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La literatura en el cine
Presencias evanescentes: Antonioni y Cortázar en Blowup

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Fotograma de “Blowup”, de Michelangelo Antonioni, basada en el cuento “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar

Sin duda, el cine italiano fue uno de los más influyentes en la cultura del siglo XX, sobre todo aquel que surgió en la década de los años 60, como parte de la eclosión que para el mundo significó ésta en el movimiento de la sociedad, que le mereció la denominación de década prodigiosa. Así como el cine de la nouvelle vague francesa, el del español Luis Buñuel y de los italianos Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci y Lina Wertmüller, representaron, entre otros, altas cifras del séptimo arte justamente porque rompieron con los convencionalismos del cine comercial y la comedia superficiales.

Por supuesto, este influjo se desplegó en décadas posteriores. En los años 70 y a comienzos de los 80 este cine transgresor se mantenía con suficiente ímpetu. Se trataba de un cine de autor que absorbía los mejores ecos de la literatura y el arte de su tiempo, y los refundía en propuestas novedosas y atrevidas.

El cine de Michelangelo Antonioni se distinguió ante todo por ello: por ser atrevido, movido por una estética de la investigación interior del individuo y la relación de éste con su entorno y su tiempo, a través de una mirada que pudiéramos tildar de implacable. Antonioni filmó una serie de películas que pueden considerarse pivotes del cine europeo, llegando a influir en directores y escritores de todo el mundo.

Desde muy temprano, Antonioni se destacó por imprimir a sus guiones y concepción fílmica un lenguaje propio, un dinamismo que indagaba simultáneamente en la psique humana y sus conflictos, con incidencias determinantes en la interrelación social, a menudo haciendo una crítica corrosiva de lo establecido, sobre todo de las convenciones sociales de las clases altas: el tedio, la decadencia y el desgaste de las relaciones de pareja, entre otros motivos.

Voy a referirme a una de estas películas, Blowup. Deseo de una mañana de verano (1966), film que vi hace más de cuarenta años y ahora me parece de una sorprendente actualidad, de una vigencia estética notable. Antonioni dirige indistintamente actores italianos, franceses, ingleses o norteamericanos; los ubica en distintas ciudades y usa una gama de recursos técnicos considerable en la conformación de una gramática narrativa compleja, de inspiración indudablemente literaria, la cual emplea siempre un punto de vista fílmico en permanente renovación.

No exagero si afirmo que Blowup es una película que aporta lecturas, significaciones y claves para acercarse al mundo contemporáneo, siendo como es una obra trabajada desde una óptica polisémica, donde los significantes se convierten en mensajes complejos, poblados de ramificaciones estéticas que rozan los campos de lo ético, lo cultural y lo social simultáneamente.

El preámbulo a esta historia nos presenta a un jeep cargado de juerguistas, de personajes que celebran por las calles una fiesta delirante, algunos de ellos disfrazados de payasos o mimos; van por calles de Londres gesticulando y gritando, usando sombreros, atuendos y maquillajes, pasan frente a un edificio moderno y luego se detienen en una esquina justo donde un grupo de obreros sale de una fábrica; entre ellos viene Thomas (interpretado por David Hemmings), el fotógrafo, camuflado, quien luego se arrima a una pared con un bulto en la mano (donde lleva oculta su cámara), luego corre hacia su auto, donde los juerguistas lo abordan para pedirle dinero. Se entiende, después, que Thomas se ha infiltrado dentro de la fábrica con el objeto de hacer fotografías. Conduce su auto hasta un estudio fotográfico, donde entrega los rollos de fotos para ser revelados.

Thomas (este nombre nunca es pronunciado en la cinta; apenas fue aclarado y proporcionado por Antonioni verbalmente en sucesivas entrevistas), es alguien que prefiere identificarse por su contraseña: Azul 439, perteneciente a un londinense que ha alcanzado fama y el reconocimiento público, un fotógrafo de modas que se mueve en un mundo sofisticado de modelos, iconos sexuales y comerciales. Está todo el día en medio de bellas jóvenes y es asediado por éstas, huye de las entrevistas y llega a su estudio ocultándose. Va del estudio a su casa a pie; allí convive con un pintor, Bill, a quien ruega le venda o regale un cuadro de los suyos (ignorando por completo las observaciones que el propio artista hace de ellos), y una chica, Patricia (interpretada por Sarah Miles), con quien desea mantener una relación oculta. En verdad, Thomas se encuentra aburrido de este mundo, y pronto va a descubrir algo que le acerca al terreno de lo sorprendente.

Afiche de “Blowup”, de Michelangelo Antonioni, basada en el cuento “Las babas del diablo”, de Julio CortázarPara que la introducción a ese mundo sea también sorprendente, deben tener lugar una serie de pistas, dudas, escarceos, acercamientos fragmentarios que hablan mucho de la condición del arte actual y de los mecanismos que la industria cultural, la moda, la fotografía —y por ende el mismo cine—, mantienen con el entorno (no se podría llamar propiamente una “sociedad”). Lo primero que hace Thomas al llegar a su estudio, luego de impartir indicaciones a su personal, es prepararse a fotografiar a una hermosa modelo, la famosa Verushka, en una sesión que constituye, acaso, la escena más lograda de este tipo en la historia del cine (escena que a su vez es captada por Carlo Di Palma, director de fotografía de la película), hasta conseguir una suerte de éxtasis sexual, por lo que éste contiene y transmite, en su crescendo deseoso, entre fotógrafo y modelo. Luego de la sesión, después de la cual ambos quedan exhaustos, el fotógrafo hace una llamada telefónica para darse cita con su socio Ron.

La primera característica del temperamento de Thomas es su velocidad, la vertiginosidad de sus actos y lo cambiante de una conducta que le permite ir de un lado a otro y experimentar el mundo como un escenario provisional, donde todo acaece de modo fragmentario y simultáneo, como un collage de imágenes y experiencias superpuestas, aparentemente sin ninguna conexión entre ellas. Esto hace que se perciba en Thomas a un auténtico voyerista, una personalidad que desea captar con su cámara algo más que las imágenes prefabricadas de la moda, del estudio comercial donde parece sentirse incómodo ya. En efecto, es asediado por un par de chicas jóvenes aspirantes a modelos, que él ignora hasta donde puede.

Hay una imagen en la que Thomas sale de su estudio de ventanales de cristal ahumado a un espacio blanco donde lo esperan las modelos, que pudiera funcionar como una metáfora de la cámara oscura (donde queda atrapada la fotografía y él mismo) y luego se dirige hacia la otra realidad (el vacío, la nada) donde se encuentran las modelos. A éstas les trata duramente, les ordena tirar los chicles, les hace repetir posiciones, les ordena sonreír (“¿han olvidado sonreír?”), y cerrar los ojos, quédense así, es bueno para ustedes, les dice, mientras abandona el estudio y le pregunta a la coordinadora antes de marcharse: “¿Las chicas siguen esperando con los ojos cerrados?”. “Sí, siguen esperando, pero con los ojos abiertos”, responde la asistente. Y él responde: “Entonces dígales que los vuelvan a cerrar”, en clara burla ácida. Luego se marcha en su coche por las calles de Londres, a recorrer los barrios bajos. Se detiene frente a una tienda de antigüedades, busca ahí reproducciones de paisajes, pero en la tienda todo le es negado por el dependiente: pide cuadros y no hay cuadros; pide paisajes y no hay paisajes; quiere llevarse bustos antiguos y están ya vendidos; pregunta por el dueño del local y no está, y el viejo anticuario le sopla el polvo de una antigüedad en la nariz.

Esta visita a la tienda puede ser interpretada como un viaje frustrado al pasado. Thomas sale de la tienda hacia la calle, divisa el parque y se interna en él buscando acaso lo que se le ha negado; ve una cancha de tenis, a una vieja que limpia el parque, y más adelante ve una pareja: una mujer joven le coquetea a un hombre mayor. Mientras más se aleja y juguetea la pareja, más interés despiertan en Thomas. Empieza a captarlos furtivamente detrás de unos árboles; la mujer despliega una pose retadora, atrae al hombre mayor hacia ella; le besa y luego le abraza; luego ella se percata del fotógrafo y corre hacia él a reclamarle. Ella, Jane (interpretada por Vanessa Redgrave), le dice que no puede fotografiarla en un lugar público, le insiste en que le entregue los rollos de fotos y éste se resiste a hacerlo; ella ingenuamente se arrodilla a morder la mano de éste, lo cual desata aun más su curiosidad. Sostienen un breve diálogo y ella regresa corriendo y atravesando el parque. Thomas la ve perderse y se queda solo; regresa a la tienda del anticuario y al llegar encuentra que la dueña de la tienda ha llegado: es una bella joven que desea venderla para irse a otro país, al Nepal o Marruecos, dice. De pronto, Thomas ve en la tienda una hélice de avioneta y siente deseos compulsivos de adquirirla (“No puedo vivir sin ella”, dice), al punto de querer transportarla de inmediato en su propio auto. La vendedora le dice que se le enviará luego a su domicilio.

Luego Thomas se da cita con su socio Ron en un pequeño restorán de Londres, para mostrarle las fotos que ha hecho en el interior de la fábrica. Mientras está ahí (“Uno de estos y una jarra de cerveza”, dice señalando un plato cualquiera en las manos de un mesero que pasa, para ordenar su comida), hace observaciones cínicas de Londres, diciendo que se marcha de esa ciudad porque “ya no soporto a estas zorras”, dice, refiriéndose a una joven y bella mesera del lugar. Ambas actitudes revelan el oculto menosprecio profundo de Thomas por las mujeres y la vida que lleva.

De regreso a su estudio, Thomas asiste a la sorpresa de encontrarse allí a Jane solicitándole de nuevo el rollo con las fotos. La invita a pasar al estudio; la chica queda atrapada por el ambiente, la invita a un trago y a una inhalación de marihuana, pone música de jazz tratando de calmarla y distraerla. Ella le ofrece dinero y hasta de permitirle hacerle el amor si le devuelve las fotos, se quita la blusa, siguen fumando yerba y bebiendo vino (Thomas siempre bebe vino) y, cuando está a punto de seducirla, llaman a la puerta para entregarle la hélice que ha reservado en la tienda hace rato. En un momento dado, entra una llamada telefónica y Thomas se lanza al piso a responderla: es Patricia quien llama y Thomas, dirigiéndose a Jane, le dice: “Es mi mujer, que quiere hablar contigo”, en un supuesto acceso de celos. Jane, extrañada ante esta llamada imposible, se niega, y Thomas dice a Patricia: “Dice Jane que no desea hablar contigo ahora”, en un claro juego cínico. Se producen otras frases como:

“No tenemos hijos, pero es como si los tuviéramos”.

“No es guapa, pero es fácil vivir con ella”.

“No, no es fácil, por eso no vivo con ella”.

“A las mujeres guapas, las contemplas y nada más”.

“Me paso todo el día rodeado de mujeres guapas”.

Son algunas de las frases en esta importante escena, donde la hélice también tiene un carácter de símbolo en el film. Después, ella trata de robarle el rollo del estudio y de salir por la puerta de atrás, pero Thomas la descubre. Le promete de nuevo entregarle los negativos, pero la vuelve a engañar, dándole un falso rollo y reservando para él el auténtico, que se dispone a revelar.

Al ampliar las fotografías descubre muecas y gestos desesperados de Jane mirando hacia los lados, lo cual el hombre mayor también parece haber descubierto también por un momento. Al agrandar más la imagen descubre un rostro desdibujado, agazapado detrás de los arbustos de la foresta del parque. Al percatarse de ello, llama a su socio Ron anunciándole el acontecimiento: cree haber salvado la vida del hombre mayor haciéndole aquellas fotos, al huir la mujer.

De nuevo llaman a la puerta del estudio. Son las dos bellas jóvenes modelos que van a retozar un poco con él, preparan café, se prueban vestidos. A una de ellas trata de desnudar, pero la chica se resiste. Él tira el ropero al suelo. Las chicas desordenan el estudio, se echan al piso, comienzan a retozar como fierecillas agresivas; hay un juego erótico irresuelto; no se presencia el acto sexual entre Thomas y ellas, aunque sí se deduce esto cuando ellas se visten otra vez, luego de pasar la noche con él. Mira por casualidad de nuevo las ampliaciones fotográficas y lo descubre: sobre la grama del parque, confundido entre las hojas, yace el cuerpo de un hombre mayor. Regresa al estudio. Roza con la punta del zapato la punta de la hélice (un detalle ciertamente delicado, un momento de extraña poesía) y luego va a la casa: Patricia está haciendo el amor con Bill, el pintor.

Ahora está verdaderamente solo, sin mujer, sin sexo, sin modelos, sin nada. Ni siquiera con la muerte. Han violentado su estudio y lo han destrozado. Los asesinos han descubierto todo. También el espectador descubre que Patricia no era tampoco su mujer, era en verdad la mujer de Bill quien coqueteaba con él. Él le pregunta si dejará al pintor. Ella la dice que no, que no puede hacerlo. Cuando Thomas le muestra la foto del cuerpo en el parque, Patricia le responde: “Se parece a uno de los cuadros de Bill”.

Thomas sale angustiado a buscar respuestas en la noche. Entra a un pub donde hay un concierto de rock. Todo el mundo está imperturbable oyendo el concierto de The Yardbirds. Durante éste, el amplificador de una de las guitarras eléctricas se daña y no reproduce el sonido, lo cual genera la violencia de uno de los músicos, quien golpea el amplificador y luego destroza la guitarra, para luego lanzarla al público y generar la histeria colectiva. Thomas la toma, es perseguido por los fans hasta la salida, donde luego arroja la guitarra despedazada al piso.

Se dirige a una fiesta donde lo aguardan sus otros amigos, Ron, Verushka (“Se suponía que estabas en París”, le espeta Thomas. “Estoy en París” responde ella), a quien también perdió la ocasión de llevar a la cama. Todos beben, fuman, bailan, se marchan. Él se queda solo, se duerme. Ya ha amanecido: entonces va de nuevo al parque a constatar lo que ha visto en la ampliación, pero en el parque no hay nada. Empieza a soplar el viento. Vienen de nuevo los juerguistas en el jeep, se detienen frente a una cancha de tenis en el parque, algunos de ellos se bajan y se dirigen a la cancha a jugar con una pelota invisible, pero que tiene presencia auditiva; ellos juegan, y por un momento la pelota cae al césped fuera de la cancha. Thomas va a recogerla y la regresa de nuevo a los jugadores en la cancha. Thomas verifica el vaivén de la pelota con sus ojos. Luego recoge su cámara del césped. La cámara del director de la película se aleja y coloca a Thomas en el césped como algo diminuto, hasta que desaparece.

***

Julio Cortázar
Julio Cortázar. Fotografía de Mario Muchnik

Este ejercicio de síntesis argumental sólo tiene como objeto una apoyatura mínima para realizar algunas reflexiones. En primer lugar, está el asunto de los sentimientos escamoteados, la esterilidad emocional del hombre moderno, su inútil intento por afirmarse en un mundo tecnológico. Luego se halla la impasibilidad de los temperamentos, sobre los cuales el tiempo ejerce una presión; una subjetividad menoscabada que les hace a menudo impulsivos (parecen no comprender la sociedad que habitan), como si viviesen realidades prestadas. Esta ha sido una característica común en otras películas de Antonioni como La noche, La aventura y El eclipse, conformadoras de la famosa trilogía suya que le valió merecido prestigio como director. Pero además se hace alusión a la sociedad en los años 60, tanto en Europa como en Estados Unidos. La sociedad que estaba reaccionando conscientemente contra los estereotipos y creando otros. Como en todo proceso de renovación, ocurre primero una etapa de decadencia, maquillada con un mundo hedonista de placeres, viajes, orgías, fiestas, consumo compulsivo, reconocibles en la mayoría de los países europeos, en este caso Italia e Inglaterra, que son a los que alude la cinta de Antonioni en tanto coproducción ítalo-inglesa, y a la nacionalidad del cineasta. En el caso concreto de Blowup aludimos a un Londres embebido en la juerga, el rock, la moda, la marihuana, la promiscuidad, la histeria colectiva del espectáculo, el esnobismo y todos ellos vistos como reacciones al estatismo, la hipocresía política, el confort fácil, los clisés. No en vano se señalan entonces la música pop, Los Beatles, la expresión mud y el Swinging London, que impusieron toda una iconología de discos, hábitos y costumbres, diseñados por la publicidad para ser consumidos por el mayor número posible de personas.

Por otra parte, tenemos el aspecto de la existencia fragmentaria, del vivir volátil, del no profundizar en nada, de un conflicto con la realidad y la imposibilidad de reproducirla fielmente. En el caso de Blowup, colocando a la imagen como tal en el centro de la cuestión. Cuando Thomas decide ampliar las imágenes para intentar averiguar qué ocurrió aquella tarde en el parque, está ampliando el objeto y haciéndole tomar supremacía sobre el sujeto (el fotógrafo); otro objeto aparece (en este caso la víctima) difuminado una vez más, devorando las posibilidades interpretativas del fotógrafo. Y de paso, el objeto se desintegra y desaparece.

Este asunto de la movilidad está asociado al tema de lo efímero, de manera que la realidad está presentada como ilusión o como trampa, acaso como mascarada. Esto hay que tenerlo en cuenta a lo largo de la película, pues toda ella se desenvuelve en este ámbito. De aquí se desprenden una serie de implicaciones filosóficas o ideológicas, si lo deseamos. Por lo pronto señalemos las sociales: la pequeña burguesía aspirando al estatus de la comodidad y el dinero, en detrimento de las clases obreras o trabajadoras. En la escena inicial de la película, Thomas sale de la fábrica donde se ha camuflado como obrero para hacer unas fotos, son presentadas luego como un espectáculo de pobreza y abyección, son en verdad imágenes para ser vendidas y exhibidas en galerías. Asimismo, los artistas de la pantomima que se cruzan en el camino de Thomas, al principio y al final de la película, son los verdaderos artistas y quienes —en un ciclo magistral— le muestran a Thomas lo pasajero y efímero de la existencia, cuando juegan con una pelota invisible y le obligan a recogerla y devolverla a la cancha.

Otras cuestiones son la técnica narrativa y el tratamiento del tema. Aquí los esquemas se rompen, tanto los del neorrealismo italiano de donde bebe Antonioni (De Sica, Rossellini, etc.) al alejarse de cualquier moraleja edificante y presentando el asunto de manera más elaborada, digamos. Los famosos planos secuencia de Antonioni a través de los cuales accede a sus personajes, debidamente elegidos con actores diestros y jóvenes, alcanzan el mayor de sus logros: la conversión de las atmósferas en ideas. Y ello no es poca cosa, pues aquí la estética está identificada con la reflexión y alejada de moralismos, sociologismos y psicologismos, que pasan a un segundo plano. Ello habla del aporte de Antonioni en términos de pensamiento. El director sabía muy bien de lo que hablaba, formado como estaba en los círculos intelectuales de Ferrara, junto a Giorgio Basani y otros escritores e intelectuales.

Luego están los datos técnicos y externos de la producción. En primer lugar, la circunstancia del cuento de Julio Cortázar donde fue inspirada la película, “Las babas del diablo”, aporta detalles centrales que permiten al director italiano reconstruir una historia con otras características y personajes. La historia de Roberto Michel, traductor chileno que vive en París, nos habla de que cierto domingo éste fotografía a una mujer que besa a un niño en un parque, y cuando es sorprendida en este acto, le reclama el carrete al fotógrafo, mientras un hombre de sombrero gris se une a esta solicitud. El chico huye y el fotógrafo Michel se alegra. Pero al ampliar las fotografías en su casa, las imágenes revelan que el muchacho no ha logrado escapar.

Cuando fue entrevistado en una ocasión, Antonioni declaró que necesitaría al menos hacer otro film para explicar Blowup, con lo cual se negaba a revelar el misterio de la película. En efecto, al final del filme nos quedamos sabiendo nada de nada. Todo es aparente. Sabemos a lo sumo que Jane es cómplice de un asesinato, pero no sabemos las razones que la indujeron a ello. Sabemos que tenía un cómplice: el que estaba agazapado tras los arbustos del parque, cuyo visaje es el rostro desdibujado de Julio Cortázar, quien se prestó al juego en un cameo. Aunque no se trata propiamente de un cameo, pues la aparición de Cortázar no es completa, aunque sí partícipe de la complejidad del relato.

En lo que respecta al cuento de Cortázar, éste no puede ser más complejo. Se trata de un texto con múltiples niveles de lectura, que comienza con una imagen visual donde participan el viento, el sol y las nubes en un parque en París, como escenario a la historia de un muchacho asediado (el asedio que pudiera devenir en secuestro, es una hipótesis) en situación de seducción por una mujer rubia, con la ayuda de un hombre de sombrero gris ubicado cerca en un auto. El fotógrafo va descubriendo esto muy lentamente, y a medida que se desarrolla el relato, vamos entrando en un crescendo donde se pasa de los puros nervios a “un miedo sofocado por la vergüenza”, donde el fotógrafo Roberto Michel nos insinúa que “aquella mujer rubia no buscaba un amante en el chico, sino que se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear su satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico”, escribe Cortázar. Lentamente van apareciendo pistas, rasgos, claves para descifrar las imágenes en el parque, que luego serán llevadas a las fotos y a sus respectivas ampliaciones, las cuales tienen más de una similitud con las ampliaciones de Blowup, en las cuales sin duda se inspiró Antonioni para construir su película.

Antonioni reemplazó al chico por el hombre mayor, a la mujer rubia por Jane, y al hombre del sombrero gris por el rostro desdibujado del hombre oculto en los arbustos (cómplice de la coartada), el rostro de Cortázar, ganado al juego cine-literatura. Antonioni sustituye la placita de Quai de Bourbon en París por el Maryon Park de Londres y coloca allí, en vez de la posibilidad del asesinato del chico, al hombre mayor que después desaparece. Las que sí son invariables son las palomas, las nubes, el viento, el cielo, y por supuesto lo que mueve la historia más allá del asesinato o la seducción: la Nada, verdadera fijadora de la escena, o como dice Cortázar: “Esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad”. De cualquier modo, Antonioni y Cortázar propician, cada uno por su lado, una historia repleta de vacíos y seducciones perversas, crueldades insospechadas cuyas raíces reales desconocemos.

También está la construcción verbal “babas del diablo”, la cual da lugar al efectista título. Finos hilos tan sutilmente hilvanados que son invisibles, babas delgadísimas desprendidas de las fauces de entes superiores, llámeseles santos, vírgenes o demonios, capaces de urdir situaciones azarosas, inesperadas o fatídicas.

Volvamos a la historia y veamos a Thomas saliendo de noche a constatar si, de hecho, el hombre está muerto en el parque y lo descubre: ahí está, con los ojos abiertos, negros, como un siniestro maniquí. Thomas está a punto de tocarlo, pero no lo hace. Regresa al lugar donde se encuentran todos, la gran fiesta donde chicos y chicas fuman, beben, bailan, se besan.

Se completa así, acaso, el ciclo urbano Londres-París que Antonioni andaba buscando para interpretar el espacio de ambas ciudades, con similares dilemas culturales y morales, aunque ni él (italiano) ni Cortázar (argentino) sean originarios de aquéllas.

David Hemmings y Vanessa Redgrave fueron literalmente lanzados al estrellato con esta película. Ingleses ambos, y muy jóvenes por entonces, sus nombres estuvieron ligados después a actuaciones memorables. La Redgrave tiene una carrera brillante, con importantes premios y reconocimientos, incluido un Oscar. En los años 60 se haría aun más célebre con su actuación en Isadora (1968), encarnando a la famosa bailarina. Por su parte, y luego de Blowup, Hemmings continuó una carrera notable actuando en filmes británicos como Camelot (1967), La carga de la Brigada Ligera (1968), Barbarella (1968) y Alfredo El Grande (1968). Durante los años 70 cumple una actuación brillante en el film Rojo oscuro, de Mario Argento; en los 80 dentro de la cinta Una duda razonable (1980), y en el siglo XXI en el papel de Cassio en la película Gladiador (2000), de Ridley Scott, y en Juego de espías (2000), de su hermano Tony Scott; para cerrar en 2002 haciendo de Mr. Hemerhorn en Pandillas de Nueva York, de Martin Scorsese, y finalmente haciendo un cameo dentro de la cinta Equilibrium, antes de fallecer en ese mismo año de 2002 a los 62 años.

Las actuaciones de Vanessa Redgrave y David Hemmings en Blowup dejan huella imborrable en el cine del siglo XX. Ambos muestran su potencial; pronto se convertirían en iconos. Antonioni fue certero eligiéndolos. La película ganó la Palma de Oro en Cannes en 1966. Estuvo producida por Carlo Ponti y lleva música incidental del jazzista norteamericano Herbie Hancock. Tonino Guerra es coautor del guión con Antonioni, y la ayuda de Edward Bond en los diálogos. Todo se ha confabulado para que esta película, pese a no estar considerada por la crítica a la altura de la famosa trilogía italiana de Antonioni, se haya convertido, por ello mismo y por sus mismas imperfecciones buscadas, por su narración fragmentaria y nerviosa, en un clásico que ya forma parte del espíritu de una época contradictoria, que continúa enviándonos señales para que comprendamos mejor la vida en las grandes ciudades.