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“Un día más allá”, de Arístides Vega ChapúUn día más allá, de Arístides Vega Chapú
Un paisaje duro de ver

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Me había propuesto no leer ningún libro fuera de mis volúmenes sobre historia de la Revolución Cubana. Por lo menos hasta que terminara el Examen Estatal, y tuviera bajo el brazo mi título de licenciado en historia; pero el azar concurrente lezamiano, o la maldita circunstancia de Virgilio (no sé bien), estacionaron ante mí la novela Un día más allá, del escritor villareño Arístides Vega Chapú, publicada el pasado año por la Editorial Letras Cubanas, y presentada por su propio autor durante la Feria del Libro en nuestra provincia, en el espacio La Hora Tercia. Y lo asombroso no es ese hecho, fortuito o no, que me condujo a levantar los ojos de la lectura de Revolución Cubana: hechos más que palabras, de Silvia Martínez Puentes, para fijarla en la novela de Arístides; lo verdaderamente asombroso son las hebras de acero que unen (¿o desunen?) la obra de ficción, de la parrafada historiográfica que yo consultaba hasta la fatiga.

Un día más allá narra “la otra historia”, la que difícilmente encontraría en mis volúmenes escolares. Interponía a la isla luminosa de mis últimas lecturas una isla negra, pesada, que formaba un eclipse en el espacio de mi memoria. Arístides hurtaba mis lienzos multicolores con pintorescos paisajes sobre la construcción de la sociedad, y dejaba en su lugar líneas, esbozos, figuras abstractas en escala de grises. La isla que me presentaba Un día más allá no aparecía en mapas, ni en guías turísticas, era sin dudas otra isla, y con esa certeza me arrojé a las aguas discursivas de una novela peligrosa. Desde la cita introductoria que el autor toma de la Oración por todos de Sindo Garay, sospechamos la presencia de esa zarza que ha comenzado a crecer bajo la piel de muchos cubanos: Cuando contemplo mi patrio suelo / y sus penumbras, al despertar, / me abruma entonces el pensamiento, / y creo firme en un día más allá...

Inmediatamente después, Arístides logra esa suerte de gancho inicial que provoca la curiosidad (entiéndase complicidad) del lector. Consciente de que la primera oración de un texto narrativo debe ser tan importante como la última, nuestro autor comienza con la siguiente idea: Apenas el amanecer me obligó a abrir los ojos tomé la resolución: este sería mi último día. Hay cierta peculiaridad en el modo de estructurar los capítulos dentro de la novela que van convirtiéndose en una guía factible para el lector (sobre todo para el lector novato). Arístides introduce a sus personajes siempre bajo el mismo título de capítulo, segmento, o parte, lo que provoca una identificación. Es así como estas criaturas sin nombre (o de nombre apenas enunciado) comienzan a desaguar sus traumas en la isla de vocablos que el escritor inventa. Conocemos entonces al joven que dirige un interesante programa musical en la radio, a la sensual pintora de las mujeres-pájaro, al amigo Darling, que escribe desde el extranjero mientras pierde gradualmente la vista, al escritor que se aísla del mundo para lograr su gran obra, a la puta que espera siempre a la entrada del mismo hotel, y al Gordo, sin dudas su personaje más logrado. Todos como instrumentistas de un intenso concierto donde la isla negra como una ballena herida deja escuchar sus canciones mortales.

El Gordo, que por momentos comparte superficies de contacto con otros personajes similares, que pueden archivarse dentro de los tomos del gay culto que han ido ensanchándose dentro del panorama de la literatura insular, entre los que recuerdo el Pedro Marqués de Leonardo Padura en Máscaras, el Luis Rosada (la Araña) de Lourdes González en Las edades transparentes, o el viejo del excelente cuento “Un ladrón de mangos en el jardín de Academos”, de Ernesto Pérez Chang, criaturas todas que han dejado su impronta desde que Diego colocara en las manos de David un ejemplar de Paradiso en aquella memorable escena de Fresa y chocolate. Ahora bien, si el Gordo traba esta especie de deuda con otros personajes consolidados, por la propia fuerza sísmica de seres frente a los que no pocos narradores han sucumbido, es cierto también que logra un distanciamiento, una separación abismal al desarrollar una trama novelística que logra hurgar en verdades que parecían intangibles dentro de la narrativa cubana.

El Gordo, ex cantante de la República, está habitado por rencores, diablillos que rechinan los dientes y muestran las uñas. Por lo tanto mientras dialoga con el fantasma de Luz Gil, famosa vedette del teatro Alhambra en las décadas del cuarenta y cincuenta, aprovecha para descargar sus furias sobre el paisaje de la isla. El Gordo empieza, como un cronista social, a mostrar la otra historia, las cacerías de homosexuales en 1961, cuando el personaje fue a parar a la cárcel y su padre infartó de vergüenza, la ocasión cuando los subieron a un tren para ser reformados y los llevaron a recoger guayabas, un tren calamitoso y lleno de cucarachas, donde milicianos y milicianas se apareaban libremente: “El tren fue cubriéndose de semen, de tanto semen, porque ya era lo único que se hacía, que cuando llegamos a Motembo nos obligaron a regresar sin ni siquiera ver los sembrados de guayaba”. El Gordo, renuente al cambio, se enfrenta a los difíciles procesos de los primeros años de la Revolución: “Es el pueblo en el poder, me decían, y yo para mí mismo respondía: la chusma, el poder de los que no pueden gobernarse ni a ellos mismos. No por gusto el sabio y sensible Voltaire dijo: Cuando el populacho se pone a razonar todo está perdido”.

Le continúan los interrogatorios, un hombre solo en una casa demasiado grande, “se necesitan casas así para convertirlas en Círculos Infantiles, las Umap: campos de concentración para reformarnos. La versión alemana en el trópico. En alemán no, en cubano. Unidad Militar de Ayuda a la Producción. La zafra de los diez millones: desde el principio sufrieron manías de grandeza. Se propusieron construir la fábrica más grande del mundo, la escuela y el hospital más grande, y la zafra más grande de la historia del país (...). Enviaron a todo el mundo para los campos de caña; a los médicos y a los maestros, a las mujeres y a los jóvenes, a los obreros de las fábricas y a los ingenieros, cartománticos, brujeros y hasta a los pastores de las iglesias protestantes. Dios sabrá cuántos millones se lograron en esa contienda del setenta, pero entonces se comentó que sus resultados fueron muy inferiores a las realizadas en el capitalismo. Terminada la zafra habían desaparecido las frutas y lo que no son las frutas. Las viandas y los vegetales y hasta el azúcar, que desde entonces y hasta el día de hoy sigue racionalizada”.

Así es el Gordo, un tipo amargo, que ha levantado su presente sobre los odios que cimentaron su pasado, un conocedor de la música de la República y de los primeros años de la Revolución, que nos vierte su juicio con exactitud, con nombres y apellidos, y adjunta algunos chismes a la siempre controversial biografía de los artistas. Hablando de Bola de Nieve nos dice: “Su suerte fue morir antes de que le intervinieran el piano, lo vistieran de miliciano o lo enviaran para la caña”. Este personaje, que pide a Dios la muerte, que ha sufrido los cotidianos fallecimientos que conforman la vida de cada hombre, dilata su arenga crítica, que como un ácido cae sobre la isla y la disuelve. El Gordo intenta su propia clasificación de las locas basándose, como era de esperar, en la clasificación de Reinaldo Arenas en Antes que anochezca. Sin embargo, pese a esas debilidades y rencores que aguijonean su envejecido corazón, el Gordo decidió quedarse cuando sus amigos se apretaban sobre la cubierta de uno de los barquitos del Mariel. Permaneció, cuando muchos homosexuales abandonaban la isla, él sostenido por cuerdas invisibles, por el enorme peso de su patria, con deseos de morir en su Cuba, de ser enterrado bajo este suelo, resolvió quedarse. Arístides ha construido un personaje paradigmático, ampuloso, diverso y diversionista, que relata esa otra historia que también nos es necesario conocer.

Los siguientes personajes giran alrededor del Gordo como satélites en torno a un astro mayor. El joven intercambia con el Gordo durante sus tardes de ocio, recibe una suerte de capacitación cultural, de visitación de años pasados, conoce de nombres imprescindibles para el acerbo de quien dirige, precisamente, un programa musical en la radio. Destacable en este personaje resulta la escena de sexo, con una muchacha de ideología distinta, en un lujoso apartamento decorado con cuadros de Lam, acuarelas de Amelia Peláez, “dos siluetas incendiadas por el amor de Servando Cabrera, la majestuosidad de una catedral gótica del pincel de Portocarrero”, y el té en tazas de auténtica porcelana china, todo esto acontecía mientras los sucesos de la Embajada del Perú zarandeaban la nación: “(...) hicimos el amor ante los ojos ruborizados de Chaplin, que inmóvil en una de las paredes de la amplia y confortable habitación nos miraba, fue el único testigo de aquella noche conmovedora. Sincronizaban nuestros cuerpos en un lento movimiento; mis piernas sobre sus piernas, mis caderas sobre el vaivén de las suyas, mi hombro sobre su hombro. Escalé su cuello con la devoción de un alpinista, humedeciéndolo con silenciosos besos, hasta llegar a sus orejas que muy pronto se entibiaron. Pin pon fuera, abajo la gusanera. Pin pon fuera, abajo la gusanera. Fidel, aprieta que a Cuba se respeta. Que se vayan, que se vayan. Hacíamos el amor, cercanos al cielo, ocho pisos por encima de la gran batalla que continuaba librándose en las calles”.

Mencionamos también al escritor, con aquella carta inspirada por uno de los rostros de muchachas recortadas de las revistas La Mujer Soviética, Polonia, Checoslovaquia de Hoy, Bulgaria, Sputnik, entre otras, que facilitaban esas siluetas añoradas que se repetían durante el sueño. La carta de este joven escritor testimonia el fervor de una época cuando se llegó a pensar que el realismo socialista debía ser la estética de los creadores cubanos:

Estimada compañera de Azerbaidzhán:

Quisiera que ahora mismo terminase tu jornada laboral para sentarnos bajo los altos pinos que imagino crecen cerca de tu fábrica. Te contaría muchas cosas que desconoces de mí y de mi pequeño país, que como el tuyo se empeña en construir un mundo más justo para todos. Tú y yo somos hijos de ese empeño.

Para ello me esfuerzo en obtener buenas notas, que es mi deber como estudiante, tal y como tú te empeñas en ser una obrera destacada.

Aunque en nuestros países todos tenemos acceso a las universidades es cierto que se necesita de obreros abnegados que, desde el modesto lugar de una fábrica, contribuyan al crecimiento de la economía. En el trabajo se manifiesta y revela la grandeza de nuestros pueblos y el vigor de la sociedad que nos empeñamos en edificar.

Desde este humilde trabajo también estás colaborando con mi país. Como sabes, gracias a la indestructible amistad que nos une, recibimos de tu generoso Estado socialista solidaria ayuda en muchas esferas económicas.

Por todo esto quiero agradecerte, en nombre de nuestro pueblo, tu desinteresada ayuda internacionalista.

Por último decirte que eres una muchacha muy bella. Belleza que engrandece tu eficiencia ante el trabajo.

Seguro de que algún día podré visitar tu grandioso país, me despido de ti, Revolucionariamente.

La otra historia que cuenta Un día más allá urde más allá de las fronteras de la isla: el peronismo en la Argentina de Eva Perón, los tiempos gloriosos del campo socialista y hasta el derrumbe del muro de Berlín, cuando los cubanos que permanecían en la URSS debieron asumir nuevas posiciones. La publicación de esta novela es la muestra tangible de que una era de oscuridad ha pasado, quedaron atrás (y esperamos que sea para siempre) aquellos días penumbrosos donde un documentalito de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, conocido como PM (y lo digo con las palabras de Ambrosio Fornet en su magnífico libro Narrar la nación), provocó una encarnizada polémica que desembocó en el discurso Palabras a los intelectuales. Tiemposdonde la exhibición pública de filmes como La dulce vida, de Fellini; Accatone, de Pasolini; El ángel exterminador, de Buñuel, y Alias Gardelito, de Lautaro Murúa, sumieron en una famosa discusión a Blas Roca y Alfredo Guevara, en diciembre de 1963.

Ha pasado el clima de hostilidad que suscitó entre algunos funcionarios la aparición en 1966 de Paradiso, de Lezama, debido a su supuesta exaltación del homoerotismo. El rechazo institucional de dos libros premiados en el concurso literario de la Uneac (Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, y Fuera de juego, de Heberto Padilla). Han pasado esos días, la prueba la tenemos en esta novela donde Arístides Vega Chapú a cara descubierta habla de nuestras deficiencias y errores. Quizás sea este el método para proyectarnos hacia un futuro mucho mejor. Quizás la forma de crear un paisaje más hermoso sea precisamente concentrándonos en textos que, como Un día más allá, nos muestran la isla negra y pesada, ese paisaje duro de ver.