Letras
Acerca del olvido

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El olvido me hacía desaparecer. Cuando supe que era esto lo que me ocurría ya era demasiado tarde. Fue mi culpa. Lo atribuí a mis excesos literarios, a mi entrada brutal en los cuarenta, a mi imaginación. Comenzó por el codo izquierdo. Un día, buscando una mancha para untarle una crema, no lo encontré. Miré alarmado el espejo con el brazo levantado en un puño, como un marxista latinoamericano. En el lugar del codo había un vacío translúcido, como un gel transparente. Tengo por ley evitar las sorpresas. En el mundo hay leyes y hay sorpresas, y hemos de convertir a la sorpresa en ley. Así que me fui a la Universidad sin mi codo, esperando encontrarlo más tarde, cuando estuviera yo más calmado, más engranado al mundo cotidiano. Pero en la noche una parte de mi cadera ya no estaba. Y así, día tras día, fui perdiendo mi abdomen, mis brazos y mis piernas. Me aterrorizaba esperar a que llegara el turno de mi boca o mis ojos, porque ya no podría encubrir el vacío con la ropa, y tendría que quedarme en casa sin salir a la calle, y tendría que explicar mi ausencia en la Universidad. O sea, tendría que ver a un médico, y éste elaboraría una brillante ponencia que aparecería en congresos y revistas y vendrían caravanas del mundo entero a levantar mis sábanas para saber si aún me quedaba un resto de testículos o para palpar mi pecho y mis axilas. Si yo hubiera entendido lo que pasaba cuando sólo se trataba de pequeños brotes de vacío disimulables, hubiera detenido mi completa desaparición. Cuando llamé a Roser, movido por la angustia, para explicarle lo que me pasaba —era la única persona a la que podía contarle todo sin reparos—, fue que pude comprender lo que ocurría.

Hacía dos años que no la llamaba. Yo la quería, y mucho. Pero no tenía tiempo para llamarla, no supe dónde escribí su número, una vez la llamé y no estaba, y así un día tras otro. Ella seguramente había estado esperando dos años mi llamada, y esperando, esperando, la vida la empujó por sus caminos, la llevó de una acera a la otra, como a un papel periódico llevado por el viento, la estrelló aquí y allá, la moldeó, como una piedra noble llevada por el río. Llamé a su madre para saber su número y me respondió la contestadora. Al día siguiente en mi contestadora estaba el número de Roser. Temí no poder hablar en la lengua que nos amparaba y nos unía. “Sí. Digui”, escuché al otro lado del teléfono. Me asombró pensar que mi voz atravesaba corales, bancos de peces, pulpos, calamares, tiburones, peces de ojos saltones y de colores amarillos, a una velocidad de vértigo. Titubeé un poco, pero al cabo pude expresarme con corrección, incluso con dulzura. Hablé cuarenta y cinco minutos y colgué. Suficiente tiempo para condensar en el lenguaje de los conceptos dos años sin ella. Pero fue esto lo que me aturdió. Cuarenta y cinco minutos y no le dije nada de mi desaparición. Y lo peor: no sabía nada de ella, salvo los cursos que hacía, el costo de la renta del piso o la marca de su auto. Dejé la mano un momento sobre el teléfono colgado y al mirarla, de pronto, reparé en que me faltaba el dedo más pequeño. Y entonces fue cuando caí en cuenta en la horrorosa explicación: yo desaparecía en la medida en que Roser me olvidaba.

Estúpidamente, todavía perdí tres días y casi todo mi cabello antes de volver a llamarla. Si hubiera podido salvar mi recuerdo en ella, reconstruir mi vida en su memoria, hacer que me quisiera como me quería el último día que nos vimos. Pero no podía decirle que su amor me salvaría, porque ya no sería amor sino necesidad. Me veía forzado a engañarla. Dejé en su contestadora el poema más hermoso que conozco: ese de Nazim Hikmet que dice “...el asfalto húmedo de las noches perfectas...”, y esperé a que me llamara. No contestó. En lugar de su llamada perdí una parte importante de mi mejilla izquierda, con lo cual el recurso de que me mirara a los ojos a través de una cámara conectada a Internet ya era imposible. Me quedaban horas antes de desaparecer por entero. Así que resolví llamarla una vez más y contárselo todo.

Fue la peor decisión. Me dijo en castellano que yo sabía cuánto le gustaba la literatura fantástica y que me agradecía que la llamara, pero que tenía una audición esa misma tarde y que si yo quería la volviera a llamar mañana a las diez, que estaría saliendo de la cama. Quise gritarle, decirle que yo realmente la amaba, que dormí con su olor en mis manos estos años, que su voz me enternecía, que muchas veces creí despertar y tenerla conmigo, pero era inútil. Sólo pude decir con un hilo de voz “D’acord, Roser. Fins demá”, y colgar. La bocina bajó sola y se depositó por sí misma en el aparato telefónico.