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Rayuela cumple medio siglo

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Julio Cortázar

Julio Cortázar (Bruselas, 1914-1984) vislumbró, junto a Jorge Luis Borges, los cambios radicales de conducta y concepción del mundo que sufrió Occidente a mediados del siglo pasado. En narraciones, poemas y ensayos procuró, insistente, una total renovación del hombre y sus literaturas a partir de la abolición de situaciones, estilos, fórmulas y arquetipos que hacían obsoleto el lenguaje literario. Cortázar abrió una honda herida en el orden cerrado de las literaturas proponiendo y realizando ordenamientos abiertos que ofrecieran múltiples perspectivas; creando desconciertos y roturas en los discursos lógicos; desconectando y fragmentando las coherencias narrativas; haciendo de la vida y la literatura calidoscopios.

En 1950 (“Situación de la novela”, en Cuadernos Americanos, Nº 52, México), antes de la publicación de sus primeros cuentos, Cortázar sostuvo que la novela es el instrumento necesario “para el apoderamiento del hombre como persona, del hombre viviendo y sintiéndose vivir”. La novela debía renunciar a la lírica como adorno a fin de ser un poema que capturara una realidad que está más allá de las descripciones verbales. Aunque la sinrazón ha tejido en buena parte el género, la Nueva Novela buscaría una nueva metafísica, sin fondo y forma, pues “el fondo de la forma es la forma”. El hombre sería la última y principal ocupación del hombre, y la novela, de extrema tensión existencial, se preocuparía de la principal pregunta de nuestro tiempo: “por qué y para qué del mundo del hombre”.

En sus novelas Cortázar fusiona lo abstracto con lo real haciendo tangible lo efímero y aceptando el absurdo. Ante el vasto mundo de lo desconocido elige lo irracional a los trascendentalismos vigentes, viendo ambos como un misterio que resulta del comercio con la razón. Mezcla la tradición con nuevos elementos y lleva al lector hasta el mismo proceso de la creación. La naturaleza paradójica y ambigua de sus visiones del mundo termina por ser un retrato de los dilemas, fantasías y modelos de la sinrazón contemporánea. Cualquiera que sea el tratamiento que dé a la existencia de sus personajes enigmáticos, desde los cuentos de hadas hasta las sesiones de jazz y marihuana, su preocupación central trata con esas dos maneras de ver el ser. Unas veces parece como si jugara a escribir sin sentido para dar respuesta a las comicidades y estupideces del mundo, pero al fondo de esas posturas lúdicas lo que ofrece son pesadillas, que lidiando con el tiempo, el espacio, la sicología y la belleza, descubren que la realidad no es más que un fragmento de un todo inalcanzable que se hace fantástico, precisamente, por su carácter provisional y mutable.

Cortázar es capaz de acumular y aislar las esencias de la experiencia para ofrecer una inmediata e iluminada sensación de aquello que, de otra manera, sería una mera asociación de accidentes. Sus técnicas de escritura recuerdan una sesión de jazz, donde se improvisa a partir de un modelo, complejo y elaborado, que levanta un nuevo canto y entonaciones. Cortázar quiso las palabras para restaurar su fuerza original, sus signos perdidos, su imaginario, primero mediante experimentaciones metafóricas, impresionismo, expresionismo, símiles, aforismos, sinestesias, antítesis, parodias y la libre asociación de ideas.

Rayuela es un vibrante collage de diálogos heterodoxos, sicológicos, filosóficos y espirituales, burlescos, visionarios y metafísicos acerca de la cultura argentina, sus dicotomías, y todo lo divino y lo humano. Un cruel y desesperanzado libro que, más allá de sus chistes y parodias, muestra la vida como un laberinto matemático donde Julio nosotros Cortázar se busca entre el abisal pozo de su inconcebible y prodigiosa inteligencia.

Fue escrita en París mientras se sucedían los primeros años de la Revolución Cubana, a la cual Cortázar profesó una fe inexplicable. Se cree que tardó cuatro años en confeccionarla y fue publicada en febrero de 1963 por Francisco Porrúa en la Editorial Sudamericana de Buenos Aires —la misma que publicaría en junio de 1967 Cien años de soledad—, quien junto a Cortázar corrigió el manuscrito que hoy reposa en la Universidad de Texas, donde pueden verse los colores que empleó para organizar la rayuela de lectura de los 155 capítulos: 9 marrones, 6 celestes, 6 azules, 5 negros, 4 rojos, 23 amarillos, 21 anaranjados, 11 rosados, 10 verdes, 10 morados y el resto, 99, sin color.

Tiene tres secciones, “El lado de allá” (París, capítulos 1 a 36), “El lado de acá” (Buenos Aires, capítulos 37 a 56), y un apéndice: “La luz de la paz del mundo”, donde un viejo iconoclasta francés de apellido italiano, Morelli, propone una posible novela que fuese escrita en una nueva geometría, fuera del tiempo absoluto. La estructura de Rayuela puede ser entendida como una sesión de improvisaciones de jazz, con variaciones sobre diversos temas. En la introducción o Tablero de dirección nos enteramos de que el libro es muchos libros, o al menos dos: uno que terminaría en el capítulo 56 —una novela convencional—, y otro que comienza en el 73 —una novela experimental. De acuerdo con las ideas de Morelli, tras leer en los capítulos 1 al 56, el lector debe comenzar de nuevo siguiendo diferentes modelos e incluyendo, ahora, los numerosos capítulos “prescindibles”, las morellianas y otros pasajes de textos “encontrados”, cartas, informes sobre leyes, etc. El “autor” aconseja entonces una secuencia que puede ser la lectura de los capítulos 73, 1, 2, 116, etc., pero podemos armar la rayuela que deseamos saltar o leer.

“Rayuela”, de Julio CortázarRayuela es una carcajada contra los huecos valores de la vida moderna, la literatura y los lenguajes convencionales, usando de elementos surreales, el monólogo interior y el habla de Buenos Aires, dando testimonio del fabuloso sentido del humor de Cortázar, que gustó del ajedrez, el dominó y los anagramas porque multiplican las posibilidades, y las proyecciones de sus caracteres y movimientos nos permiten ensanchar el ego. Uno de esos aspectos en la novela es el uso del doppelgänger, personificado por las combinaciones Oliveira-Traveler y La Maga-Talita, versiones de la personalidad que son por igual, y por completo, intercambiables.

Horacio Oliveira, porteño de clase media, indiferente pero educado, es, al iniciar la búsqueda del Cielo, un hombre de mediana edad. En París conoce a La Maga, joven uruguaya que al pretender huir del pasado, se enamora de Horacio. El Club de la Serpiente —el yugoslavo Gregorovius; Ronald y Babs, una pareja de norteamericanos; el chino Wong; Perico, un peninsular; los franceses Etienne y Guy Monod, y La Maga y Oliveira—, adictos al sexo y el jazz, el arte y el budismo zen, la patafísica y las interminables discusiones sobre esos asuntos, llevan la vida como un juego aun cuando Oliveira esté obsedido por encontrar valores últimos, y ella crea que él tiene las respuestas a sus problemas. Ella tiene una realidad que él no puede poseer, y su intuición, ternura e inocencia, que incluso violaciones y degradaciones sexuales no logran conmover, no pueden fusionarse a su inquisidora inteligencia crítica. Cuando su hijo Rocamadour muere en una sucia habitación, durante una grotesca escena donde el vecino de arriba se queja por la música alta y todos los asistentes saben qué ha pasado menos la madre, la pareja rompe su relación y se separan. Oliveira es arrestado mientras hace el amor con una clocharde y expulsado a Buenos Aires por su escandaloso comportamiento.

En Argentina Oliveira queda atrapado entre dos mundos, una suerte de rotura de la personalidad que incluso los encuentros sexuales no pueden aliviar. Habiendo conseguido un empleo de medio tiempo en un circo, luego se hace guardián de un manicomio que Farraguto, el dueño del circo, ha adquirido, conociendo a Traveler, imagen compasiva de sí mismo, y a Talita, mujer de éste y doble de La Maga. En una serie de extrañas escenas Talita se junta con Oliveira, mediante la instalación de una tabla entre sus ventanas, que permite llevar hasta Oliveira nuevas agujas y yerba mate. Llevan a un mesero vagabundo hasta la morgue y al final, incapaces de establecer distinciones entre lo real y lo irreal, se encierran en una habitación con la esperanza de eludir al vengativo Traveler y a todo lo que odia Oliveira: Argentina, las convenciones sociales, el orden. Pensando que ve a Talita en una rayuela que hay en medio del campo, planea saltar hasta el Cielo, desde la ventana, porque la vida carece de sentido. Pero no sabemos con certeza si esta última elección es locura o suicidio.

Cortázar muestra cuán curiosa es la incapacidad de realidad del alma humana. Oliveira debe constantemente crear su propia realidad, especialmente si la vida es absurda y el hombre, la religión y el amor son ilusiones. Oliveira incurre en una serie de actos sin sentido en su búsqueda de la realidad y la autoridad absolutas, pero su comportamiento, no más absurdo que lo que nosotros entendemos por realidad, tampoco trae respuestas. Oliveira rechaza el pasado y el futuro y, de alguna manera, destruye también el presente, a medida que trata de definirlo. La vida es un quehacer para ser vivido, no para ser discutido. Incluso cuando intenta jugar el absurdo juego de la vida no puede alcanzar, en la rayuela, el último cuadrado, y escapar de la soledad y la rotura del corazón que depara la realidad. Medrano, que en Los premios alcanza a llegar hasta el puente, muere, y Oliveira debe concebir una síntesis de la metafísica humana a partir del último cuadro de la rayuela. Oliveira, víctima de la fatalidad del pasado y el presente, no puede elegir ni dar sentido a las posibilidades de un mundo regido por un azar, que en últimas, es El Mal.

Este ambicioso intento por descubrir una suerte de orden metafísico en las cosas fue muy celebrado y admirado en Cortázar, incluso por aquellos que rechazaron el libro en sus pretensiones intelectuales. Hay que resaltar, entre los aciertos, su humor anárquico, raro en las literaturas latinoamericanas de la época, y sus extensos y liberadores experimentos con la lengua, como el prestigioso capítulo 68:

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consistiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapublia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la creta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

En su extensa pregunta ontológica Rayuela tiene mucho de filosofía védica. El hombre es una unión de partes que se juntan después de la muerte en otra existencia, que se basa a su vez en otra vida previa. La ignorancia mantiene el alma alejada de saber que la experiencia, en el mundo real, es ilusión, haciendo mucho más compleja la búsqueda del porqué y qué es el hombre. Mostrando la vida total del hombre, sus acciones, pasiones y problemas, analizando el arte, Rayuela devela un rostro multifacético del mundo y los objetos que ha creado.

“Era el hombre más alto que se podía imaginar”, recordó Gabriel García Márquez el 22 de febrero de 1984 al morir Julio Cortázar, “con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”.