Letras
El fuego y la rosa

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Y el fuego y la rosa sean uno.
Eliot

1

Otoño vuelve, y se posa,
                                  como una hoja amarilla
                                              a mitad de esta página puntual.
Sobre esta página descansan viento y tiempo exactos
y unos ojos que esto leen y escriben.
Otoño crece juntando palabras a través de mis huesos,
regando polen en las orillas de los caminos y el borde de las guitarras,
es la estación del silencio y esparce lluvia
como susurros, ardiendo, girando, cayendo,
inapelable como la palabra del moribundo.

Empujados por el amor, un amor sobresaliente y numeroso,
se acercan hasta las profundidades de sus pétalos,
blancos como destellos y esplendorosos como incendios,
para besarse, tocarse, introducirse uno dentro del otro.

Nada viene de lejos, nada es irrepetible,
cada sueño se profana en el fondo del corazón,
nada es transparente si hay fuego, si hay tierra ardiendo,
si hay manos abiertas. Recuerdos. Conciencia y memoria.
Quietud y dudas, escalofrío y entendimiento.
Oro y sombras envuelven sutilmente las afinidades del amor,
las heridas sin de uno y otro,
el olvido alcanza a los amantes como frágiles relámpagos
y luego todo se diluye, como todo lo que viene,
en un suspiro de polvo y sueño.

Apenas una voz a la vez,
                                  a veces unas voces,
sólo vasos llenos de besos interrumpen las sílabas,
así es el preámbulo, la invención de la aventura.
Hay también silencio en el acercamiento.
Hay silencio súbito sobre las palabras, silencio sobre las voces,
y hay distancias entre los avisos y las miradas.

Siglos pasan antes de que la flor abra sus ojos y sus pétalos,
antes de que el fuego se acerque a sus ojos ausentes.

Flor asombrada por la tiniebla o el ardiente día,
flor de calor y perfume, néctar y luz,
magia y fantasía,
                      flor de la palabra y el aullido.

 

2

Es viernes
y el otoño ha quedado suspendido entre un cielo
celeste y un horizonte impreciso; es un día espléndido
y será otro cuando leas, por fin,
este poema a punto de estallar,
y será otro día, otro tiempo,
y tu alma ha de extrañar lamentos y sonrisas, canciones y flores,
y será otro día y el mismo.

El tiempo no cuenta,
sin embargo,
desaparece, hacia el encuentro de su propia hora.
Reloj para el tiempo, para que importe y lleve
a uno y a otro de aquí y de allá, para que se sepa
que hay un principio y un final en el mismo lugar en punto.

Ha pasado el tiempo, todo retorna, como en un círculo, para
volver a empezar bajo otra mirada y una mano encallecida,
y habremos de asomarnos al mar, donde todo florece.
Un profundo sueño anuncia la nueva estación,
el fuego,
la rosa,
y esta cabeza de invierno con ojos de mármol que todo lo sabe.

El amanecer es una nueva forma de volver.
Las heridas se abren en la piel y la sonrisa es otra herida profunda
que nadie entiende y que contagia.
Veo brillar en la otra orilla una fogata donde se consumen, sin yo saberlo,
el fuego y la rosa.
Arriba, vuelve como una mirada inapelable,
el otoño,
          santo y sabio otoño, cubierto de hojas y flores y viento.

 

3

No volveré mis ojos grises al jardín ardiente,
no hablaré de la niebla,
                                  ni del mar que aguarda,
no arrancaré flores,
                      ni visitaré a las tristes muchachas a quien nadie invita a bailar,
no abordaré este tranvía retrasado que divide la vieja ciudad en dos viejas ciudades.
Un temblor de tierra vendrá de improviso a ordenar el caos.

Tengo un pasado maravilloso
pero nadie sabrá cuánto hice para que florezca mi cuerpo,
cómo pulsé un arpa de siete colores como un desquiciado, cuánto caminé por
los pedregosos caminos de mi inagotable país, y de qué manera
esperé en las esquinas el retorno del otoño. Y sigo moviendo pies y manos y ojos
para cuidar de la rosa sus pétalos delicados y del fuego su
corazón enloquecido, del mar su sabor a vejez
y del cielo los ojos de la mujer que me acompaña.

 

4

Entonces el otoño,
                                  fresco y leal otoño,
abrió sus antiguos brazos azules haciendo crujir el silencio,
un aroma a hojas secas infló mis pulmones
hasta hacerlos reventar,
                                  kantutas alegres quedaron regadas en el piso
                                  y ella tocaba al piano un vals triste.

(Dondequiera que veía, dondequiera que viera,
mucho tiempo después, o mucho antes de que se inventaran las estaciones
y las vueltas que daba el tiempo, esa melodía me habría de perseguir con una obsesión,
un placer, una mirada cercana a la demencia,
como cuando el mar vuelve para mojarnos los pies y envolvernos con su furia y
nosotros lo esperamos y escapamos antes de que nos alcance.)

No había principio ni fin,
todavía brillaba aquella luz del amanecer/atardecer,
nadie podía borrar este paisaje,
la mirada se confundía con la escarcha de la rosa, y el fuego
con el rostro de sol.

Todo/nada
estaba dicho, la voz y los gritos,
el fuego y la rosa,
el leve aliento que nos invadía
cuando tus manos se abrían como árboles o como mentiras,
o todas estas hojas memoriosas que caben en una lágrima.