Artículos y reportajes
¿Para quién se escribe?

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Ilustración: Doriano Solinas

Empecé a escribir en la pubertad para mí mismo, encerrado en mi pequeña torre de marfil, una miserable pensión de una ciudad nefasta.

Un día abrí la puerta y salí al mundo y descubrí que nadie me conocía, que el mundo era inmenso y ajeno, entonces regresé a mi buhardilla y me puse a escribir para el mundo. Salía a caminar, hablaba con desconocidos y escribía sus historias de fracasos y deseos irrealizables.

Hasta que un día el mundo entró en mi habitación y me empujó afuera; entonces ya no era el mismo mundo, tuve que ganarme el pan y encontré hombres y mujeres que no tenían pan en su mesa.

 

En esa época, golpeado y pisoteado por las patas salvajes del mundo, empecé a escribir para cambiar ese mundo, empuñé un arma cargada de futuro y salí a luchar por maravillosas e inalcanzables utopías.

Hasta que el mundo con sus golpes me laceró el cuerpo, me encerró en una cueva oscura y me gritó: “Perdiste, estúpido idealista, nosotros ganamos”, entonces, en ese oscuro hueco me puse a escribir para salvar mi propio culo.

Después los años sucedieron a los días y cuando me detuve a mirar para atrás, vi el camino lleno de pozos y sucios charcos, el camino que ya no se puede volver a pisar.

 

Hoy, con más derrotas que amores, escribo únicamente para el verdulero de la esquina, mi amigo Andrés.

Cada vez que edito un libro, al primero que se lo llevo es a Andrés.

Él no lee poesía, ni literatura ni nada que no sea el diario cada mañana, dice que allí está todo: novelas policiales, dramáticas, amorosas, históricas, política y religión, humor y fantasía, belleza y obscenidad, vida y muerte, y que no necesita más, y tiene razón.

Pero yo igual le llevo mi libro. Él lo abre y lee el primer poema, si lo entiende y le gusta lee el segundo; en cuanto encuentra uno que no le gusta, cierra el libro y lo coloca en el único estante de la verdulería que oficia de biblioteca.

Nunca más lo abre.

No sé bien cuánto ha leído de mis libros. Una noche de asado y truco, abarrotados de bestias y ahítos de vino, me confesó secretamente que un libro lo leyó por completo, otro lo puso en el estante después del primer poema.

No sé cuáles son, y nunca lo sabré seguramente, pero yo me siento bien con este pacto entre escritor y lector que hemos desarrollado.

Además, como él dice, su biblioteca de un solo estante tiene únicamente mis libros, y agrega socarronamente, los libros del mejor poeta que conoce, del único que conoce.

 

Es para mí un orgullo personal que ningún otro escritor puede darse.

Todos mis fracasos están allí, y ese es mi gran éxito, único, imbatible, entre todos los escritores y poetas del mundo.

 

Por lo tanto, amigos y poetas, les comunico en este instante que seguiré escribiendo hasta que me muera, para mi amigo Andrés, el verdulero de la esquina.