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Una antesala del cine

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Fotografía: Amelie Sourget

Abandonaremos los lugares que amamos; empezaremos a darnos cuenta de que el tiempo envejece deprisa cuando notemos que todo cuanto acontece a nuestro alrededor es una repetición imperturbable de la escena que acabamos de ver en la pantalla; los cines sufrirán el impacto de la cablebasura; los exploradores del Internet en busca de películas que nunca llegaron a su país serán perseguidos por los nuevos comisarios que han de llegar armados con un ojo penitenciario y punitivo capaz de consumar cada uno de nuestros actos, entonando la conocida pesadilla kafkiana: estás detenido, no puedes salir de tu domicilio y tienes derecho a callar; no habrá film que pueda rescatarnos de nuestra cotidianidad hambrienta de historias; quizás no habrá tiempo para digerir tanto atropello y lo único que podremos decir es: hace mucho que habíamos abandonado este lugar, o hace mucho que ese lugar nos había abandonado a nosotros; a nosotros, los ciudadanos del tercer mundo, se nos privará de ver y volver a ver películas como El artista, Principiantes, La joven Jane Austen, Nunca me abandones, Perdidos en Tokio, Violines en el cielo, Las vírgenes suicidas, La vida interior de Martin Frost, Sostiene Pereira, La noche, En el nombre del padre, Flores rotas, El abrazo partido, Expiación, El mismo amor la misma lluvia, Capote, Creación, Cigarros, entre tantas otras; y ante este futuro que apenas empieza a proyectarse, queda por decir a quienes van a sacar rédito de las nuevas leyes de derechos de autor: si ese es el futuro, tranquilos, pueden quedarse con ese tiempo amplio, sinuoso y subrepticiamente fugaz.

Pero convengamos algo, y es que no, nosotros, los que rondamos la mitad de la veintena y vamos en camino a ser treintañeros en poco tiempo, no somos los primeros en tener que enfrentarnos a una conspiración que ataca y contraataca por diversos medios algunas formas de entender el cine. Antes de que empezáramos a leer con indignación la ley que trata como criminales a quienes se ganan la vida vendiendo películas en los andenes de las calles más comerciales de la ciudad, y del país, hubo una serie de hechos que propiciaron el derrumbe de una estructura con la cual muchos nos sentíamos identificados. Una buena película debía poseer un buen guión, decíamos, y así lo reflejaban las entrevistas que pudieron realizarse en su momento a directores y guionistas como Michelangelo Antonioni, Bertolucci, Coppola (tanto padre como hija), Ishiguro, Sheridan, Kureishi, y el más reciente de ellos, el todavía joven director Christopher Nolan. Un buen film debía reinventar el género al cual pertenecía, y más que un intento por encajar dentro del catálogo de las películas de moda debía crear nuevas modas, o mejor, nuevos modos de crear cine. No obstante, ese concepto que teníamos sobre los elementos principales que debía contener una película, pronto quedó diseminado, y los que hasta entonces habían sido los grandes artífices de los grandes éxitos hollywoodenses de la época fueron expulsados del trabajo sin un duro en el bolsillo, pasando del backstage de las cámaras a los garajes de sus respectivas casas, y de los garajes a casas derruidas, familias hundidas por las deudas, un padre colgado en el garaje de casa, etc. Lo que había acontecido con Hector Mann, el personaje principal de la novela de Paul Auster El libro de las ilusiones, y George Valentin, el protagonista de El artista —ambos víctimas del cine hablado, de la afición de los magnates de turno por encontrar rostros cada día más frágiles en busca de una oportunidad única y listos para hacer cualquier cosa con tal de quedar durante tres minutos en alguna película y poder aparecer dentro de los extras, y de las nuevas estrategias de promoción y captura de espectadores—, había empezado a ocurrir con ese grupo de guionistas indignados que no podían mirar atrás. (En realidad, tanto Hector como George prefirieron la dignidad, la sonoridad, y los reflejos inéditos que propiciaban en los actores y espectadores la provocación que significaba cada silencio). Y si bien un puñado de guionistas desesperados había dejado un camino más que pavimentado para que los grandes productores no tuvieran nada más que hacer que el simple hecho de esperar las oleadas de dinero encaminadas a sus manos, sucedió un fenómeno similar a cuando las doncellas ven el camino cercado por los extranjeros que las pretenden, o cuando los niños ven demasiados artificios detrás de las historias que les cuentan, y que no es otra cosa que emprender el viaje hacia otras latitudes, fenómeno que los magnates pudieron denotar con la ausencia en los cines de miles de espectadores. Nunca ir al cine fue la respuesta de muchas personas ante la tentativa de destruir lo que para muchos era la mejor forma de hacer buenos amigos, encontrar distintos puntos de vista sobre una escena, interpretar sus vidas y conversar tranquilamente, sin las limitantes que suelen ser las profesiones, el lenguaje, los círculos sociales, y bandos o pandillas políticas.

Si todo ha de desaparecer, incluido Hollywood y sus salas de producción, se preguntaron los guionistas desempleados, por qué no habrían de desaparecer también ellos, pero escribiendo. Y así surgieron algunas grandes series y miniseries archiconocidas por todos, entre las que, por sólo nombrar una y no extendernos en un largo listado, podemos destacar la presencia de la serie Los Soprano. Por supuesto, no faltó el director y patrocinador de cine que, como Carlos Barral en su momento, maldijo el día en que decidió rechazar la pluma de un escritor capaz de convertir en una obra del rey midas a la casa editorial o cinematográfica que lo apoyó desde un principio. Pasaron de vivir para escribir en una sociedad conocida, a escribir para habitar y pertenecer a una sociedad desconocida.

Esto ocurría en Estados Unidos, y en otras latitudes la iniciativa de combatir a los grandes empresarios y sus grandes productoras fue recibida con un caluroso abrazo. Los vasos comunicantes entre los indignados de Estados Unidos, América Latina, Europa, Asia y demás territorios tomaron fuerza, y la crisis económica no impidió que esos lazos invisibles que unían a los indignados se hicieran cada vez más visibles. Una de las últimas iniciativas para combatir a las grandes corporaciones ha sido la emprendida por Orsai, revista literaria argentina que ya cuenta con las firmas de Villoro, Hornby y compañía. De este lado del mundo, la pregunta que se habían hecho los guionistas indignados volvía a florecer. Si las editoriales han de colapsar, si ya sólo serán publicados los amigos de los editores, si todos en el negocio del libro van a ganar un buen dinero, salvo el escritor, por qué no dar un paso adelante, sin recular en la iniciativa de contar otras historias; historias capaces de tomar distancia de los requerimientos y exigencias de los encargados de administrar y controlar todo cuanto concierne al planeta libro.

Como podemos ver en este primer plano, el cine —al igual que la industria editorial— ha sido asidero de múltiples batallas épicas donde quienes ostentan el dinero han dicho: sí, la pasta puede comprarlo todo. Aun cuando no haya faltado el valiente en decir que el amor y el arte no eran otra cosa que aquello que no puede poseerse, la risa y la mofa por parte de las grandes corporaciones tampoco han tardado en aparecer. Y sí, no, no somos nosotros, los nacidos a fines de los años ochenta y principios de los noventa, los primeros en tener que enfrentarse a esta mezcla de matices cada vez más enrarecida. Tampoco somos los primeros que, ante el encogimiento de la ciudad y el cierre de las puertas de acceso al cine independiente —a lo no comercial, a aquello carente de efecto boom, a las imágenes con memoria—, han tenido que crecer a manera de un longplay inédito a la espera de una oportunidad para salir a pasear y contemplar otro paisaje.

Hay infinidad de antesalas en, antes y después de salir de un cine. Aun cuando tenga algo de impensable insinuar que había un antes o un después a eso que acabamos de ver en la gran pantalla, cabe decir que sí, que los fragmentos fílmicos reproducidos en las salas de cine alrededor del mundo, quizás no haya sido más que un trazo del boceto inacabado. Al final de la película del rey, no existía un hombre que aprendía la lección, sino un heredero que aprendía y deshacía la lección en cada una de sus acciones; en la película donde la adolescente, perversamente enamorada de un hombre mucho mayor que ella, decide cuidar y ser feliz con él por el resto de sus días, en un fragmento inédito se muestra cómo el hombre decide huir de casa, de la ciudad y de su novia adolescente por pudor consigo mismo; en la película donde una joven de veinticinco años, con un título de filósofa obtenido en alguna universidad americana, se enamora de un actor maduro, olvidaron exponer ante el público la parte donde, entre sueños, las ninfas le cantan a la joven una melodía donde la gran protagonista es ella, y el bonus track incluye una cámara que escapa a un mundo convertido en una plataforma inteligente, Bill Murray, y la niñez perdida, acaso recuperada en la mirada de Bill; detrás de la película donde la gente respira agitada entre muros y todo parece indicar que se trata de un inmenso palacio enterrado en el corazón de la tierra, habitado por personas que todo el tiempo hacen el amor, está la historia de un hombre enfermo de cáncer a quien llega poco aire y el acto de respirar se ha convertido en el trance más enigmático de la existencia; en el cinema, hay dos niños de siete y once años que suben las escaleras apenas iluminadas por una luz intermitente, uno de ellos tropieza con un pie, y no sabe cómo explicar su torpeza ante el hermano mayor, pero no tiene que decir nada, pues su hermano le ha dicho que no importa, que mejor se sienten a ver la película, y todo esto no es más que una antelación a la belleza de la amistad, tema resaltado una y otra vez a lo largo de casi dos horas por un gran número de juguetes con vida propia en la pantalla gigante. Fuera del cine, en la que podría ser llamada una antesala más, un hombre observa con asombro a una joven idéntica a la nieta de Hemingway que vio en el diario de la mañana, salvo que ésta no labora como modelo, sino como vendedora de películas, muñecos de trapo y seda enfundados en celofán mitad transparente mitad arcoíris, y bolsos confeccionados con materiales ecológicos.

Hay muchas antesalas del cine, y una de ellas puede estar cerca al cinema de tu barrio. Su nombre es Juana, tiene veintitrés años y, como ya he dicho, es idéntica a la nieta de Hemingway. De cuando en cuando hay alguien que paga de más por un bolso, un muñeco de seda, y hasta por una película, quizás por la amabilidad de la joven o, como dice Roberto, otro de los vendedores ambulantes de la calle y uno de los mejores amigos de Juana, por su deliciosa belleza. Lo cierto es que por ella he conocido la historia de varias personas que salen desde muy temprano a ganarse la vida en el paseo de los hippies. De Roberto conozco mucho y nada al mismo tiempo, salvo que se trata de un hombre con dos hijas que van a la universidad, que en su juventud él también deseó ir a la universidad a estudiar sociología, que entre pecho y espalda posee dos matrimonios fracasados por su extrema juventud y por su excesiva madurez respectivamente, que le encanta la literatura griega, las novelas de Hawthorne, el cine argentino y, muy a pesar suyo, ha empezado a tener suerte en el amor a una edad inesperada. Cerca del sexto piso ha recibido tres propuestas para irse a vivir con mujeres menores que sus dos hijas. La última vez estuvo a punto de dar el sí a una estudiante de música, pero decidió a último momento no traicionar el estilo de vida que ha llevado en las dos últimas décadas. Para Juana, Roberto estuvo a punto de dar el sí porque con la estudiante de música era la única con la que podía compartir las canciones del pasado y llorar tranquilamente, sin importar el patetismo que pudiese generar en una joven con otros valores y otra moral, la imagen de un viejo entretenido en pasar una segunda mano a los tiempos pasados. Aparte, cuando las melodías del violín empezaban a sonar por todo el apartamento de Roberto, el hombre sólo podía adorar a la jovencita que lo transportaba de un espacio a otro —de África a Argentina, de Brasil a Portugal— con su música. Cuando Juana le preguntó qué sentía al ver y escuchar a su novia tocar el violín, Roberto le contestó que no sabía, pero que era como si la caja de Pandora apareciera ante él y no pudiera hacer otra cosa que contemplar cómo el relato antiquísimo adoptaba otras formas, principios y finales en los acordes ejecutados por la violinista. Lo mataba el deseo de seguir descubriendo aspectos insospechados de la estudiante de música, pero también lo mataba que sus hijas en algún momento vieran a su padre sufrir por algo que quizás no pasara de ser una ilusión, un encantamiento pasajero. La curiosidad ha tomado posesión de mí cuando hablamos con Juana de Roberto y su historia con la violinista, pero algo en su mirada suele insinuar que hasta ahí está bien, que hay esperanza, y que historias secretas es lo que lleva sobre sus hombros, y hasta ahora no ha empezado a sentir el peso o el deseo de querer deshacerse de ellas. A veces me pregunto qué tanto de ficción y no ficción hay en lo que dice Juana sobre Roberto, lo que Roberto cuenta, y lo que ahora escribo sobre él.

Y así como Roberto tenía una historia que contar, Santiago tenía la suya. A los quince años recibió de un padre lacrimoso una cámara modelo 72. Poco a poco él también comenzó a tomarle cariño. Un día llegó la carta de aceptación de una prestigiosa universidad en Argentina, que ofrecía media beca para estudiar dirección de cine. El casi adolescente viajó, pasó unos días en la academia, descubrió que lo suyo era el cine, pero no la dirección sino la escritura de guiones. Trabó amistad con algunos escritores, periodistas y músicos de su nueva tierra, y desde la primera noche que pasó en Buenos Aires al lado de sus nuevos amigos supo que difícilmente cumpliría la palabra a su padre. Escribió mucho, mandó distintas propuestas a revistas culturales en Argentina. Alcanzó a publicar un artículo, tres crónicas y un cuento en suplementos de tiraje regular. Después de seis meses y medio se dijo a sí mismo que era suficiente, que no quería escribir una tesis, y que con lo ahorrado de la beca fácilmente podría ir a Europa y malvivir un tiempo con ese dinero mientras conseguía algún empleo. Consiguió distintas maneras de ganarse la vida y se las arregló para no pasar más de una semana sin llamar a sus padres. Cuando creía que ya el asunto del cine había quedado atrás, enterrado en los sueños de juventud de su padre, la pregunta de siempre volvía a resplandecer. Siempre, no importaba que estuviera amaneciendo en una buhardilla francesa, en un parque italiano o en un hostal holandés, o que no hubiese tenido dinero para almorzar, o que llamara sumamente triste a casa, el padre de Santiago se las arreglaba para hallar un punto de interferencia en la conversación y preguntar: ¿Y bien, dime cómo está la cámara? Tardó tres, casi cuatro veces de lo que duraba la carrera, pero volvió sin diploma, sin aires de director de cine, con unos exiguos ahorros de ciento veinte dólares y sin muchos ánimos de regresar al territorio nacional. En realidad, la cámara modelo 72 era lo único, o una de las pocas cosas que habían mantenido levemente unidos al padre y al hijo durante muchos años sin hallar temas de interés común. Si bien no se había convertido en un director, ni en guionista, y tampoco había conocido a la gente que más admiraba en sus años de juventud, Santiago había filmado breves segmentos de los lugares donde se habían filmado las películas favoritas de su padre, y también las suyas.

Una antesala del cine puede iniciarse en un encogimiento de los espacios, un cambio en la atmósfera, y una serie repetida de pensamientos contrariados por parte de los habitantes de un lugar. Cuando percibes la angustia en un rostro conocido, algo en tu interior se contrae, y empiezas a pertenecer a un lugar que podría haber sido el tuyo. Mientras converso con Juana sobre mi madre, el accidente, la frontera que se formó entre una parte de la familia, la coincidencia de que por esos días íbamos a ver Los fantasmas de Goya, el descenso por las escaleras, y demás detalles que ella conoce de sobra, vemos cómo la policía se toma las calles, despoja de mercancía a los vendedores, y lanza golpes a cualquiera que se atraviese por la calle hippie. Estábamos en plena mudanza cuando ocurrió el accidente. No teníamos conocidos en la nueva residencia. Mi hermano se acababa de mudar al extranjero. Mi madre no tenía mucho contacto con sus viejos conocidos. Y yo estaba a la espera de que la difícil situación se resolviera cuanto antes. Fue gracias a Juana y a las películas que ella me proporcionaba todas las semanas que mi madre pudo disfrutar de una convalecencia muy llevadera. Los encuentros con Juana no tardaron en convertirse en visitas literarias, en conversaciones sobre la lealtad de algunas películas a las novelas originales, en Wittgenstein y otros filósofos con vidas interesantes que merecen una buena cinta en la gran pantalla, en la agradable aventura que sería llevar toda la obra de Raymond Carver y David Foster Wallace al cine, en la idea de recrear algunos relatos fantásticos para niños escritos por Nathaniel Hawthorne con la música de Sufjan Stevens, Mulatu Astatke, y Andrew Bird como telón de fondo, en la admiración que sentimos ambos por la obra de Rodrigo Fresán, sobre todo por Historia argentina, en la posibilidad de hacer buenas películas desde algunas conferencias y crónicas sobre el nuevo y el viejo cine, en la oportunidad de participar en Cannes con un cortometraje sobre Porfirio Barba Jacob y la siembra de marihuana en Central Park, en Nueva York. La bronca familiar se deshizo, los espacios restringidos quedaron abiertos, y lo que parecía un descenso estrepitoso viró por otro camino. Un camino ascendente, sin temor a caer nuevamente. Un escritor de ciencia ficción, creo que era Stanislaw Lem, decía en alguno de sus libros que todo descenso tardío derivaba en un ascenso prematuro, y al parecer no estaba hablando de una alegoría futurista sino de una muy actual. Juana y yo también corremos, nos hacemos a un lado, y esperamos a que la pelea entre algunos vendedores y la policía baje los decibeles. Desde la acera que nunca se detiene observamos lo que ocurre al otro lado. Es un campo romano de polvo de ladrillo al calor de la batalla y de los fuertes vientos que se arremolinan e impiden ver con claridad lo que está sucediendo. Es una vieja película de malentendidos donde nadie comprende lo que siempre ha sucedido y que quizás alguien empezaría a entender si se detuviese un momento a reflexionar sobre lo acontecido en el jardín de las Hespérides hace ya muchísimos años, en un tiempo inmemorial, conocido sólo por un par de historias que nos hablan de ese lugar. Entre el público no hay nadie que, como Fernando Pessoa, quiera aparecer en escena y declararse como el jefe principal de la tripulación pirata, responsable de una batalla aún por venir. Lo único que podemos hacer es aguardar a una nueva apertura de los espacios restringidos, una nueva antesala del cine. Una antesala donde la película que se esté filmando sea tuya, nuestra, y podamos percibirlo. Y sí, las únicas batallas que vale la pena elegir se dan en el arte, el cine y la literatura.