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Juegos de Dios

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A Mery Sánchez, El Sandino y Daniel Marín
por los años pasados y los que vendrán

Diciembre resulta un mes impredecible en estas latitudes tan poco rigurosas. Es en otros lugares donde diciembre semeja una inmensa bola de nieve a la cual sólo se debe colocar los adornos adecuados para tener el mejor helado de Dios. En estos territorios de templanza veleidosa el cielo no tiene noción de las estaciones, y no es de sorprender que en pleno invierno el sol aparezca brillando con tanta fuerza que se desprenda la cúpula celeste y se descuelguen los ángeles en plena celebración. Como la lluvia y el sol no cumplen turno alguno las personas que aquí viven no saben el significado de otoño y primavera, a no ser por las alusiones melancólicas de algunos poetas y trovadores. En medio de estos altibajos de la naturaleza los ciudadanos ven llegar la navidad, sin esperar fenómenos extraños, a lo sumo un chubasco de invierno en ocaso, pero lo más seguro es que el día sea de sol naciente.

Una mañana de la Natividad del Señor amaneció nevando. En la plaza pública los primeros en enterarse fueron el jobo, que cubría el pequeño rectángulo, y Caimán. Una de las pocas ventajas de un mendigo como Caimán es vivir primero que todo el mundo un acontecimiento telúrico... abrió la boca asombrado y sintió cómo el frío se metía en ella sin obstáculo.

—Ahora sí estamos completos —dijo en voz alta—, esto era lo que faltaba, ¡nevando en este peladero de chivo! Estas son vainas del diablo.

El último diente se lo tragó Caimán hace unas noches. Soñaba que se le desprendían uno a uno los dientes de su juventud y se incorporó desesperado en el banco de la plaza... “Soñar con dientes caídos es muerte”, pensó. Cuando se despabiló el largo y solitario incisivo había dejado de ser náufrago. Algo diabólico no estaba lejos de su realidad, pues todas las calamidades llegaron juntas: los zapatos en extremaunción, el ropaje devastado y las reumas arreciando con el frío... el remate fue perder el último diente. No había duda, la nevada era un juego malicioso.

La hermana Celina, de la Orden de los Niños Expósitos, salía del orfanato todas las mañanas a recoger en su bolsa frutas, granos y pan que algunos comerciantes del mercado ofrecían como parte de pago pío por sus culpas cometidas en contra de los clientes, y algunos con mayor conmiseración o más altos cargos de conciencia ofrendaban hasta pedazos de tocino, alas de pollo y, cuando la ternura los embargaba, ante la mirada dulce de la hermana, dejaban caer en la bolsa un trozo de res y algunos billeticos y monedas que con su cántico metálico reafirmaban la fe del agio. Esa mañana, al abrir la puerta del hospicio para ir al mercado, un pequeño alud de nieve le cubrió los pies y expresó contenta:

—¡Dios santo, es un milagro! Cosas del Señor.

Los niños se amontonaron en el portal y se veían como retratados en una postal de Noruega visitada por revoltosos pobres, y no aguantaron la tentación de arrojarse en la nieve y jugar a la guerra con las bolitas frías, a la usanza de algunos programas vistos en la televisión. La hermana toleró un poco el asunto, pero al ver el arrebato de los pequeños al empezar a comer de la miel blanca, detuvo la diversión por temor a que fueran a contraer alguna enfermedad meteorológica. Reprendió dulcemente a los diablillos juguetones y ordenó a la conserjería limpiar la entrada y cerrar la puerta. En la calle la ventisca se mantenía tenue y sostenida como un susurro. La hermana se sintió feliz. En la plaza los paisanos disfrutaban el error climático con la dicha de los primerizos, sobre todo los niños entregados a la pasión del juego, sin percatarse del derecho que tienen los adultos a no recibir pelotazos de nieve (según no duele, pero molesta, sobre todo si usted no está jugando). La hermana sintió aprensión cuando vio a los pequeños comer el raspado celeste con regusto... “Dios mío, quieras que no se enfermen”, pensó, y concluyó que todos los niños, ante la nieve, sólo sabían hacer pelotas y comérselas, porque la nieve tenía la gelidez y pureza del alma en el cielo, pues, si tanto le gustaba a los niños, entonces el alma era de nieve. Se persignó por la osadía de su pensamiento y siguió su camino a través de la plaza. Cuando Caimán la vio le pidió la bendición. Era una manera de ganarse el pan y un pedazo de tocino que la hermana le daba, sin interés, al regresar del mercado. La hermana se detuvo para comentar el acontecimiento.

—¿Qué te parece la nevada, hijo?

—¡Que son vainas del diablo pa’embromá a los pobres!

—¡Cómo vas a decir eso! Al diablo no se le ocurren cosas tan lindas.

—Uhmmm, él sabe hacer sus trampas.

—Tú no tienes remedio, deberías rezar y pedir perdón por lo que dices.

A Caimán no le pareció buena idea, hacía años que no rezaba y sólo iba a la iglesia los domingos a medir, con la limosna, la caridad de los pecadores, pero no discutiría con la hermana Celina, pues ella no aceptaría alegatos sindicales en contra de la grey. La hermana se cansó de predicar en la fe baldía de Caimán y se marchó a buscar la caridad.

Cuando la hermana se marchó, Caimán se sintió, ahora sí, totalmente huérfano. Quedó a merced de los otros niños que llegaron con sus padres a disfrutar el acontecimiento. Todos hacían blanco contra él, lanzándole bolas de hielo. Si los viese la hermana seguro que abdicaría de su teoría sobre el “alma de nieve”. Los padres, envueltos en trajes de invierno que guardaban para sus viajes al exterior, trataban de evitar verlos en sus acciones, temiendo no crearles frustraciones. Los muchachos se divertían “tiernamente”. Caimán les deseaba la muerte y amenazaba con perseguirlos, pero sus piernas no estaban dispuestas. Al fin los fusileros se cansaron y lo dejaron vociferando, cubierto de cellisca, como un monstruo de hielo derrotado. Los niños del orfanato miraban, por las ventanitas, la acción de sus congéneres con algo de envidia.

Un pajarito, recién emplumado, ensayando su primer vuelo, se vino en suave picada desde la copa del árbol de jobo, y fue a dar a los pies de Caimán. Era un animalito ansioso y azul, de ojos negros sin párpados y vocación de fugitivo. Caimán lo atrapó de un manotazo.

—¿A ti también te envainó el frío? Los mochos se buscan pa’rascarse, jejejejeje...

Agarró al animalito y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. El ave se debatía como un corazón emplumado, luego se resignó al nido imprevisto y Caimán solamente sintió un palpitar tenue y el picoteo curioso del avechucho que se acomodaba al calor del nuevo hogar. Caimán pensó: “Pobre pajarito, de verdad verdad que hay seres pendejos en el mundo”... Y se acostó a holgazanear sobre el banco frío.

El alcalde se desperezaba para levantarse a cumplir con sus atribuciones, cuando la nieve comenzó a verse caer a través de la ventana de su cuarto. Su reacción fue inefable; él había conocido la nieve, pues al llegar a su cargo pudo viajar en misión política a lugares en donde la nieve más que una novedad es un fastidio. Le conmovía ver nevar en su ciudad. Pensó que se lo tenía merecido, porque él era un hombre con vocación histórica, y este era un fenómeno histórico acaecido en su gestión. En los últimos días había caído estruendosamente su popularidad por darle palos a unos vendedores callejeros que impedían el paso ciudadano y, además, mandó a talar, sin que el cronista de la ciudad le advirtiera, un vetusto árbol que impedía la ampliación del palacio municipal. Los historiadores de la oposición descubrieron, en sus acuciosas indagaciones, que aquel árbol era el símbolo del inicio de la vida democrática, pues fue sembrado por el primer alcalde electo, quien aún vivía. Éste, al enterarse enfureció ciegamente y respondió con la campaña de desprestigio más despiadada que ex alcalde alguno haya dirigido contra un colega en ejercicio. El día que amaneció nevando se sintió revivir, pues sabía que la novedad haría olvidar las calumnias diarias y los kilos de insultos que el vejete ofendido profería por todos los medios de comunicación. De manera que en desagravio propio tuvo la navideñísima idea de apersonarse en la plaza, donde toda la población concurría a disfrutar de la novedad, para leerles su discurso de fin de año. Muchos padres, aprovechándose de sus hijos, lanzaban a escondidas bolas de nieve al orador, seguros de que se acusaría a los pequeños, y la policía no podría intervenir, porque el alcalde había llegado a la alcaldía como “el amigo de los niños”, especie de seres sin ley que en aquella ciudad abundaban; por algo ya tenían su propio orfanato y muy pronto se inauguraría el primer penal infantil.

Terminado su discurso, el agobiado funcionario procedió a anunciar el acto de caridad pública anual: ¡cuál mejor idea que regalar a los niños del orfanato una noche blanca! Una navidad de verdad. Tenía la nieve y un inventario de juguetes de las fiestas pasadas donde él mismo se vistió de Santa Claus (cosas de alcalde), y repartió felicidad en los barrios pobres. Ahora con el lío de los buhoneros apaleados no podía ir a los barrios, y mucho menos en esas fachas que avivarían las críticas. Sería mejor no correr mayores riesgos y tener público pobre en un sitio seguro, y en cuanto al personaje del traje rojo...

La hermana Celina regresó pletórica; Caimán sonrió al ver la bolsa. La mujer de Dios sacó la ración y se la extendió amorosamente. Caimán la tomó como quien quiere más.

—Mire, hermana, ¿usted no me piensa dar mi aguinaldo?

—Si fueras más joven te daría unos coscorrones.

—¿Y por qué mejor no me daba un dinerito pa’l café o un roncito? Hace frío, no crea.

—¿Café y qué? —dijo furiosa—. ¡Dios me libre! Sólo el Señor te apartará del vicio.

—Él y yo estamos en la buena.

El alcalde interrumpió la contienda con una sonrisa muy municipal. Explicando sus intenciones hizo iluminar el corazón de la hermana y estremecer la antigua modorra de Caimán. Asustado por las intenciones del conserje, pegó un brinquito estentóreo.

—Mire, jefe, regálele a los niños lo que quiera, pero no me venga a comprometer a mí, que yo soy un hombre serio aunque usted no lo crea.

Sin embargo, la resistencia de Caimán se resquebrajó hasta desmoronarse ante la oratoria del alcalde, experto en convencer relapsos con su elocuencia hemorrágica, sus recursos de actor y su dicción meliflua con tono de pastor de ovejas descarriadas. La hermana Celina claudicó ante el pecado de la admiración y Caimán fue vencido.

—Bueno, está bien, hermana, pero que este señor me pague lo mío.

—¿Cómo lo duda, buen hombre, le pago de antemano?

La hermana intervino angustiada.

—No señor, se le pagará esta noche en lo que esté vestido y listo. No correremos riesgos con él.

Caimán convino, con algo de molestia, estar en el orfanato a las 7 pm, y a esa hora llegó. En el patio estaba todo en su lugar: la mesa larga con mantel y lazos verdes y rojos, el árbol de navidad al estilo oficial, micrófono y cornetas para la animación...; el alcalde apareció acompañado de un séquito de reporteros, fotógrafos, secretarios y mirones; él mismo llevaba el traje de Santa Claus colgando de un perchero y forrado en plástico como recién sacado de la tintorería. Caimán tragó grueso y trastabilló, mientras, por primera vez, el pequeño pajarito metido en su bolsillo le picoteó el muslo.

En una jornada azarosa, metidos en un cuartucho, algunos miembros de la comitiva municipal terminaron de vestir a Caimán. El traje rojo no hallaba asidero en la flaca humanidad, los pies se movían desorientados dentro de las botas excesivas y la barba de algodón casi cubría el pequeño rostro chato. El alcalde, ante la mirada dudosa del cuerpo de vestidores, felicitó a la deprimida alegoría, que parsimoniosamente recogía sus harapos. El pajarito salió desesperado del bolsillo y revoloteó por la habitación causando alborozo, y el alcalde atribuyó a Caimán cualidades de mago y artista. Caimán atrapó al pajarito y no hizo caso al comentario, pues sus atributos en esos menesteres eran los de vivir colgando de la incertidumbre sin caer. Además ya el fulano avechucho le estaba causando molestias y si aún lo llevaba no era por la compasión de las primeras horas de la nevada, sino por la posibilidad de venderlo en el mercado cuando terminara de emplumar. El alcalde le extendió tres billetes suficientes para comer barato por unos días y lo animó a salir con una palmada. Al guardar los billetes el pajarito le picoteó la mano cariñosamente, quizás agradecido por la holgura del nuevo bolsillo y el olor del dinero nuevo. Antes de salir al patio, un grupo de la comparsa pública lo detuvo para darle algunas instrucciones y los últimos retoques. La hermana Celina emocionada le lanzó un beso. Él estaba entregado y asentía sin emoción alguna.

Olores mezclados entre comida, golosinas y platería de plástico, mesón pretencioso, cesta de hallacas, pancitos y nueces, gaseosas, guarapetes y chichas... ¡fiesta! Detrás del dispositivo gastronómico los niños, algo aturdidos, buscaban el descuido de la hermana Celina para lanzarse bolitas de pan y pellizcarse. El ciudadano alcalde pasaba revista aprobando, con el tierno gesto de frotar las bélicas y reprimidas cabecitas que no contaban con aquella excentricidad de comer en navidad como si fueran niños con papás y mamás y buena suerte. Sólo una silla estaba desocupada. La hermana se acercó al alcalde para explicarle.

—Está desocupada, pues la niña que debía ocuparla arde en fiebres.

—Bueno, hermana, no importa, yo me sentaré allí.

Y el alcalde tomó asiento en medio del campo de batalla. Caimán se asomó y se lanzó a ritmo de buey. Nunca pensó que ser otro sería tan abrumador. El azulejo le seguía picoteando la pierna y un sudor en cascada le recorría la espina cayendo en medio de las nalgas aplastadas. La cara chata y sin quijada se perdía entre la barba de algodón, y cuando carcajeó, siguiendo las instrucciones oficiales, a la usanza de Santa Claus (alias San Nicolás, dijo un funcionario), el hueco solitario y oscuro de la boca quedó expuesto penosamente a la rechifla infantil.

Entonces se declaró la guerra y Caimán recibió un bombardeo inmisericorde con pasteles, panes y nueces, y el alcalde, tratando de imponer su autoridad, tomó el micrófono para recibir del más osado combatiente un sordo cachiporrazo de pan de jamón que lo hizo sucumbir bajo las ramas del árbol de navidad. La hermana Celina hubo de echar mano del mismo instrumento con que Cristo corrió a los mercaderes, sólo así a punta de cuerazos al aire y admoniciones pudo apaciguar el pandemónium. Al concluir la batalla el escenario era un guiso de manteles, barro y nieve con trozos de comida. No quedó otro recurso que obligar a los infantes a limpiar el pastiche; luego fueron colocados en ordenada fila y pasaron uno por uno a pedir la bendición al alcalde y recibir un regalo de fin de año de manos de Caimán, quien azarosamente y sin distinguir entregaba camiones de plástico a las niñas y muñecas de... plástico a los varones. Al final los niños descontentos fueron retirados, en silenciosa protesta, a sus dormitorios, y el alcalde se marchó con su comitiva dispuesto a enfrentar, al día siguiente, la maledicencia de la prensa que haría leña del árbol caído y de él también por culpa de algún “infiltrado” de la oposición.

La sombra roja caminaba en círculo, desecha y empegostada, sobre la nieve hirsuta. Antes de apagar las luces la hermana Celina le pidió al buen San Nicolás Caimán (alias Santa Claus) que por favor se quedara a dormir dentro, pues el frío en la calle delinquía alevosamente. El destartalado héroe aceptó sin ningún orgullo herido y pidió con voz cascada:

—Pero me da desayuno para mañana.

—Si Dios quiere, se dice.

—Si no quiere, me da pa’compralo.

—¡Jajá jajá! No te acomodarás nunca.

La hermana lo besó agradecida en la mejilla y se fue a su celda a seguir orando por las almas perdidas. Caimán se sintió bien, hacía años que estaba olvidado de besos maternos, de tremenduras navideñas y de... El pajarito arreció su picoteo y Caimán dio un suave manotazo al bolsillo para aplacar el ánimo del caníbal; luego salió del patiecito circular y dio un paseo entre las sombras de los pasillos. Brotaba un silencio redondo, y la sombra del claroscuro se abría y cerraba como puertas tristes, sin llaves ni cerrojos ni bisagras; sólo puertas volando por el aíre frío y muerto. Un rayito de luna corría despabilado; entonces, el patio se puso como un cadáver. Todo estaba muerto. En el silencio, Caimán buscaba calentarse. Se odiaba por no haber comprado un trago... “¡Viste, por está respetando!”. Un trago bendito de ron... ron mata frío... mata soledad... mata silencio. Recordó el dinero y hurgó en el bolsillo; estaba allí como nido del pájaro, quien de inmediato reanudó el picoteo; entonces, de lo más denso del pasillo se desprendió un llanto hiposo. Caimán buscó el origen del manantial; la ventanita dejaba ver la figura pequeña llorando debajo de un rayo tenue: la niña tenía erupción y fiebre; y separada del resto para evitar la epidemia, quedó olvidada del mundo y de San Nicolás (alias). Se enteró del agravio que sufrió su héroe, pero él, grande y bondadoso, no falló y dio los regalos a sus atacantes: “¡Así es él!”, pero cómo pudo olvidarla a ella tan íngrima, tal vez la pena del acribillamiento lo hizo marcharse sin visitarla... Pobre niña tonta con fiebre y erupción, sin juguete por culpa de la guerra... Pobre San Nicolás masacrado con cremas y pan.

Caimán se acercó a la ventana; el pajarito picó, picó y picó como pican los pájaros cuando quieren romper billetes, bolsillos, piel. Caimán tomó al animal con rabia al sentir el piquete sanguinario y quiso sacarlo y matárselo al suelo, pero el grito de la niña, quien se incorporó doblemente afiebrada, lo detuvo. Se miraron hondo como se miran los solos cuando se encuentran. Ella no reparó en lo astroso del traje, en la barba marrullera ni en el rostro hundido de San... ¡ese!, quien parecía haber confundido la navidad con el carnaval. Él sintió un cariño de viejo abuelo sin hijos. El pájaro perforador palpitaba; entonces, San Nicolás Caimán lo acercó a la niña, quien detrás de la ventana se iluminó con mil rayos de luna y las sombras se relucieron tenuemente. La nieve ya moribunda refractaba un color lívido y Caimán posó la avecita en las manos trémulas de la niña, desordenó cariñosamente sus cabellos y se marchó, moviendo su vida a ritmo viejo, con la puñaladita del pájaro regalo aún caliente.

La mañana siguiente el pájaro amaneció de azulísimo, el cielo también fue azul y limpio y el sol... muerto de risa. No había para qué recordar la nevada fugaz, pues se sabía que eran “juegos de Dios”, decía la hermana.

La niña de mejor ánimo se asomó a la ventana y abrió la prisión de sus manos para dejar ir a su nuevo y fugaz amigo. El ave subía y bajaba en juego alegre y sin bolsillos, la niña fue feliz al ver el regalo del San fulano volar realengamente y lanzarse sobre la copa del árbol que lo echó al mundo en ese lado del mundo... ¿Dónde estaría San Nicolás? Anoche desapareció inesperadamente como todo ángel serio en su oficio. La niña creyó que el pajarito era como el alma de San Nicolás.

La hermana Celina salió el día de los inocentes al mercado. El banco de Caimán estaba solo y solo también estaba al regresar del agio, algunas hojas del jobo desecadas y nada más; entonces se preguntó dónde estaría, y se dijo sosegada: “Debe haberse mudado de plaza”. Guardó el pan y el tocino y dio su bendición al banco solitario pensando que ahora, al menos, tendría un buen ahorro para los huérfanos.