Letras
¡Conmigo no se juega!

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El jefe paramilitar llegó a mi casa finca con el firme propósito de hacerme entrar en razón. Los vecinos de la vereda se habían quejado ante el alcalde y ante el comandante del batallón por el volumen de mi equipo de sonidos durante las fiestas semanales que yo hacía y a las que invitaba a mis amigos poetas, artistas y literatos. Alegaban mis vecinos gobiernistas ante las autoridades municipales que no eran fiestas sino orgías en las que no faltaban las putas que se prestaban al juego de la botella y en las que todos y todas terminábamos en pelotas. Y yo decía ante esas autoridades que las amigas que asistían a mis fiestas no eran putas sino escritoras y bailarinas del Ballet Folclórico que nos hacían la noche agradable con su compañía y que no se encueraban sino que bailaban con nosotros el porro, la danza típica de la provincia, que deja descubiertas las piernas y la intimidad vestida de la bailadora, con sus giros alegres y el concurso coqueto de las polleras.

Pero el señor comandante del grupo paramilitar llegó decidido a no dejarse convencer, a hacerme abandonar la vereda. “A mí no me vas a mamar gallo con el cuento del derecho que tienes sobre el espacio de tu casa y de tus tierras”, me dijo al enterarme del motivo de su visita.

—Yo no soy el alcalde pelotudo del pueblo ni el comandante bandido del batallón. Yo sí hago respetar la voluntad de los propietarios de la región —me dijo segundos después.

—Yo también soy propietario y tengo derechos como los demás —le dije.

—Pero los demás son más propietarios que usted y apoyan a nuestro presidente Uribe y usted no —respondió con cara de desear terminar pronto su visita.

Cuando vio que yo trataba de argumentarle, con el código de policía entre manos, que tenía derecho a hacer fiestas con música que no pasara de determinados decibeles, me atajó y me dijo:

—Guarda ese código de mierda, ¡comunista!, que a mí no me sirve. ¡O te largas de aquí o te mueres! —gritó con voz de juez dictando sentencia—. Y para que no te quede duda de que hablo en serio, ¡mira!

Entonces tomó de los cabellos a la mucama que me servía desde hacía varios años, la tiró al piso de la sala y empezó a machetearla hasta dejarla convertida en trozos de mujer muerta tendidos sobre un inmenso charco de sangre.

—¡Eso es para que aprendas que conmigo no se juega! —vociferó con los ojos encendidos de la ira y se marchó.

Sobra que les diga que mi alma de humanista no resistió semejante brutalidad criminal, y que caí desmayado. Cuando desperté busqué el rastro de sangre en la sala y el cuerpo trozado de mi empleada doméstica. Al no hallar las huellas macabras de semejante crimen, escuchar la voz dulce de mi nieta dándome los buenos días y ver que no estaba en una casa finca sino en el apartamento de mi hija, entendí que todo había sido una pesadilla, la repetición corregida y aumentada de la tragedia familiar que me contó el poeta liberal que tuvo que vender sus tierras andinas y venirse para la Costa huyendo de los paramilitares.