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Paul GauguinGauguin: el animal con alma

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“Soy un salvaje, un lobo sin collar en el bosque”.
(Paul Gauguin)

Miro a Gauguin desde todos los ángulos como a un torrente de esperma, de sangre y claridad. Un soberbio animal depredador y alerta que busca tras la orgía de los sentidos la abrasadora carne para poder fecundar una creación —la propia— algo más hacia adentro; en el oro interior de lo intocado, de lo que un día nació como inocencia, en esplendor de luz y paraíso...

Posee la fuerza oscura del converso defendiendo con ansia lo que nunca será, lo que sabe que nunca será propio por más que se lo apropie o se disfrace con ropas de nativo, descalzo sobre el cobre de la tierra, tatuado con los símbolos antiguos cuya magia o lenguaje desconoce, purificado por las claras aguas que ocultan los secretos en el limo del fondo. Y lo vemos febril, lo contemplamos poseyendo los cuerpos de las adolescentes polinesias con pinceles vibrantes de color y de deseo intentando buscar algo más hondo, penetrar ese espíritu que nunca se le entrega y él lo sabe. Él es el elemento en discordia —aunque no se percate— entre dos mundos, el racional y metódico que intenta “civilizar” a toda costa todo aquello que encuentra diferente; y el mundo primitivo, tan aparentemente libre y tan esclavo también de sus creencias, sus tabúes y sus miedos... Seres humanos entre espejos de tiempos intrincados, distantes, donde Gauguin se pierde, aunque se encuentre justo donde importa, en ese corazón vivo y latente de pasión y destino donde atrapa las voces y los ecos de sus alegorías intuitivas, de las simbologías ancestrales, en los amaneceres del misterio de los que sólo tienen, como libro y destino, una naturaleza prodigiosa y hostil, amparadora y a la vez terrible, con su fuerza a menudo desatada, con su poder de luz inapresable.

Jamás lo comprendieron en su tiempo, ni tampoco entendieron sus motivos: tan sólo un ser humano supo verlo, un artista irrepetible, genial, desventurado, al que él llamaba el Holandés Loco, lo sabía, sabía que detrás de esa máscara de altiva suficiencia se hallaba el temblor del iniciado, del que lleva la marca de algo mucho más hondo y trascendente, la del creador que nunca se completa y sólo busca a tientas en su desasosiego, dejando su lección como consuelo aunque nadie lo intuya mientras crea, ni tan siquiera él mismo... Los dos eran distintos; junto a Van Gogh, Gauguin, tan libre, se sintió de repente aprisionado, envuelto en esa luz incandescente que aquel genio irradiaba, temía el torbellino de ese cielo estrellado derramado en las flores de una pureza cósmica, se sentía pequeño ante ese sol ardiente que acompañaba al visionario casi enloquecido, tan lúcido ante el vértigo del tiempo. Quería deshacerse del abrazo con el que el pelirrojo desnudaba el misterio de la vida y se fundía con ella y con su entorno en un apasionado misticismo. Deseaba que Vincent se mirara en su espejo, pensara como él o a través de él, acaso para apartarse de esa influencia que no podía entender aunque quisiera, que jamás, por mucho que se empeñara, lograría doblegar ni apresar. No obstante, nunca olvidaría aquellas certeras palabras que Van Gogh pronunció ante uno de sus lienzos: “Ésta es la gran pintura”, exclamó Vincent, “sale de las entrañas de la sangre, como el esperma del sexo”.

Esas y otras muchas cosas recordaría sin duda para sí, tiempo después, cuando en su retiro de las islas Marquesas se empeñó en cultivar aquellos luminosos girasoles que tanto amó su solitario amigo, tal vez como homenaje y como desagravio ante los desencuentros que ambos terminaron —como es archisabido— por protagonizar; tal vez porque entendió el mensaje puro del que él creía un alucinado, tal vez porque en su acompañada soledad supo comprender de forma clara la enseñanza impartida de aquel loco, tan cuerdo y consecuente...

Comisariada por Paloma Alarcó, hasta el 31 de enero del 2013, el Museo Thyssen-Bornemisza, como parte importante de la celebración de los espléndidos veinte años de su apertura, nos acerca la exposición “Gauguin y el viaje a lo exótico”, “un itinerario que comienza con las experimentaciones artísticas de Paul Gauguin en los Mares del Sur y continúa con las exploraciones de artistas posteriores como Emil Nolde, Henri Matisse, Wassily Kandinsky, Paul Klee —entre otros— con el objetivo de dar a conocer la impronta de Gauguin en los movimientos artísticos de las primeras décadas del siglo XX”. 111 obras, cedidas por museos y colecciones de todo el mundo, forman sin duda una muestra irrepetible que vale la pena no perderse.

Portada del catálogo de la exposición “Gauguin y el viaje a lo exótico”Cuando redacto este artículo esa exposición aún no se ha celebrado, pero conociendo el rigor y la pasión que animan al Thyssen y a los que, encabezados por la baronesa, hacen posible esa magia de acercarnos a los grandes maestros del Arte sin tiempo, constituirá, sin duda, un acontecimiento memorable.

A veces he visto a Carmen Thyssen envuelta en una blusa cuyo estampado reproduce el Mata Mua, ese cuadro que atesora y que ama y que permite que lo contemplemos en su museo; como si la envolvente alegría de un paisaje de ensueño acompañara su artística —y tantas veces difícil— andadura en la vida...

Conozco muy de cerca la pintura de Paul Gauguin, la he contemplado en París, el lugar de su nacimiento y de sus pasos primeros, y en muchos otros sitios de las distintas geografías que han exhibido su intemporal legado, y siempre me acude aquel deslumbramiento inicial, desde la orilla del significado, hasta lo intenso del conocimiento. Jamás me defrauda porque sé de lo auténtico de esa búsqueda interna, muy lejos de postales y de imágenes sin contenido, alejada de las “impresiones” de sus primeros sueños hasta arañar en la superficie de los colores y de las formas, los secretos matices del pensamiento, horadando las capas para hallar el venero primigenio. Matices que se le escapaban a él mismo, tanto como ahora se nos difuminan también a los que lo observamos, el misterio profundo de un universo apasionadamente atormentado, de ese secreto afán que, desde la impureza de su propia personalidad, se esforzó por hallar en las vetas prístinas de un alborear lejano y transparente, sin nada que contaminara ideas o sensaciones.

Algo idealizado que intentó llevar hasta el extremo sin escatimar esfuerzos, sacrificios o renuncias personales. Lo vemos enfrentarse a la corrupción de la administración colonial, defender los derechos de los nativos con un vigor y una fiereza inusitadas, intenta integrarse en las costumbres de los maorís, aprehender sus ritos ancestrales, su modo de sentir, compartir emociones y deseos, ser uno más de ellos, vivir como ellos viven. Pero Gauguin llega con el bagaje de su experiencia vital, ha vivido como un burgués satisfecho, casado con una distinguida mujer, la danesa Mette Shopie Gad, que le hará padre de cinco hijos; banqueros importantes han reconocido su talento para las finanzas como agente de cambio y bolsa; escritores de renombre comienzan a escribir sobre su obra, en poco tiempo tiene seguidores jóvenes que lo admiran y reconocen como maestro, y pintores consagrados como Degas, Pissarro y otros, lo tienen en cuenta intercambiando cuadros y confidencias.

Cuando surge en París y otros lugares el desplome de la bolsa y se queda de pronto sin su fuente principal de beneficios monetarios, en lugar de desesperarse agradece al destino la oportunidad de dedicarse sólo a lo que realmente ama: su pintura. Todo irá así quedando poco a poco en el camino y al margen de su pasión; mujer, hijos, vida cómoda, vanidades y amigos; viaja a la Martinica, se separa del Impresionismo, al regresar marchará a Port-Aven, y junto a su amigo Bernard elabora el “sintetismo”...

Luego vendrá su estancia en Arles y los episodios dramáticos de la amputación de la oreja de Van Gogh: su huida en pos del sueño primitivo...

“No copiéis”, dice a sus seguidores, “demasiado a la naturaleza, el arte es una abstracción: sacadlo de la naturaleza soñando ante ella, y pensad más en la creación que en el resultado”.

O,

“trabajar hacia fuera del ojo exploramos el eje misterioso del pensamiento”.

Y,

“para pintar de verdad hay que sacudirse el civilizado que llevamos encima y sacar el salvaje que llevamos dentro”.

Lo cumplió a rajatabla embarcándose en un primer viaje a Tahití en 1891, a la búsqueda de ese mágico simbolismo que lo llenaría plenamente a pesar de enfrentarse a dificultades no esperadas de encontrar trabajo y sustento en ese paraíso con serpientes en forma de funcionarios, comerciantes y contrabandistas, que le harán la vida más complicada de lo que pensaba al embarcarse. Es verdad que el animal que lo habitaba no le puso fácil las cosas a los puritanos y a los religiosos que velaban por el orden en aquellos parajes, la libertad de costumbres de nuestro protagonista, sus desenfrenados excesos en materia sexual, y las continuas provocaciones de toda índole no le facilitaron las cosas, precisamente.

Cuando, después de volver de nuevo a París, su ciudad lo decepciona, y no hay recibimientos halagüeños ni afectivos, y todo, por parte de amigos y de familiares, de ventas y silencios evasivos, culminarán en un fracaso amargo, retornará en 1895, en un segundo y definitivo viaje de nuevo a Tahití, para ya no volver más a la ciudad del origen.

Gauguin es un salvaje, se siente así y así se manifiesta, un ser carnal con todos los excesos y todos los defectos, que alimenta la hoguera de algo noble escondido en las capas de lo abyecto; conociendo a fondo su biografía, no exageramos en absoluto, todo en él era desmedido, pero con un fondo que amaba la justicia, heredado quizá de su combativa y valerosa abuela, la irrepetible Flora Tristán. La creación es su vida; pese a que arrastra una enfermedad tabú, e impronunciable, que cubre de llagas sus piernas, y de dolor su cuerpo y poco a poco mina sus facultades físicas dejándolo apenas sin vista, prosigue con la obra que lo inmortalizará, consciente de alimentar con su sangre el sueño realizado.

Su lucha a favor de los nativos le creó mil problemas, al poco de terminar su impresionante obra “¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?” enfermo, hambriento y desesperado, tuvo un serio intento de suicidio que su cuerpo, por el exceso de cianuro, afortunadamente rechazó.

Después lo vemos en que no le queda otra que escapar de las autoridades coloniales, en 1901, huyendo a las islas Marquesas, donde de nuevo vuelve a tener problemas; lo condenan a tres meses de cárcel y una multa importante que jamás pagará al sobrevenirle piadosamente la muerte un 8 de mayo de 1903, devorado por la enfermedad que pudrirá su carne, sus fuerzas y su mundo en lento naufragio, pero nunca su espíritu rebelde, su voluntad creadora, la fuerza fascinante de una creación casi en estado puro...