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Cuando me acerco de nuevo a su cuerpo éste todavía sigue balanceándose levemente. Toco sus piernas con la palma de mi mano para detener el movimiento y un escalofrío me recorre desde la punta de los dedos de esa mano hasta desaparecer en mi cerebro. Al toparme con sus zapatos no puedo evitar recordar mi exaltación al conocer la noticia de su llegada al centro. Mis ojos se tornaron hacia el pasado y pude ver cómo el doctor Claudio Salcedo atravesaba por primera vez la puerta principal del hospital acompañado por el director y el subdirector. Aún puedo sentir la rotundidad de sus pasos al hacerlo. No me miró pese a rozarme el hombro al pasar a mi lado. Yo conocía todos sus libros. Me topé con ellos por primera vez como lectura obligatoria en la universidad y, años después, se habían apoderado de mi mesilla de noche hasta entonces.

De pronto, frente a sus zapatos, arriba de los cuales puedo ver asomarse unos calcetines de diferente color, me inunda la enorme curiosidad de ver qué contienen sus bolsillos. Alzo los brazos rozando sus piernas al hacerlo. Uno de ellos está vacío y el otro contiene un alambre retorcido sujeto a un pedazo de papel en que se puede leer ¿Cuál será nuestra verdad? Le miro a la cara por primera vez desde que ha dejado de gruñir. La lengua amoratada le asoma por un lado entre los labios. Un hilo de saliva se desliza sobre su barbilla y cae hasta su camisa. Los ojos, muy abiertos y entornados. Siento la necesidad de tranquilizarlos. Sólo llevaba aquí tres meses y, sin embargo, parece que el tiempo anterior a su llegada nunca hubiese existido.

 

Le instalaron en la última planta, que sin duda era un lugar privilegiado en cuanto a que se disfrutaba de la ausencia de otros pacientes. Tan sólo tres de las veinte habitaciones estaban ocupadas cuando él llegó. Cuando entré por primera vez, se encontraba sentado en su escritorio, absorto en un montón de papeles. Le observé desde la puerta, que en todos los casos sin excepción, y por obligación expresa del hospital, debía permanecer abierta. Murmuraba, escribía y guiaba sus ojos a través de la pared sin encontrar un punto en el que descansar, todo al mismo tiempo. La sensación de celeridad de ese cuerpo, apenas en movimiento, era única. De repente, sin previo aviso, estampó su lápiz contra la mesa y girándose hacia mí, gritó:

—¿¡Qué!?

Tardé en asimilar que esa voz iba dirigida a mí, pese a tenerle enfrente, mirándome como un animal salvaje a punto de atacar.

—Disculpe —dije tratando de fingir seguridad—. Yo..., discúlpeme, soy el doctor Rullán.

—Ah, es usted —se levantó de la silla—. Si es un niño... Pase, no se quede ahí.

En cuestión de segundos la fiera se había transformado en un apacible abuelo que recibía una grata visita.

—Discúlpeme —repetí de nuevo.

—No digas tonterías. No te importa que te tutee, ¿verdad? Has hecho bien en mantenerte callado. Si no, hubiese podido ser aun peor —comenzó a reír—. Siéntate, anda.

Me senté sobre la cama mientras él lo hacía de nuevo en la silla.

—Y bien... —dijo.

—Sí, bueno..., quiero decir... Soy el doctor Rullán.

—Sí, eso ya lo has dicho.

—Su doctor, doctor Salcedo.

Una pausa nos separó de manera abrupta. Yo aguardaba ansioso su réplica en segundos que parecían días. A él, sin embargo, pareció llevarle muy lejos de mí y de la habitación.

—Llámame Claudio, sólo Claudio —dijo de pronto sin ningún entusiasmo, como si algo le hubiese desilusionado en sus absortas elucubraciones.

—Muy bien —respondí aliviado.

De nuevo, escuetos silencios parecían pretender arrebatármelo.

—¿Y tú? ¿Te vas a quedar ahí sentado siendo el doctor Rullán? —dijo al fin.

—No, claro. Me llamo Urko.

—Estupendo, Urko. ¿Y qué? ¿Cómo empezamos? Esto tendría que ser a diario, ¿no? ¿Cuánto dura cada sesión? —preguntaba mientras su atención comenzaba a dispersarse.

—Bueno, doctor..., Claudio. El tiempo de permanencia se estipula dependiendo del grado de..., dependiendo de la necesidad del paciente..., del sujeto.

Se levantó enérgicamente y se dirigió hacia la puerta.

—Pues de momento, Urko, todo bien. No hay necesidades a la vista. Nos vemos mañana entonces.

Me levanté y salí al pasillo, aceptando su invitación a marcharme, consciente de que no era eso lo que debía hacer. En primer lugar, porque yo era el doctor y él mi paciente. Y en segundo lugar, porque en teoría debía elaborar y presentar el primer informe de evaluación. Sin embargo, ahí estaba yo, en el pasillo, aún de espaldas a él, incapaz de tomar ninguna decisión. Le oí volver a su escritorio. Y escuché su voz, pero esta vez sonaba más distante si cabe. Un murmullo inaccesible. No se dirigía a mí. Yo simplemente me había esfumado ya de su mente. Evité girarme y deambulé por el pasillo. No podía parar de pensar en lo que acababa de pasar. Todo lo que sabía entonces procedía de él. La base de mis estudios sobre la mente y la conducta del ser humano había sido establecida por aquel hombre, el doctor Claudio Salcedo, mi paciente de la habitación dieciséis. Yo tenía un trabajo que desempeñar. Algo impensable para mí y para cualquiera. Era mi oportunidad de mostrar lo que podía hacer, pero nunca se me permitió. Si en la universidad hubiese sabido que iba a estar frente a frente con el autor de todos aquellos libros, y no sólo eso, sino que iba a estar a mi cargo... Y si en ese momento, al verme expulsado por primera vez de esta habitación, hubiese sólo intuido que meses más tarde sería yo quien detuviese el balanceo de sus pies una vez muerto, y que sería también yo el primero en poder contemplar su cuerpo rígido y ausente...

Acudí al despacho del director para prevenirle de la ausencia de examen de reconocimiento a causa de la actitud del paciente. Al oírme, recuerdo que me palmeó el hombro, mientras sonreía y me acompañaba a la salida. Me animó a continuar así. ¿Así? No entendía.

 

Dos semanas más tarde tuve mi primer acercamiento real. Durante aquel tiempo había acudido a su habitación diariamente, abandonándola siempre al cabo de tres o cuatro minutos. Yo interrumpía sus divagaciones, él me saludaba, comentaba cualquier nimiedad y me despedía hasta la siguiente ocasión, que irremediablemente se producía al día siguiente. Pero ese día, al llegar, mi distracción le disgustó más de lo que venía siendo común. Entré sin percatarme de nada y me senté sobre la cama como acostumbraba a hacer, ya que mi silla siempre estuvo ocupada por papeles y apuntes. Un ruido me sobresaltó y levanté los ojos de mis notas. Claudio rodaba sobre la silla hacia mí y en sus ojos asomaba de nuevo el salvajismo del primer día. No pude evitar echarme hacia atrás emitiendo un gemido vergonzoso. Él paró en seco al llegar a mí y su rostro se transformó dejando ver una chispa de ternura, tanto inesperada como fugaz.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —hizo una pausa y repitió—. ¿Qué quieres de mí? Soy un hombre mayor y sólo necesito una cosa, tiempo... Y tú vienes y me lo jodes todo con tus gilipolleces —decía tratando de ayudarme a recobrar una postura más digna.

Pensé que aquella conducta violenta había reflejado un acceso indiscutible de locura y traté de situarle en la realidad.

—Claudio —me sentía vulnerado y notaba resentirse mi voz en cada palabra—, está usted en el Centro Psiquiátrico San Lorenzo. Fue ingresado hace unas semanas a causa de una crisis de pánico en la que usted creía ver desparecer el suelo bajo sus pies, literalmente hablando. Yo soy el doctor Urko Rullán y estoy aquí para hacer todo lo que esté en mi mano.

Me miró desconcertado. Durante un momento pensé que había funcionado y que había conseguido al fin situar a mi paciente. Pensé incluso que aquel hombre mayor iba a romper en llanto. Y rompió, pero no de dolor, sino de risa. Una explosión que retumbó en mis oídos durante días.

—Te lo estás tomando muy en serio —dijo entrecortadamente—. Pero no puedes... O no deberías. ¿Cómo has podido pensar que si realmente hubiese perdido la cabeza buscarían a un colegial para resolverlo? Puede que mi cabeza no funcione igual que antes, y que tenga de vez en cuando algún arranque insospechado, pero me alegro de ello. En eso precisamente trabajo ahora. Necesito acabar este ensayo. En paz y en silencio. Y tú a veces me resultas... ¿Cómo te lo digo?..., me resultas insoportable..., —me miró mientras me pareció que buscaba otro calificativo y lo confirmó—, insoportable. Recuérdalo si de verdad te preocupa mi cordura.

No había podido apartar mi mirada de la suya a lo largo de sus palabras. Se levantó de la silla.

—¿Cuántos años tienes? No deberías tomarte nada de esto en serio —volvió a decirme.

Se dirigió hacia su armario, dándome la espalda, y comenzó a hurgar entre sus camisas. En ese momento me sentí un poco aliviado. Ahora sé que él sabía que me sentiría así y por eso lo hizo. Traté de recomponerme. Necesitaba encontrar la manera de empezar, de una vez por todas, mi labor de médico, que hasta ahora había sido inexistente.

—Pero entonces... ¿Cómo puede usted rechazar su propia medicina? No me cabe en... —me temblaba la voz.

—Porque me equivoqué —me interrumpió—. Todo está mal. ¿Has leído alguno de mis trabajos?

—Sí, claro, todos. Los he leído...

Se giró, interrumpiéndome de nuevo.

—Olvídalos, quémalos si aún conservas alguno. Quémalos y entierra sus cenizas bien lejos. Me retracto de ellos. No son míos. Son una puta basura.

Mientras hablaba, la temperatura de su cuerpo había ido ascendiendo hasta calmarse en sus últimas palabras. Respiró profundamente. Se ordenó el pelo con las manos, retiró la silla hasta su escritorio y tomó asiento. Y me hizo la pregunta que me había repetido ya varias veces.

—¿Qué es lo que quieres de mí? Dímelo —me miraba fijamente.

—Yo sólo quiero aprender de usted —respondí sin pensar.

—¡No! —golpeó sus rodillas con los puños cerrados, lo que provocó que yo me echase hacia atrás previniendo con inseguridad cualquier intento de agresión—. No es eso lo que quieres. Y ¡no! No aprendas de mí, ni de nadie. Desconfía de todos. Desconfía de tu mente. Sobre todo de ella. Quítate las gafas. ¡Quítatelas!

Obedecí para no obstruir sus palabras, indispensables para mí y para la tarea de acceder a su desorden mental.

—¿Qué ves?

—Nada, tengo bastantes dioptrías.

—No digas memeces. Sólo aprenderás cuando consigas ver sin gafas. Y no te digo que te taladres los tímpanos porque sé que no serviría de mucho, pero ayudaría. Y, ¿sabes por qué ayudaría? —la firmeza de su voz, acompañada de los aspavientos que realizaba con los brazos, daba a aquel discurso un aire de doctrina apocalíptica—. Porque todo lo que crees que es verdad probablemente no lo sea. ¿Qué es la verdad, Urko? —no me dejó contestar y prosiguió—. Todo lo que ves y que te hace afirmar... Todo lo que oyes, aprendes e interiorizas. Probablemente todo eso sea una blasfemia. ¿Acaso no puedo hacerte creer y afirmar lo que yo quiero que creas y afirmes? Dime —pero no me dio tiempo a decirle—. Imagina tan sólo que yo pretendiera hacerte creer que soy un loco. ¿Te parecería un loco si comenzara a gritar? —alzó en ese momento la voz—. ¿Tan fácil? ¿Te parecería un loco si te dijera que veo una lengua de mujer asomando por tu oreja? —se sentó a mi lado y me hurgó en la oreja. Me aparté de él y él se levantó de la cama—. ¿O si... —empezó a rebuscar por los cajones.

—¿O si me dijera que ve cómo el suelo comienza a desaparecer? —dije tratando de impedir que siguiera, haciendo mención a su propia experiencia.

Y así fue. Dejó los cajones y tomó asiento. El comentario había conseguido cambiar su estado anímico por completo. En cuestión de segundos era un hombre completamente calmado.

—Eso es otra cosa. Pero no hablo de eso, Urko. Dime algo, ¿tienes alguna idea remota de lo que trato de decirte?

Me sentí como en un examen.

—Desde luego, trata de decir que puede ser completamente manipulable y artificioso lo que se puede hacer creer o pensar como correcto, verdadero o como se quiera llamar.

Apenas había reflexionado la respuesta pero por primera vez había conseguido atraer su atención e incluso tal vez algo de respeto hacia mí.

—Eso es.

Pareció esperar algo más de mí, pero no se me ocurría qué, lo que pareció decepcionarle.

—¿Y? —preguntó, mirándome por encima de las gafas—. ¿Lo sabes pero no entiendes lo que sabes? ¿Es eso? Explícamelo, Urko. Porque yo no entiendo nada.

—¿Qué le explique qué? Entiendo lo que me dice. La mente es frágil. Todos los que están aquí son una prueba de ello. Usted y yo lo sabemos. Para eso trabajamos. Son personas que han logrado hacerse creer historias incomprensibles, imposibles, mágicas, terroríficas...

Se dio la vuelta habiendo perdido el interés.

—¿Qué le explique qué? —repetí.

—Habla el doctor, y eso no me sirve de nada. Me hablas de los de dentro. Pero, ¿y los de fuera? Son mucho más numerosos y mucho más peligrosos. ¿Y tú, Urko? —tampoco en esta ocasión me dejó contestar—. Vuelve mañana. Estoy cansado.

Aunque me daba la espalda, su voz me trasladaba su reciente extenuación.

 

Bajo su cuerpo suspendido hay varios de sus títulos que sin duda ha utilizado en forma de escalón para acceder a la silla y, desde allí, a la soga que perfectamente ha dispuesto, utilizando una de las vigas del techo. No puedo evitar ojear algunas de sus páginas. Sus teorías analíticas parecen tan perfectas, blindadas ante cualquier otra forma de pensamiento. En dos ocasiones me parece ver la escena que se sitúa a mi espalda, como impresa en estas hojas. Cierro el libro con fuerza y siento la tentación de lanzarlo realmente al fuego, pero recuerdo el nuevo manuscrito, su nuevo trabajo terminado, y la anterior tentación se disipa. Corro a la mesa y miro la portada. Simplemente un folio en blanco con su nombre en la esquina derecha inferior. Accedo a la página siguiente y una sola frase la encabeza: He de librarme de las palabras, antes de que traten de confundirme de nuevo. El resto de las páginas contiene una grafía ininteligible, que en la mayoría de las ocasiones fácilmente se confunde con simples garabatos.

La visión me golpea con firmeza. ¿Es cierto que estaba loco? De pronto, me asaltan sus palabras como piedras sin mano que las arroje. La verdad. ¿Es un concepto anterior al hombre? ¿O no? ¿Las verdades se construyen como los edificios?

 

Los días y las semanas transcurrían sin avances significativos. Su lenguaje resultaba abstracto, en la mayoría de los casos incomprensible para mí. Y parecía que eso le deprimía en cierta manera. Sin embargo, pese a tener ideas incomprensibles y neuróticas, aún poseía la capacidad de defender y atacar con contundencia, de modo que sólo él era capaz de tirar por tierra todas las conclusiones que había alcanzado a lo largo de su vida. Y peor aun es que lograba oscurecerlas de tal modo, que realmente acababan por perder la certeza que antes parecían contener. Y yo me encontraba indefenso. Incapaz de réplica. Como un idiota. Él era el constructor y destructor de todo cuanto yo sabía o había defendido hasta que llegó al hospital. Mis palabras habían sido las suyas y ahora me privaba de ellas.

 

Pese a nuestras sesiones diarias, la distancia seguía siendo inabarcable. Lo que me frustraba enormemente. No le interesaba yo, ni lo que le tenía que decir, ni que yo escuchara si él lo tenía. Sólo algunas veces, no sé de qué dependía, trataba de responderme como si para hacerlo debiera armarse de paciencia.

—Según lo que logro entender a partir de sus palabras, Claudio, no hay esperanza para el ser humano. Puesto que..., también según sus palabras, todo puede estar basado en fundamentos erróneos adquiridos en el pasado y hoy día firmemente arraigados en nosotros.

—Eso es lo de menos. Lo peligroso es que somos incapaces de admitir esta opción. Somos incapaces de intuir siquiera que somos falibles de los pies a la cabeza. Simplemente, no podemos contemplar la idea de que lo que digan y oigan o vean probablemente no se acerque mínimamente a lo que es. A la verdad —dijo como si algo de todo aquello le resultase cómico.

—Por lo tanto, considera que no hay esperanza.

Se levantó de la silla impaciente.

—¿Esperanza? ¿Quieres esperanza? Vuelve a casa, mata a Urko, que no quede absolutamente nada de él y, entonces, tal vez entiendas algo y puedas empezar a hacer algo. O no hacer nada. Pero hasta entonces no hablemos de esperanza... ¡Blasfemia!

Tardé aún en contestar, algo desconcertado.

—¿Matar a Urko? ¿A qué se refiere?

—Desconfía, chico —no soportaba que me llamara así e intuyo que él lo sabía por cómo me miraba cada vez que lo hacía—. Desconfía de ellos. De todos ellos. Y sobre todo de ti. No creas a tu mente. Está envenenada y ansía envenenar —su mirada me indicaba que volvía a alejarse, y como consecuencia el volumen de su voz descendía—. Pero no es mala. No se lo tomes a mal. Ríete. Sólo ríete... De ellos. Idiotas...

Se había levantado de la silla y salió al pasillo dejándome allí sentado.

 

Mis encuentros con él últimamente habían comenzado a perjudicar seriamente mi trabajo en el hospital con el resto de los pacientes que tenía asignados. Por un lado, no conseguía jamás la atención y el respeto por parte del paciente. Me sentía cada vez más inseguro, un chico inexperto y mangoneado. Además, me perdía, en ocasiones, en los desvaríos que podía escuchar de estas pobres mentes, ofreciéndoles a veces un halo de genialidad, olvidando por completo mi grado de doctor y descendiendo inconscientemente a la altura de mis pacientes. Por otro lado, pude comprobar que el director del centro no tenía ni la más mínima intención de realizar un seguimiento de mi paciente principal. Era totalmente cierto que me escogieron desde el primer momento con la intención de que hiciera de niñera. Traté en numerosas ocasiones de convencer al director de la gravedad del asunto, pero nunca obtuve nada diferente a una palmada en la espalda.

Pero a partir de hoy todo será diferente. Al llegar a su habitación a la hora acostumbrada, me ha sorprendido que la puerta estuviese cerrada. He empuñado el picaporte y hasta que no he abierto la puerta completamente, no he podido verle allí de pie sobre la silla, con una soga atada al cuello. Me miraba como si me esperase. He entrado y, por primera vez, he cerrado la puerta a mi paso.

—Tranquilícese, Claudio. Tranquilícese.

—Me sobra tranquilidad... —y en realidad creo que no mentía—. Hoy he acabado mi último trabajo... Ya está y al final me sobró tiempo —ha sonreído.

—Pero eso debería alegrarle. Ya está resuelto, ahora sólo es cuestión de esperar y ver cómo reaccionan para seguir contraatacando... —me he oído decir precipitadamente en un intento de cambiar de estrategia.

—¿Contraatacar? ¿Contra qué?

Algo en mí ha parecido llamarle la atención y me ha mirado como habiendo descubierto algo que yo tratara de mantener oculto.

—¿Urko?, todavía eres Urko... Te lo veo en los ojos, chico. Ahí, justo ahí. Cada vez que te llamo chico.

No he contestado aunque, como muy pocas veces, me ha dado tiempo para ello. Sin embargo creo que le he mirado con rabia. Y él lo ha visto en mis ojos.

—¡Ahí! ¡De nuevo! Ahí estás otra vez. Pero no has entendido nada, ¿verdad? ¿Qué querías de mí? Nunca me llegaste a pedir eso que realmente quieres, porque ni siquiera te atreves a pronunciar o ni a imaginar lo que realmente satisface al ilustrísimo doctor Urko Rullán. ¿Sanar enfermos? ¿Eso es lo que quiere Urko? —me ha sonreído—. No.

Entonces ha parecido olvidarse de mí y ha dirigido su mirada al frente.

—Lo hemos hecho de la única manera que hemos sabido —ha dicho sin dirigirse a nadie.

Y ha dado el paso. He visto la silla caer, dejándolo suspendido y agitado. He podido correr a salvarlo. Habría dado tiempo. Sin embargo, no he querido salvarlo. Aún podía oír sus últimas palabras dirigidas a mí. Y he atacado al fin a mi atacante, y me he sentido como un león enfrentado a otro león. Me he abrazado a sus piernas sin vacilar, abandonando el peso de mi cuerpo al vacío, de tal modo que la soga sujetase entonces dos cuerpos encadenados. Ha sido muy rápido. Apenas unos segundos. No necesitaba ayuda para morir. Si yo no hubiese participado tampoco habría tardado mucho más en hacerlo. Es curioso, pero no siento ninguna urgencia por salir de la habitación. No sé cuánto tiempo llevo aquí, frente a su cadáver.

—¿Quién mató a quién? —le digo al muerto.

Unos pasos en el exterior logran hacerme volver. Me lanzo de nuevo a sus piernas.

—¡Socorro! —gritan las brasas que permanecen vivas aún en mí—. ¡Socorro! ¡Habitación 16!

No puedo repetirlo dos veces más cuando entran en la habitación dos enfermeros.

—Ya lo tenemos, apártate —dice alguien—. ¡Aparta!

Rápidamente me separan de él. Me empujan y caigo al suelo. De nuevo me siento humillado. Olvidan que he sido su doctor.

—¡No he podido hacer nada! He tratado de salvarlo pero... —digo.

En cuestión de un parpadeo me encuentro fuera de la habitación. No necesito mirar hacia atrás. Continúo por el pasillo y, al hacerlo, veo llegar al director apresuradamente, pasa a mi lado sin detenerse y su mirada suplica alguna explicación, pero no quiero dársela de momento. Deberá tragarse sus sonrisas. Ya no habrá más palmaditas en la espalda. No las quiero. Ahora se encontrará a su admirado doctor muerto y será consciente de su error al no haber querido escucharme. Continúo caminando y noto un dolor punzante en mi mano izquierda. Abro el puño y compruebo que he permanecido todo este tiempo con el alambre retorcido que había encontrado poco antes en el bolsillo del doctor Salcedo. Me sangra levemente la mano a causa de uno de sus extremos. Vuelvo a leer la nota que había enganchada a él. ¿Cuál será nuestra verdad? Al imaginar la respuesta tengo que contenerme. No recuerdo haber sentido una satisfacción tan plena. Pero al mismo tiempo, ¿por qué siento que de nuevo ha conseguido imponerse sobre mí? Releo esa pregunta una vez más: ¿Cuál será nuestra verdad?