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Camilo José Cela y el amargo cáliz de la Guerra Civil

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Camilo José Cela

Mateo, 26,36-46; Marcos, 14,32-36; Lucas, 22,39-46

A las cinco y cuarto de la mañana del 18 de julio de 1936, desde Las Palmas de Gran Canaria, el general Francisco Franco hizo público el manifiesto que señalaría el inicio del alzamiento militar en la península contra la II República Española.1 Ese día la Iglesia Católica Romana celebra a San Camilo. Como la “fiesta brava” de los toros, esta “fiesta” estaba llamada a ser tan profundamente española y sangrienta, como abrumadora por su saña, encono y brutalidad.

Si es cierto que todos tenemos signado un destino, el de Camilo José Cela fue indudablemente el de consustanciarse con la Guerra Civil Española de un modo tal que desplazó de su vida cualquier otra vivencia personal, artística o política; y si es cierto —como recuerda Borges— que el nombre es arquetipo de la cosa, esta dolorosa hipóstasis debió comenzar cuando con el crisma y las aguas bautismales recibió, entre otros siete y como primero, el nombre del santo patrono de los enfermos y los enfermeros.

Aunque la obra literaria de Cela es amplia, rica y variada, parece posible considerar la trilogía de novelas compuesta por su primer libro, La familia de Pascual Duarte (1942), La colmena (1951) y Vísperas, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid (1969), como un ciclo orgánico y testimonial de supremos valores estéticos. Previsiblemente, el tratamiento de un tema tan arduo y controvertido no podía transcurrir con placidez, sobre todo si tenemos en cuenta el estilo del escritor y su talante descomedido y provocador.

La familia de Pascual Duarte sorprende por su madurez (inesperada en un joven de 25 años) y por la convicción con la que aborda un drama rural describiéndolo sin concesiones ni eufemismos. Resulta sencillo encontrarle linaje a esta primera novela excepcional en otros ámbitos del arte español: allí está Federico García Lorca, cifrando en dramaturgia la premonición de la lucha fratricida,2 como lo hacen los versos de Antonio Machado3 o la pintura surrealista de Salvador Dalí.4 Igual de fácil es dar por cierto que la recién llegada es una prosa castiza, lujosa, plena de reminiscencias del Siglo de Oro, cuya riqueza en vocablos e irreprochable sintaxis la hace particularmente apropiada para modular las ideas y los dictados del corazón.

La colmena se publicó por primera vez en Buenos Aires porque —dicen— la censura halló inaceptables las referencias a la sexualidad que Cela, paradójicamente censor él mismo entre 1943 y 1944, entendió pertinentes. Es posible que haya sido así, pero no deja uno de pensar que la causa del veto fue su crudo relato de la miseria, la abyección y el hambre que señorearon la posguerra española. Para 1963, cuando le levantaron la prohibición, España había superado la penuria económica y el libro perdió, digamos, alguna cotidianeidad.

Camilo José CelaLa colmena, como toda obra de arte mayor, da la engañosa sensación de ser un libro de escritura sencilla y, como en La familia de Pascual Duarte, la elección del estilo no es uno de sus méritos menores: los personajes pululan penosamente en una Madrid agostada por las privaciones y la chatura de la vida en un estado policial, haciendo lo que de ellos se espera. Como entre las abejas, hay organización y reina, trabajadores y zánganos, miserables, especuladores y vigilantes de un orden que parece destinado a no cambiar jamás. Siempre hemos creído que la poesía y el cuento, por su naturaleza ontológica, reflejan momentos señalados de la vida, espasmódicamente; en cambio la novela requiere como condición de eficacia la creación de psicologías, lo que no es sencillo. ¿Cómo encomiar entonces, suficientemente, a un libro que en 300 páginas hace inolvidables a 296 personajes imaginarios y 50 reales, 346 en total?5

Habiendo retratado el primer franquismo y asomándose a los prolegómenos de la guerra, Cela se sabía sin embargo en deuda, así que apuró el cáliz de su tema hasta las heces. El resultado fue Víspera, festividad y octava de San Camilo del año 1936 en Madrid, un trabajo de aparente búsqueda experimental, pero que una vez leído deja lugar a la seguridad de que difícilmente podría escribirse de otra manera que como un monólogo desarticulado, omnisciente, abigarrado e inconexo como las peores pesadillas.

Se trata de un libro autobiográfico, si por tal cosa entendemos lo que debió sentir entonces Cela, mozo de 20 años, ante el espanto seguro de la contienda y la perspectiva terrible de perder la vida en la flor de la edad. Su prólogo nos habla menos del escritor que del hombre:

A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia.

Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro.

Ofende al buen sentido una simplificación tamaña, como la de poner en pie de igualdad el ataque a un gobierno legítimo por el militarismo, la plutocracia y el fascismo con la heroica ofrenda de la vida por la libertad que hicieron los integrantes de las Brigadas Internacionales, muchísimos de los cuales ni siquiera eran comunistas. Y esto no significa desconocer que entre los valedores de la República hubo carniceros como Andre Marty o que en el seno de aquélla se dirimieron crueles conflictos entre estalinistas y trotskistas.

Cela volvió sobre el tema una década después:

La dedicatoria de mi novela no gustó a casi nadie, pero la mantengo, porque tampoco la puse para que gustase a nadie, sino para que a alguien, a lo mejor, le remordiera un punto la conciencia. No me hago excesivas vanas ilusiones.

De las guerras suelen escribir los turbios oficinistas de la retaguardia, esos azuzadores de los más ruines y venenosamente domésticos instintos, y no los claros soldados que, salvo casualidad milagrosa, van para muertos.6

Cuesta no ver en estas palabras una defensa de lo que en la Argentina llamamos la “teoría de los dos demonios”; duele comprobar que el genial escritor, llevado de sus convicciones conservadoras, pone la culpa del baño de sangre por igual en los que se aliaron a Hitler y Mussolini, sometieron por el terror a la población civil y bombardearon Guernica, y en los que quisieron cambiar para mejor a una sociedad en algunos casos semifeudal.

Tal vez pareceres como el suyo fueron los que allanaron el camino de la llamada “Transición”, en las que vaya a saberse si España, o su clase política o parte de su pueblo, canjearon democracia política y bienestar por impunidad para unos crímenes que agravian la conciencia de la humanidad.

Camilo José Cela describió como nadie el drama de 1936-1939 y sus consecuencias hasta la desaparición física de Franco. Lo hizo a su manera, escribiendo la mejor prosa posible y sin ahorrar provocaciones y polémicas, tal vez para no hacerse cargo de algunos episodios lamentables de su pasado. En su descargo, vaya este párrafo que lo muestra en toda su magnífica dimensión de artista y de ser humano signado por la mayor de las tragedias de la historia milenaria de su patria:

(...) a Buda y a San Francisco para perfeccionarse sólo les faltó ser cachondos, si algún día el hombre sigue las huellas de Buda y de San Francisco y renuncia a la falsa riqueza de los bienes materiales y fortalece su espíritu en la humildad sin menosprecio del sexo, ese día la humanidad estará salvada y se reirá de las guerras y de las revoluciones, de las policías y las leyes, de los funcionarios, los reglamentos y los mecenas, lo que ignoro es si llegará alguna vez ese día bienaventurado, debemos mirar el porvenir con los ojos de la esperanza, nadie puede quitarnos la esperanza, no quiere decirse pero la esperanza es como un cascabel que espanta a la muerte, como una flauta mágica que ahuyenta a la muerte, luchemos cipote en ristre contra los mitos que atenazan al hombre, las banderas los himnos las condecoraciones los números las insignias el matrimonio los platos regionales el registro civil, tú y yo tenemos el deber de luchar contra los artificios que adulteran al hombre, que dan color de muerte a su existencia y sequedad de esparto a su conciencia (...).7

Camilo José Cela, como tantos, tenía veinte años cuando lo mandaron al matadero. Pero, como a Unamuno, le dolía España, y no trepidó en empinar su cáliz las veces como fuera necesario. Escribió —envenenándose— la fiesta propiamente dicha y aun sus vísperas y más aun la octava, para que nadie dudara de su compromiso. Allí residen su pasión y su grandeza.

 

Referencias

  1. Conf. Hugo THOMAS, La Guerra Civil Española, Hyspamérica, Madrid, 1980, Tomo 2, págs. 29/31.
  2. Bodas de sangre (1931).
  3. Antonio MACHADO, Proverbios y cantares, LIII.
  4. Construcción blanda con judías cocidas (Premonición de la Guerra Civil Española), 1936.
  5. Conf. José Manuel CABALLERO BONALD, cita al prólogo de La colmena, Hyspamérica, Ed. Orbis, S.A., Buenos Aires, 1983.
  6. Camino para la paz. Los historiadores y la Guerra Civil, Hyspamérica, La guerra civil española, tomo 6, pág. 378, Discurso de la quiebra.
  7. Vísperas, festividad y octava de San Camilo en Madrid 1936, Epílogo.