuerdas, sino del susto por tornarse esa despedida tan larga, y no poder mantenerte más tiempo sin que se te enredara el habla. Encima, el Mariateresa. Como que mucho para el tono decente y formal con el que se había desarrollado la intempestiva cosa. Se supone que ya estaban al final de una llamada, que no daba para más, entre dos perfectos desconocidos, que nada sabían el uno del otro. Perfectos desconocidos.
Todos los humos de la noche se te desvanecieron.
Hermosa voz. Muy viril. Masculina.
El bombillo de espiral en la lámpara del techo.
Y, ¿qué tal si el tipo se engancha de mi voz, que todos me lo dicen, suena tan femenina y cálida? Qué, si vuelve a llamarme y me dice algo así como “pensarás que estoy medio loco, pero tu voz en esta noche tan terrible, yo llegando al país después de tanto tiempo afuera, trabajando tan duro —seguramente de comisión por China o en cosas de petróleo por Bielorrusia, asesor de Presidencia, Ministerio, Viceministerio. Venimos de firmar cincuenta nuevos convenios en asuntos energéticos, puntualísimos, para que arranque el país —Embajador en Mali, Australia, Japón—, ¡imagina el tren de trabajo, cuánto agotamiento!, y nadie que me reciba. Las personas que llamo no me responden, y mira, tú, una desconocida, tan atenta, que. Mariateresa, ¿podríamos hablar un poco? Sólo eso. Eso me bastaría”. Romántico, ¿no?
Claro. Ante algo así, inesperado desde todo punto de vista, no le voy a salir con un chorro de babas a contarle de mis trasnochos y depresiones. Nada que ver. Le tengo que escuchar, muy paciente y fina. Ojo: escuchar. Tampoco voy a perder la compostura de buenas a primeras. Es sólo una posibilidad que la cosa pase así como se me está ocurriendo. Pero, ¡bueno! ¡a ver! ¿por qué no? ¿Es que acaso la lotería no se la saca nadie nunca? ¿Y por qué yo no? ¡Tampoco tanta racionalidad, tanto materialismo, Dios mío! ¿No se dice que hay que soñar, aunque sea un poco? Lo recomiendan todos los libros de autoayuda, desde Connie hasta el calvito trasnacional. Astrólogos, sicólogos, yerbateros, santeros y demás gente con poderes te mandan a nutrir los sueños. A luchar por ellos. Lo espiritual por encima de todo. Es lo único que salva a la humanidad. Hasta los gobernantes, todo el tiempo metidos en el trajín de la economía, los pobrecitos, lo dicen: la causa de toda la crisis es espiritual, por la pérdida de los valores, por la ausencia de la ética. Y tienen toda la razón. Es la más pura verdad. ¡Hay que dejar de lado tanto egoísmo! ¡Dejar de ver todo por el huequito del mercantilismo! ¡Más espiritualidad, caramba!
Y se gastó la noche.
A la mañana la cabeza te dolía como un cuerpo ejercitado sin calentamiento previo.
Almorzaste con las amigas, y extrañamente, no quisiste ni mencionar tu fantasía nocturna. Y hasta te burlabas para tus adentros, cuando aún se asomaba alguna hebra de tus ideas de la madrugada.
A la noche, ya el asunto lo sentías lejano y extraño, como cuando, literalmente, se tira un sueño.
Transcurrieron dos semanas y el último domingo, a una hora prudente, no después de la medianoche, sino de la cena, más o menos, sonó el teléfono.
—Diga.
Al punto reconociste la voz de Andrés:
—¡Buenas noches! ¿Se encuentra la señorita Mariateresa?
—Ella habla, ¿quién es?
Contrólate.
—Andrés, Andrés Belisario, el que la molestó con una llamada equivocada.
El corazón te latió con toda la anormalidad que el caso exigía, y te subió como una risita nerviosa que, por suerte, estás segura, no pasó al otro lado del cable.
—¡Ah! ¿Logró comunicarse?
¿De qué trastienda me sale ese cachivache de ecuanimidad?
—¡Eh! Sí. Todo se arregló. De hecho, me habían ido a buscar, pero equivocaron la línea aérea. Al final me rescataron, je je. Usted sabe, subir por la noche del aeropuerto, ¡si a cualquier hora es peligroso!
—Muy cierto. Yo tengo una amiga que llegó a Caracas sin equipaje y sin los euritos.
¡Qué soltura la tuya!
—¿Venía sola?
—Sí. Se había ido a trabajar a España. Primero como limpiadora en una empresa europea de telecomunicaciones. Ahí, por pura casualidad, conoció a la mujer del dueño. Se cruzó con ella en plena faena, y por cosas del mismo trabajo, hablaron y quiso llevársela como una especie de ama de llaves para su casa, podridos en real, y así pudo reunir un capitalito para montar aquí un negocio, y ya ve.
—¡Qué mala suerte!
—Había logrado demasiado, y muy rápido.
—¿Y por qué no regresa y se trabaja otro rato?
—Sí. Esa fue una idea que le dimos, considerando que ya conocía a esa gente, millonarios de los más principales. Ni querían que se viniera. Hasta le ofrecieron un piso propio para ella y su hijo que vive allá. Claro que eso, como ella dice, era comprarla. Mucama de por vida.
—Sí, un compromiso.
—Nosotros, los amigos de aquí, la mayoría queriendo largarnos, no la entendíamos. Hasta que nos contó algunos detalles. No todo era color de rosa con aquella gente. Por vacaciones fletaban un yate, o era propio, no sé, y se iban de crucero por el Mediterráneo, de isla en isla. Ella aguantó parte de uno de esos viajes. Parece ser que todos tenían que ser muy complacientes con cualquier capricho de los invitados, y así se lo hicieron saber los patrones. Que no podía negarse a nada con las amistades de ellos, gente muy famosa, de Europa y Estados Unidos. Tanto así que ni a nosotros, y estando a miles de kilómetros, quiso soltarnos los nombres. La cosa era cruda. Coca, sexo extremo, todo lo que puede salir en una orgía de esas. Y todo debía quedar allí, sin traspasar la borda. Terminó bajándose en el primer puerto que atracaron, sin documentación, porque al personal se la quitaban durante las semanas que duraba el derrape.
—El Norte es una quimera.
—¡Que si no! En el puerto la detuvieron junto a otros inmigrantes. A todos les mandaron a desnudar y les revisaron, allí mismo, ante los demás. Cinco días en una habitación minúscula y sin ventanas y sin derecho a hacer ni una llamada. Nadie hablaba español. Bueno. Eso les hicieron creer las autoridades, que no les entendían. Luego descubrió que los guardias, todos sabían no sólo español, también francés e inglés, al menos.
—Y nos volvemos tan embusteros.
—Así es —estoy hablando demasiado para el tiempo que lo conozco, ¿qué le van a interesar mis chismes? Controla de una vez tu verborrea compulsiva, o nunca sabrás por qué diablos volvió a equivocarse con tu número.
Y para facilitarle-se un poco las cosas:
—¿Y qué, estás en Maiquetía de nuevo?
—¡No, no! ¡Ja ja! Es que, mira, Mariateresa. Es verdad que ni nos conocemos, pero me tomé la libertad de llamarte, porque me pidieron un proyecto para un infocentro en Los Teques y, como vives allá, necesito consultarte algo, si no es un abuso.
—De ninguna manera. ¿Qué será?
—Un local. Consultar algunas inmobiliarias de la localidad para ver qué me ofrecen, el mejor punto, el papeleo. Por la red es muy despersonalizado. Necesito contactar directamente. Pensé que podías ayudarme. Tengo una amiga en Los Teques, me dije. ¿Tú en qué trabajas?
Y te encontraste echando el cuento de lo mucho que te gusta tu profesión, coordinadora de centros preescolares del Estado, y oyendo de los años que hacía cuando dejaba a su hijo a las puertas del colegio. Que ya creció. Que la universidad. Buen padre. Conclusión.
—Te puedo averiguar.
—Bueno, amiga, ¡fantástico! Ya con eso yo me ocupo del resto. No te preocupes que no abusaré de tu confianza, ¿te he generado algún inconveniente, no sé, familiar, o algo?
—No. Ninguno.
Esto fue como darle toda tu ficha catastral. Para efectos de la tradición, sin marido ni perro que te ladren.
—Ah! Entonces, ¿no te molesta que vuelva a marcar tu número?
¿Y por qué habría de molestarme? El tipo parece bien educado.
—Si puedo serte útil. Puedes volver a marcar.
—Perfecto. Te estoy llamando entre jueves y viernes, ¿te parece?
—Sí. Está bien. Así me das tiempo para averiguarte. Espero tu llamada.
Y chao, y que estés bien, igual, gracias, y no hay de qué.
Personas educadas.
La semana se te embarullaba a ratos. Precisamente cuando recordabas la inminencia de la llamada. Los días se te lentificaban, o te pasaban las horas demasiado rápido. Dependía todo de si te daba a soñar, o parabas en seco tus fantasías. En medio de todo, tratabas también de abrirle una carpeta con sus datos a Andrés: joven, aunque solo sea de espíritu, porque dicen que la voz no envejece, pero siempre se trasluce el tono de cansancio o el desencanto que de la vida arrastran las personas maduras; al otro lado, escuchabas lo contrario: todo optimismo.
Los valores, los valores. Este es el dato que más deseo sustentar. Lo más importante. Me lo prometí con el próximo, y este es el próximo. Ya tuve bastante de lo que no quiero más. De los hombres que lucen el físico, o los reales, de los que ostentan poder en empresas y cargos públicos, socios de, alcalditos, dueños, directores, diputados, gobernadores, concejales, jefes de algo. De los que dan discursos y declaraciones, hacen diagnósticos, autorizan partidas presupuestarias, ejecutan proyectos, firman contratos, cobran comisiones, convocan reuniones de asesores o asambleas de empleados, se retratan, aplazan alumnos, reducen nóminas, mismo Club, mismo tema de conversación, mismo güisky. En fin, creo que ya sé algo de los que en algún momento creen tener el mundo en sus manos. Esta vez, así fuera por vía telefónica, antes que la pasión te desbordara, debías intuir cuán espiritual podía ser una persona.
Ya tengo algunas pistas. Algo me dicen sus comentarios, el timbre de su voz. Sería cosa del evolucionar, como dicen las viejas. Y, sí, de mi intuición.
Te empeñaste en responder bien a su encargo. Sacaste tiempo para entrevistarte con la gente de las tres administradoras de la ciudad y le tuviste disponibles algunas oportunidades. Un local de la Estación Alí Primera del metro. Lobby político de por medio, claro, a ti no te falta algún contacto. Otro más costoso en La Cascada, comercial, con estatus. Más acá, hacia la avenida Bermúdez, uno bien instalado y circulado, aunque con un entorno no muy chic. También le tenías los números telefónicos de varios agentes. Habría que ver cuáles eran las expectativas de Andrés. Eso no lo sabrías hasta que volviera a comunicarse. Y ya te veías arrastrando lejos el diálogo de la próxima llamada, conociéndose más allá del bien y del mal, construyendo años de vida en común. Calma. O de pronto te entraba el desencanto. El tipo debe tener una vida hecha. Esto para él no es sino una gestión en su día a día. Amable, correcto, pero sólo un número más que transita por caminos inalámbricos, y que en cualquier momento vuelve a su éter, desde donde no tenía que haber venido a importunarte esa noche. Resaca interruptus.
El jueves no llamó, y te arrepentiste de no haberte quedado afuera. En la inacabable asamblea del condominio, que recién se iniciaba cuando llegaste al edificio. El viernes pensaste seriamente en no dormir en casa. Todos se citaron en La Avellana Loca para bailar. No aguantaste la incertidumbre y la desazón, y te largaste sobre las diez y algo.
Con el último giro de la cerradura comenzó a sonar el timbre del teléfono y corriste a atender. Y fue todo tan simple que.
No debí aceptar conocernos tan pronto, ¡qué idiota! No era así como yo, qué vaina. Me echó tierra en los, pero tampoco es que lo dicho no me convenciera. Si es que. Resultó que tiene un hijo pero nunca se ha casado. Algo raro, eso sí es. Pero tomando en cuenta lo exigente, tradicional el Andrés, de comida casera servida en la mesa, y hacer las hallacas por navidad, de no salir a rumbear y divertirse en casa, de la familia es lo primero y su mujer que lo debe representar y él hacerla respetar y todo eso, tan escaso hoy día. ¿Y tú qué opinas de?, ¿de qué qué?, le respondí haciéndome, es que no es lo de hoy día. Sin embargo, es así, me dijo, como yo creo que funciona una familia. De lo otro ya se ve cómo resulta, y vuelta con el ¿no te parece? Y de pronto todo me pareció claro como el agua (limpia, claro). Nadie te viene con las ideas tan, un poco de antes, muy leído, más allá de la vaca y el queso y el ratón que se lo come, que en mi pequeño estante se encuentran. Modernidad, pos, y moho, y ya, ¿y qué ves? Bueno, medio intenté yo, imaginándome rutinas... y él, que adicciones: al trabajo, a la caña, al psiquiatra, a la coca, a terceros, a cuartos y quintos, menos a los pobres chamos, que en todas las casas. Molestan, pensé. Y pensé, ya es hora, Marite, ya tú de rodar, seguir en ¡qué va! en fin, y los años pasan, y ya es hora, y me vi, domingo en la mañana, desayunos en la cama, almuerzos con los suegros, un concierto, una buena peli, un hijo, y dije, parece de los que no te dejan sola con las bolsas del mercado, ¿por qué no? En La Cascada, el domingo. Sí. A las cuatro en la feria.
La blusa sencillita, de correa blanca. Mi anillo de gotas. El jean que compré en el Tolón. Un maxibolso que me da mucha seguridad. En él meto cualquier cosa que necesite, pequeña o grande. Prometido: último giro ante el espejo. El cabello... es que no cambio a mi Piero por ningún otro. Maquillada lo más natural. No, no voy muy llamativa. En jean, pero sin dejar el toque elegante en casa. Con un tipo así, una no sabe. Nada de zapatillitas. Culto y viajado. Déjate de improvisaciones. Mis tacones gamuzados. Los Aldo.
El Carolina Herrera, lo sabía, no la abandonaría en toda la velada.
Mesa al fondo, justo donde funcionaba la Casa de Cambio. Luego subimos, dijo Andrés, reservé en. Me reconocerás porque sobre la mesa te voy a colocar algo que sé no te gusta: bombones. Como en las viejas películas. Dijimos. Y reímos en medio de un susto feliz.
No se le acercó por el corredor como habían acordado. Estacionó arriba y prefirió bajar las escaleras para sorprenderlo. Desde allí, alcanzó a ver el reflejo de la mesita con tope de granito oscuro, en la que marcaban relieve una inconfundible caja de bombones Kakao, en su original envoltorio, más dos enormes rosas, una roja, otra amarilla. Y la silueta de Andrés en la vidriera. Del hombre que la supo seducir con su voz profunda y su inteligencia clara. De Andrés, cuya corta, demasiado corta estatura, sólo alcanza hasta el sitio donde se encuentra la delicada caja de chocolates que por ella espera. De Andrés, que arreglado como pa’ir de boda, pajecillo con el mentón en alto, entre la riada de aquel cortejo que casi lo arrastra, mira emocionado hacia el lugar donde supone, se encontrará con ella. Del pobre Andrés que, si acaso, le llegará a la cintura.
Al encender, precipitada, el motor de su Aveo, lanzó en el asiento de atrás el par de tacones que llevaba en las manos.
Ni se le ocurrió meterlo en el bolso.
De que vuelan, vuelan
Esta es otra historia de brujas.
Ellas eran dos, y vivían cada una en un apartamento del piso 12. Edificio Mamón. Lomas de Santa Fe. Solas. No tenían hijos, ni marido, ni perro. Ni siquiera un gato.
Una, la del 12-2, pelito a lo garcon, decolorado, toda huesudita, toda nerviosa. Mirada punzante de esas que anuncian pelea. Y la voz acorde.
La otra parecía una jugadora de tenis, pero no como las de ahora, entrenadas para también lucir hermosas, sino descinturada, lomúa, la cara jalá, los pies para afuera, sin nalgas, los pelos lisos, sin ningún corte o moñito. Todo eso embutido en un demasiado 1,80.
Alguna de las dos siempre figuraba en las gestiones de las juntas de condominio del edificio, no por aclamación popular, sino porque más nadie se anotaba. Y las dos, en combo, se dedicaban cada año a hostigar a la empleada de turno de la conserjería.
Llegaba la nueva obrera como comienzan todas las conserjes, trabajadoras residenciales: cara de susto, dos o tres muchachitos, y por suerte, un hombre que le arrima los cuatro cachivaches.
Entonces alguna de las brujas, como las nombraban por lo malvadas, bajaba sonriente, a darle la bienvenida, a husmear en los coroticos, a meterle el ojo a la familia, y a ponerla en antecedentes, quedando como buena amiga.
A los días, cuando ya la mujer se atrevía a levantar la vista del coleto y se le escuchaban los buenos días, las brujas comenzaban a dosificarle su simpatía a lo gato y ratón: tú sabes que yo, antes que todo, soy tu amiga, pero la gente reclama. Mira que aquí no-es-tá-per-mi-ti-do... que ayudes a subir las bolsas del mercado a los vecinos, o que no se las ayudes a subir. Todo depende. Tampoco, que le abras la puerta al que olvidó la llave, o te niegues a abrirle la puerta; que veas telenovelas cuando no tienes nada pendiente; que pidas más de una tarde de permiso al mes, te vayas en carnavales, reclames los aguinaldos o te pongan suplente en vacaciones; de ninguna manera no atender a quien te llame un domingo por la mañana; por nada del mundo, que tus niños jueguen con los hijos de los propietarios. ¿Tener una mascota? Ni se te ocurra. Y ni pienses en hacer costura como negocio en tu tiempo libre, o vender Avón. Nada de molestarte si abrimos tu puerta cuando tú no estás. Nada de estar hablando con esta o aquella vecina, con las mujeres del servicio o las conserjes de los otros edificios; menos que te visiten; y menos que menos, algún hombre, ni siquiera por domingos. ¿Pelear con tu marido? (si tenía marido), se escucha en los primeros pisos. Por cierto, es costumbre que él colabore cebando la bomba a la hora que ésta se apague; y, ok, no es el conserje, pero ¿cómo se va a negar a cambiar los bombillos de los pasillos o a reparar alguna pequeña avería? Además, nada le cuesta sacar la carretilla con las bolsas de la basura antes de irse para su trabajo, y por las tardes traerte a los niños de la escuela para que no tengas que estar saliendo.
Por la salud del condominio, ambas urracas se turnaban para vigilar que todo esto se cumpliera al pie de la letra.
A la pobre mujer muy pronto se le empezaban a ver la sonrisa avinagrada y, por las mañanas, los ojos hinchones.
Y su hombre a desaparecer.
En cinco años doce mujeres llegaron y se fueron, con sus petates y sus historias duras que creyeron al fin resolver, llegando al piso más bajo de un edificio de burgueses muy pequeños.
Lo imprevisible para ellas era encontrarse con esas.
Sin embargo, brujas de menores y de mayores calibres hay en todas partes. Y de que vuelan, de verdad vuelan.
Entre las mujeres, de las tantas, hubo una negra retinta, afrodescendiente. Sola, sin marido ni can que me ladre, como decía descoyuntándose de la risa. Tenía una niñita, réplica fiel de ella, con sus crinejitas pegadas al cráneo y tan alegre como la madre.
Sabido es que África, en el mundo de las yerbas y maleficios, es punto y aparte. África no es comprar una pobre gallina al portugués de una tienda avícola, cortarle el pescuezo, repetir al caletre el nombre de un santo, y ganarse, o pagar unos reales.
Sabido es, también, que en el fondo de la mirada de cualquier negro orgulloso palpita África. Al menos esto fue lo percibido por los que escucharon decir a Nairim cuando se volvía a Chuao, derrotada y arrastrando con su negrita, que les echaría una buena vaina.
A poco, una de las brujas se hizo adicta al juego y perdió hasta el apartamento. Esto, por supuesto, alborotó a la opinión pública, pero no sorprendió a nadie. Es el destino normal de cualquier vieja sola que no se busca un buen motivo para vivir. Achacarle esta ruina a las malas artes es querer buscarle las cinco patas al gato.
Otra cosa muy distinta fue lo ocurrido a la tenista, la más implacable y artera de la dupla. Esto mantuvo en vilo a todos hasta el final.
De pronto, comenzó a adelgazar y a encogerse. Cada semana que pasaba se le notaba más; como que los vestidos más bolsones y la cara filuíta y desteñida.
En pocos meses redujo su estatura hasta medidas impensables para el que la había conocido. Cambiaba de tallas, literalmente, como cambiar de camisas. Del 1,80 desde donde atemorizaba a cualquiera, se fue convirtiendo en una migaja, tan bajita como una niña de preescolar.
El día que la sacaron al hospital, más pequeña todavía, vestida con un overol rosa y dando pasitos apurados de la mano de una enfermera, conmocionó al vecindario.